16.04.11

La subida hacia la Cruz

Homilía para el Domingo de Ramos

La entrada del Señor en Jerusalén tiene como meta la cruz: “es la subida hacia el ‘amor hasta el extremo’ (cf Jn 13,1), que es el verdadero monte de Dios” (Benedicto XVI). En este sentido, la celebración del Domingo de Ramos une el recuerdo de las aclamaciones a Jesús como Rey y Mesías con el anuncio del misterio de su Pasión.

“Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hosanna en el cielo!” (Mt 21,9). Esta exclamación, “Hosanna”, era una expresión de súplica y, a la vez, de alegría con la que los discípulos y los peregrinos que acompañaban a Jesús manifestaban su alabanza jubilosa a Dios, la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías y, a la vez, la petición de que fuera instaurado el reinado de Dios.

Jesús es aclamado como “el que viene en nombre del Señor”, como el Esperado y Anunciado por todas las promesas. El profeta de Nazaret de Galilea, desconocido para la mayoría de los habitantes de Jerusalén, es, sin embargo, reconocido por los niños hebreos como el hijo de David (cf Mt 21,15).

Jesús es el Rey que, tal como había profetizado Zacarías, se presenta de forma humilde, montado en una burra acompañada por su burrito (cf Mt 21,5). Es un rey manso y pacífico, que no viene a disputar el poder al emperador de Roma, sino viene a cumplir la voluntad salvadora de Dios. “Él es un rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y de la sencillez, un rey de los pobres”, comenta Benedicto XVI.

En la cruz un letrero proclamará su realeza: “Éste es Jesús, el Rey de los judíos”. Su título real se convierte, por el rechazo de los hombres, en un título de condena, como si finalmente prevaleciese el reino del pecado sobre el reinado de Dios. Pero Jesús no se echa atrás ante ese rechazo del mundo al amor de Dios. Él, como el Siervo del Señor del que habla el profeta Isaías (Is 50,4-7), sostenido por la palabra de Dios, asume en la obediencia y en la esperanza el sufrimiento causado por ese rechazo.

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14.04.11

La grave enfermedad

Hablando de la redención Benedicto XVI ha dicho que “si para salvarnos el Hijo de Dios tuvo que sufrir y morir crucificado, no se trata de un designio cruel del Padre celestial. La causa es la gravedad de la enfermedad de la que debía curarnos: una enfermedad tan grave y mortal que exigía toda su sangre” (31.8.2008).

A poco que abramos los ojos podemos percibir que el mal y el pecado constituyen una realidad: en nuestras propias vidas, en la historia de la humanidad e incluso en el conjunto del cosmos. El peso del mal es tan intenso que no puede ser reparado con facilidad. No resulta gratis sembrar amor en medio del odio, justicia donde reina la injusticia, esperanza donde hay desesperación.

No es sencillo curar a quien padece una enfermedad grave, sino que exige un gran esfuerzo por parte de los médicos y del mismo paciente. Cristo es el médico que se hace a la vez paciente. Cristo es el que sana padeciendo; el que padece sanando. Su encarnación es real y no simulada, así como es real su pasión y su cruz: “No podrás salvar esta miseria que es el hombre, si tú mismo no la tomas sobre ti”, decía Orígenes.

El Hijo de Dios tomó nuestra carne, se hizo uno de nosotros, asumió incluso el reverso de la condición humana – cargando con nuestros pecados, con nuestra limitación y con nuestra muerte - . Haciéndose hombre, el Hijo de Dios manifestó, hasta las últimas consecuencias, el amor absoluto e incondicional del Padre: “Sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; por sus llagas habéis sido curados” (1 P 2,24).

El Señor nos ha dado, en la cruz, un arma para seguir venciendo el mal. Nos ha dado su amor, su omnipotente amor que triunfa incluso en medio de la mayor debilidad: “La Cruz constituye el supremo y perfecto acto de amor de Jesús, que da la vida por sus amigos”, recuerda el Papa. Por ella, por la cruz, todo es sanado y llevado a su plenitud.

Cristo es el grano de trigo que muere y da mucho fruto, que hace evidente el triunfo del amor sobre la muerte. El camino de la vida es la entrega, la donación, el “perderse para encontrarse”.

Una redención sin sangre sería, casi, una redención que no toma en cuenta la gravedad de la injusticia: “¿Por qué era necesario sufrir para salvar al mundo? Era necesario porque en el mundo existe un océano de mal, de odio, de violencia, y las numerosas víctimas del odio y de la injusticia tienen derecho a que se haga justicia. Dios no puede ignorar este grito de los que sufren, oprimidos por la injusticia. Perdonar no es ignorar, sino transformar; es decir, Dios debe entrar en este mundo y oponer al océano de la injusticia el océano más vasto del bien y del amor” (Benedicto XVI).

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13.04.11

Fin de la serie: Revelación, fe, magisterio

La consideración del vínculo existente entre revelación, fe y magisterio resulta relevante tanto desde el punto de vista eclesiológico como desde la perspectiva teológico-fundamental.

Desde el punto de vista eclesiológico, porque la Iglesia participa de la propia infalibilidad de Cristo, a fin de mantenerse en la pureza de la fe transmitida por los apóstoles. La Alianza instaurada por Dios en Cristo con su Pueblo es una alianza “definitiva”, que implica garantizar a este Pueblo “la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe auténtica” (Catecismo 890). En este contexto se inserta el oficio pastoral del Magisterio, que está dirigido a “velar para que el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que libera”.

Desde la perspectiva teológico-fundamental, porque el acontecimiento de la revelación es inseparable de su transmisión : “Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades” ( DV 7).

En el número 10 de la “Dei Verbum” se hace una referencia al magisterio de la Iglesia con estas palabras: “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo”. El adverbio “auténticamente” no significa aquí “genuinamente”, sino “autorizadamente”; es decir, con autoridad.

¿Dónde se apoya la autoridad magisterial de los obispos? Se apoya, se fundamenta, en el mandato que Cristo dio a sus apóstoles: “Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros os desprecia, a mí me desprecia; y quien a mí desprecia, desprecia al que me ha enviado” (Lc 10, 16). El Concilio Vaticano II enseña que “por institución divina los obispos han sucedido a los Apóstoles como pastores de la Iglesia” (LG 20). Igualmente que el orden de los obispos sucede “al Colegio de los Apóstoles en el magisterio y en el gobierno como pastores” (LG 22). Y también que “los obispos, como sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor, al que se le ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todos los pueblos y de predicar el Evangelio a todo el mundo” (LG 24).

La Iglesia cristiana aceptó a los obispos como legítimos sucesores de los apóstoles y como testigos autorizados de la tradición apostólica, con la autoridad para formular el credo; es decir, con la capacidad de dirigir una enseñanza normativa para la fe.

Es un artículo básico de la fe cristiana que el Espíritu Santo mantiene a la Iglesia en la fe verdadera, pues Él, el Espíritu, guiará a su Iglesia a la verdad completa (cf Jn 16, 13). No podemos dudar que el Espíritu Santo, que ha guiado a la Iglesia para reconocer el canon de las Escrituras, ha guiado también a su Iglesia en el proceso de universal reconocimiento de sus obispos como maestros autorizados.

El número 10 de la “Dei Verbum” explicita la relación que existe entre el magisterio y la palabra de Dios:

“el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer”.

El magisterio no es dueño de la palabra de Dios; no tiene autoridad sobre ella, sino únicamente sobre sus interpretaciones humanas. Esa autoridad se ejerce dentro de la comunidad de la fe, pues el depósito sagrado de la palabra de Dios ha sido confiado a la Iglesia. Los obispos han de ser, antes de maestros, oyentes de la palabra, escuchando también esta palabra en cuanto que ha sido transmitida en la fe, vida y culto de la Iglesia (cf DV 8). La función magisterial es de “custodiar celosamente”, guardando con exactitud lo recibido, defendiendo la pureza de la fe de la comunidad cristiana. Esta tarea la realizan “con la asistencia del Espíritu Santo”.

El magisterio de la Iglesia, lejos de suponer un límite o una amenaza para la aceptación de la revelación en la fe y para la recta inteligencia de la misma, supone una verdadera ayuda; una ayuda garantizada por la asistencia divina a su Iglesia. El papel del magisterio se comprende teológicamente como una consecuencia del carácter definitivo de la revelación que llega a su plenitud en Cristo.

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12.04.11

Fe, filosofía, culturas

El ámbito de la razón es la universalidad; el de las culturas es, hasta cierto punto, el de la particularidad. En el diálogo entre revelación y culturas, se precisa “la necesaria mediación de una reflexión típicamente filosófica, crítica y dirigida a lo universal, exigida además por un intercambio fecundo entre las culturas”, como ha indicado Juan Pablo II en la encíclica “Fides et ratio”. En la diversidad de visiones de la vida y en la diversidad de culturas, el pensamiento filosófico, superando el relativismo, ha de discernir cuál es la verdad objetiva.

En su propio dinamismo que le lleva a pensar sus contenidos y sus fundamentos, la fe necesita recurrir a la filosofía para que sus conceptos y su lenguaje adquieran un valor universal y resulten, en consecuencia, inteligibles y comunicables. Partiendo de la revelación, la “fides quaerens intellectum” asume la filosofía en orden a una mejor expresión y comunicación de la revelación. Pero este recurso al pensar filosófico no es la meta, sino un camino que retorna nuevamente al saber más amplio de la fe, cumpliendo así todo el proceso un desarrollo marcado por la circularidad.

En el diálogo histórico de la fe y la razón, y de la fe y las culturas, ocupa un puesto de singular relieve la primera inculturación del cristianismo en el mundo griego sin que, con el pretexto de deshelenizar el cristianismo, sea legítimo olvidar que “las opciones fundamentales que atañen precisamente a la relación entre la fe y la búsqueda de la razón humana forman parte de la fe misma, y son un desarrollo acorde con su propia naturaleza”, como ha explicado Benedicto XVI en Ratisbona. Uno de los criterios que señala la “Fides et ratio” en orden a la inculturación de la fe indica que “cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la inculturación en el pensamiento grecolatino”.

A su vez, la filosofía, en el contacto con las tradiciones religiosas y, en especial, con el cristianismo abre sus propios horizontes a la dimensión del misterio, evitando encerrarse en un positivismo que se vuelve incapaz de dar una respuesta a los problemas más profundos del ser humano. Como ha recordado Benedicto XVI en el discurso pronunciado en la Universidad de Ratisbona “una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas”.

La inculturación, la difusión integral del Evangelio y su traducción en el pensamiento y la vida, constituye un factor determinante para la evangelización. Pero la revelación conduce a las culturas a su verdad plena. Por ello, el proceso de inculturación incluye la idea de crecimiento de los valores propios de cada cultura, en cuanto son conciliables con el Evangelio. No se puede separar, por consiguiente, la inculturación de la evangelización de las culturas: El Evangelio se encarna en un medio cultural para “transformar desde dentro” la cultura en la que se inserta y, de este modo, introducirla en la vida de la Iglesia. Se hace preciso, también en relación con la cultura dominante actual, llevar a cabo una cierta “exculturación” de algunos de los elementos de la cultura que puedan estar en contra, y no al servicio, del hombre.

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11.04.11

El conocimiento y la inteligencia de la fe

La fe se apoya en la Palabra de Dios y es la forma “proporcionada” de “conocer” la revelación. A la revelación como principio objetivo del conocimiento teológico corresponde la fe como principio subjetivo de ese mismo conocimiento. Por otra parte, sólo desde la revelación acogida en la fe resulta posible esclarecer la peculiaridad del acto de creer y del dinamismo cognoscitivo que este acto encierra. Al hablar sobre la fe, es preciso recordar que ésta constituye, simultáneamente, el objeto de estudio y el principio subjetivo necesario para abordarlo.

Sólo teológicamente se puede avanzar en la comprensión de los que significa, no un acto de fe cualquiera, sino el acto mediante el cual el hombre accede a la revelación. La dependencia de la fe con respecto a la revelación hace que, teológicamente, resulte imposible asimilarla a otras formas de creencia. La revelación constituye la base objetiva desde la cual se configura la forma específica de la fe cristiana.

La relación de la fe a la revelación es doble; en la revelación encuentra la fe su contenido y su fundamento y motivo último. La referencia de la fe a su contenido evita toda posible deriva subjetivista, reductora de la fe a un puro fenómeno de conciencia que difícilmente podría escapar a la acusación de proyección. La referencia a su fundamento resalta la especificidad de la fe cristiana con respecto a cualquier otra creencia religiosa. Por otra parte, al ser la revelación el “motivo” de la fe no puede darse ninguna mediación, fuera de la revelación misma, que permita acceder a la revelación.

El contenido de la fe es el misterio de Dios revelado en Jesucristo como verdad y salvación para el hombre. Este misterio de Dios se hace accesible al hombre en la historicidad de la Encarnación, acontecimiento que supone la garantía definitiva en la que apoyarse para abrirse a la novedad divina, ya que en este acontecimiento el Absoluto asume como lenguaje expresivo la humanidad de Cristo, la globalidad de su presencia, de sus palabras y obras (cf DV 4).

La razón última o motivo por el que se cree es Cristo mismo; sólo creyéndole a Él el hombre entra en contacto con la Verdad en la que consiste su salvación. Aunque este reconocimiento de la verdad que salva no se produce si el hombre no recibe, gratuitamente, el don de la fe como medio cognoscitivo proporcionado que permite conocer a Dios a través del don de Dios.

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