23.04.11

Resurrección: Revelación y encuentro

Homilía para la Vigilia Pascual. Ciclo A

En la aurora del domingo, las dos mujeres que acuden al sepulcro – María Magdalena y otra María - son destinatarias de una revelación divina realizada por medio del ángel y de un encuentro con el Señor vivo. En la aceptación de la palabra que Dios les dirige a través de su mensajero y, sobre todo, en el encuentro con el Resucitado se fundamenta la fe en la Resurrección. Como confirmación, se señala que el sepulcro está vacío.

Todos los elementos que destaca San Mateo en este relato pascual (cf Mt 28,1-10) describen una teofanía, una manifestación de Dios: un gran terremoto sacude la tierra, un ángel del Señor baja del cielo y muestra, con su conducta, haciendo rodar la piedra del sepulcro y sentándose encima, que el sepulcro de Jesús está definitivamente abierto; es decir, que Dios ha triunfado permanentemente sobre la muerte. Se comprende, ante esta irrupción de lo divino, el temor que experimentan los guardias y también las mujeres.

El mensaje del ángel es muy claro: “No está aquí, pues ha resucitado como lo había dicho” (Mt 28,6). El Señor había anunciado su pasión, su muerte y su resurrección y ese anuncio se ha cumplido. El Crucificado está vivo. Ya no está en el sepulcro: “Aquél a quien la virginidad cerrada había traído a esta vida, un sepulcro cerrado lo devolvía a la vida eterna. Es un prodigio de la divinidad el haber dejado íntegra la virginidad después del parto y haber salido del sepulcro cerrado con su propio cuerpo”, comenta San Pedro Crisólogo.

Leer más... »

21.04.11

Viernes Santo

Homilía para el Viernes Santo

En la unidad de la Pascua, la Iglesia celebra la Pasión del Señor. Sin fe, no tendría mayor sentido esta celebración. Podría tratarse, a lo sumo, del recuerdo de los sufrimientos de un justo, de una especie de vindicación de su memoria. Pero no es este el espíritu que subyace al Viernes Santo, porque reivindicar la memoria de un justo, siendo algo noble en sí, es también algo incompleto y, en cierto modo, imposible.

El recuerdo del justo constituye una expresión de protesta frente al oprobio y la injusticia y una manifestación del deseo de que ese oprobio y esa injusticia no se repitan. Pero, por más que lo deseásemos, si todo dependiera de nosotros, el justo muerto injustamente permanecería en el sepulcro y seguiría siendo, reivindicado o no, víctima de la injusticia.

Pero no todo depende de nosotros. Más bien, al final, todo depende de Dios. Él sí puede rehabilitar al justo, porque puede rescatarlo de la muerte para abrirle paso a la vida definitiva; a una vida que ya nada ni nadie podrá segar. Sólo Dios es, en última instancia, el garante de la justicia.

Cristo es, sin duda alguna, el Justo. No hay nada en Él que merezca castigo. Él es el más perfecto, el más solidario, el más santo de los hombres. Hasta tal punto quiso tendernos la mano que “soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes” (cf Is 52,13- 53,12).

Leer más... »

Los amó hasta el extremo

Homilía para la Misa vespertina de la Cena del Señor

El evangelio de San Juan nos proporciona la clave para interpretar el sentido de la Pascua del Señor: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). La muerte de Jesús, el “paso” de este mundo al Padre, es la culminación del amor que había presidido toda su vida.

El amor incondicional de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, no retrocede ante nada y no se deja vencer por nuestro rechazo y por nuestra infidelidad. Llega hasta el extremo de asumir la muerte, consecuencia del pecado, para vencerla. Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, tal como había testimoniado Juan el Bautista (cf Jn 1,29).

Él es el Siervo que muere por los pecados del pueblo, dejándose conducir a la cruz “como un cordero llevado al matadero” (Is 53,7). Él es el Cordero pascual, sin tacha, que rescata a los hombres al precio de su sangre (cf 1 Cor 5,7). Él es también el Cordero exaltado al cielo por su resurrección (cf Ap 5). Como escribe Melitón de Sardes en una homilía sobre la Pascua, Él es “aquel que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro”.

Con la institución de la Eucaristía en la última Cena – institución que San Pablo recoge en la primera carta a los Corintios (cf 1 Cor 11,23-26) - , el Señor ofrece por sí mismo la vida que se le quitará en la cruz: “Transforma su muerte violenta en un acto libre de entrega por los otros y a los otros […] Él da la vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida la resurrección”, comenta Benedicto XVI.

Leer más... »

19.04.11

La Pasión de Cristo: Getsemaní

“Todo lo que al Señor se refiere es infinito, y lo que observamos en una primera mirada es sólo la superficie de algo que comienza y termina en la eternidad”. La frase es del beato John H. Newman, de uno de sus “Discursos sobre la fe”. Contemplar a Cristo es un ejercicio que no tiene fin, que dilata los horizontes de nuestra vida abriéndola a la vida de Dios.

La Semana Santa nos invita a practicar este ejercicio, con un espíritu de adoración más que de investigación. En el estremecedor discurso de Newman la atención se dirige a los “padecimientos que nuestro Señor padeció en su alma inocente”, a los “sufrimientos mentales” y no solo a los físicos. Es más fácil percibir, en los otros, el dolor del cuerpo que el dolor del alma. El dolor físico suscita nuestra compasión. Las imágenes de un Cristo lacerado despiertan nuestra sensibilidad, como la despierta la visión de otro ser humano que experimenta el dolor. En cambio, el sufrimiento del alma, del alma del otro, resulta mucho más difícil de compartir. Solemos dejar solo al que se ve aquejado de este mal. Nos asusta tanto, nos incomoda hasta tal punto, que huimos instintivamente, porque tememos el contagio con mayor miedo que el contagio de la peste. El dolor del otro no es, automáticamente, mi dolor. Pero el sufrimiento del otro sí amenaza con convertirse en mi sufrimiento.

Jesús poseía un alma como la nuestra y “padeció su pasión redentora en el alma tanto como en su cuerpo”. Lo que hace más costoso el dolor, observa Newman, es que no podemos evitar pensar en él mientras sufrimos. Y, encima, también la memoria, y no solo el entendimiento, convierte el dolor en insufrible: “la memoria de los precedentes momentos dolorosos actúa sobre el dolor que sigue y lo va acercando a un límite”.

El dolor de Cristo es aun más singular que el nuestro. No es solo un dolor consciente, como el nuestro, ni solo un dolor con memoria, como el nuestro; es, a diferencia del nuestro, un dolor voluntario. Jesús, Dios y hombre, sufrió porque “quiso” sufrir, porque quiso, en su soberana voluntad, aceptar el sufrimiento: “No hizo nada a medias. No apartó su mente del dolor, como hacemos nosotros. No dijo una cosa, para retirarla luego. Habló y actuó en consecuencia”.

La Pasión de Cristo es, de este modo, una Pasión activa: “Su pasión fue en realidad una acción. Vivía intensísimamente mientras languidecía, desmayaba y moría. Murió por un acto de su voluntad, pues inclinó su cabeza en señal de mandato y de resignación al mismo tiempo, y exclamó: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’. Jesús entregó su vida, no la perdió”.

Nos falta, pienso, profundizar en el misterio de la Encarnación, tratando de adentrarnos, en esa mirada que se abre al infinito, en cómo el Hijo de Dios no sólo se hizo hombre, sino en que vivió como hombre en la tierra y en que como hombre vive para siempre en el cielo: “Dios era quien sufría. Dios sufría en su naturaleza humana”, dice, no sin audacia, Newman.

Leer más... »

Lo de menos es la excomunión

No es fácil deslindar los campos de la moral y del derecho. Sin duda, ambos terrenos se entrecruzan y, a la larga, un derecho completamente separado de la moral no puede subsistir. Un derecho sin ninguna referencia moral es arbitrario e irracional. Llegaría a imponerse, quizá, con la fuerza, pero jamás podría convencer.

El derecho mira, sobre todo, a la regulación de la vida común. La moral, sin olvidar la vida común, apela no solo a la ley positiva sino a lo que en conciencia podemos hacer o debemos evitar.

No hay una equivalencia automática entre mal moral y delito. Y, en justicia, no siempre deben coincidir ambas cualificaciones. Si yo pienso negativamente de otra persona, ese pensamiento mío puede ser injusto, pero no necesariamente ha de ser contrario al derecho positivo. Piense lo que piense, por solo pensar, no se va a ver alterada la vida común. De mis pensamientos sabemos Dios y yo. No pueden saberlo los demás, si no manifiesto mi pensamiento a otros.

Algo así sucede también en la vida de la Iglesia. Existe un derecho canónico, porque la Iglesia es una sociedad. Pero el derecho canónico, tan importante y tan necesario, no agota, ni lo pretende, la vida moral.

Algunos comportamientos inadecuados están sancionados en el derecho de la iglesia como delitos canónicos. Pero no debemos perder la perspectiva: El mal es mal no, ante todo, por ser delito. Si algo es delito es porque, previamente, es un mal.

Determinados males no están tipificados, que yo sepa, como delitos en el código canónico. Y no porque sean males de segunda fila, males “menores, o “cuasi-bienes”. Hay comportamientos que ya llevan consigo la suficiente condena instintiva, social y penal (en la legislación del Estado, por ejemplo) que hacen innecesaria una tipificación canónica.

Creo que no está tipificado como delito canónico el que un hijo mate a su madre. Ni lo está ni tiene por qué estarlo. No hace falta que la ley de la Iglesia advierta con penas añadidas de la gravedad de un comportamiento que es en sí mismo tan grave que cualquiera puede tomar conciencia de su malicia.

En cambio, otros males sí están tipificados en la legislación de la Iglesia como delitos. Yo creo que se trata de una medida pedagógica: “¡Cuidado!, se nos dice, esto, que quizá la sociedad civil apruebe o no condene, no vale para un discípulo de Cristo. “¡Cuidado!, se nos recuerda, esto, que la sociedad civil considera indiferente, supone un daño grave para la comunidad de los creyentes.

A la hora de juzgar la responsabilidad penal de un presunto delincuente, la justicia – del Estado o de la Iglesia – ha de extremar las precauciones. Nadie es culpable mientras no se demuestre. Es más, las leyes penales se han de interpretar estrictamente. Y eso otro de “en caso de duda, pro reo”.

La histeria de la “tolerancia cero”, que parece haberse desencadenado en el ámbito canónico exclusivamente en casos de abusos sexuales, me parece, en principio, muy poco sensata. A ver si en aras de la eficacia vamos a pasar por encima de la justicia y de sus exigencias. Tolerancia con los abusos, ninguna. Precipitación “administrativa”, tampoco.

Leer más... »