InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Categoría: General

12.03.10

La parábola de la reconciliación

Homilía. IV Domingo de Cuaresma. Ciclo C

El evangelio de San Lucas ofrece, en el capítulo 15, tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo. San Ambrosio señala, en las tres parábolas, una misma finalidad: “para que estimulados por estos tres remedios curemos las heridas de nuestra alma”. Jesucristo es el pastor que carga con cada uno de nosotros sobre sus hombros; la Iglesia es la mujer que enciende la luz y barre la casa hasta encontrar la dracma perdida; y Dios es el padre siempre dispuesto a que nos reconciliemos con Él. “Dios mismo – escribe San Pablo – estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados” (2 Cor 5,19).

Dios es el padre misericordioso que no teme repartirnos los bienes que nos tocan en herencia: la razón y la libertad. Podemos emplear estos dones como un cauce para adherirnos sin coacciones a nuestro Creador o como un pretexto para ensayar una vía alternativa. De nosotros depende optar por nosotros mismos, despreciando a Dios, o bien elegir nuestro auténtico fin, que consiste en vivir como hijos de Dios. Si preferimos edificar nuestra existencia al margen de Dios, no tenemos derecho a atribuirle a Él nuestros fracasos. Sin Dios, el hombre corre el riesgo de dilapidar su fortuna, de verse reducido a la condición de un mero animal, envidioso de la suerte de los cerdos que tienen algarrobas a su alcance.

La parábola ilustra, en buena medida, la suerte de un mundo edificado sobre el olvido de Dios. Cuando el mundo se olvida de Dios, en la tierra se abre el infierno, y el hombre – o el Estado – usurpa a Dios “el derecho de decidir lo que es bueno y lo que es malo, de dar la vida y la muerte”. En efecto, “hay filosofías e ideologías, pero también cada vez más modos de pensar y de actuar que exaltan la libertad como único principio del hombre, en alternativa a Dios, y de ese modo transforman al hombre en un dios, pero es un dios equivocado, que hace de la arbitrariedad su sistema de conducta”, ha recordado Benedicto XVI.

Conviene cultivar la memoria del amor. Por grande que llegue a ser nuestra lejanía de la casa del padre, si, en algún momento de nuestra vida, hemos experimentado el amor de Dios sentiremos la nostalgia de volver a Él, de sustituir el vacío de la distancia por la riqueza de la proximidad. Es el recuerdo el que hace recapacitar al hijo pródigo de la parábola. La experiencia cristiana nos impulsa a almacenar recuerdos, a incrementar la memoria de los hijos, a desear el mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta.

La casa de Dios es la Iglesia: “El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esa vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia” (Catecismo, 1439). La fe nos dice que la reconciliación con Dios es inseparable de la reconciliación con la Iglesia:

“Ir al padre quiere decir entrar en la Iglesia por la fe, en donde ya puede hacerse una confesión legítima y provechosa de los pecados”, escribía San Agustín. La memoria del amor de Dios, de su paternidad, debe suscitar en nosotros la añoranza de volver a estar en la Iglesia.

Guillermo Juan Morado.

10.03.10

Haz patria, mata a un cura

“Haz patria, mata a un cura”, dicen que fue una frase famosa en algún país del orbe. Si se trata de un cura, vía libre. Todo vale, tolerancia cero. Mata que, al final, no dejan viudas que puedan reclamar pensión, no tienen sindicato, no hay partido que los vindique ni memoria histórica que se acuerde de ellos.

Y si es un cura comprometido con lo social, el primero, pensaban los artífices del “mundo nuevo”. No dejes que te lleven la delantera. Esa raza de víboras, de sepulcros blanqueados, de vividores a costa del erario público, de holgazanes a sueldo, de vagabundos ociosos e indeseables, no tienen derecho ni a la vida. Guillotinas, faltan guillotinas, y no sigo citando para que no me denuncien a la Sociedad de Autores.

Estos ataques no son nuevos. Son tan viejos como viejo es el hombre. La novedad, relativa, es que se escribe desde dentro de la Iglesia con el mismo (aparente) odio, con el mismo (aparente) desprecio con el que tantas veces se dispara desde fuera.

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7.03.10

No cansarse de rezar por la vida

La aprobación de la reciente, y aun más injusta, ley del aborto no debe ser un motivo para dejar de orar por la vida, por el respeto a la vida humana, especialmente a la vida de un ser humano inocente, en cualquier fase de su desarrollo.

Orar ayuda a situarse en la verdad de lo que somos: criaturas de Dios, destinatarios de sus dones. Y, entre estos dones, el primero y fundamental es el don de la vida. No es el bien más importante, pero sí es el más básico, ya que, sin él, no son posibles los otros bienes.

Privar a un inocente de su vida es un homicidio, por más revestimientos lingüísticos que pretendan enmascarar lo que no admite disfraz. Convertir en legal lo que es radicalmente inmoral desprestigia el derecho y corrompe, desde la perspectiva ética, la legitimidad de un sistema político.

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6.03.10

Fondo y forma

Los humanos tendemos, a veces, a la dicotomía, a la división bipartita, quizá por un deseo de simplicidad: lo bueno y lo malo, lo caliente y lo frío, lo bello y lo feo.

Pero, frente a esa búsqueda de brevedad y sencillez, se alza lo real. Y lo real, al menos la realidad terrena y mundana, no suele ser tan simple. Más bien se presta a matices, a eso que los italianos, con una palabra genial, llaman “sfumature”. Un mundo sin grados, sin tonos, sin variedades, sería o excesivamente grande para ser un mundo, o bien excesivamente uniforme.

Salvo Dios, que en su grandeza excede la complejidad de lo no divino, las demás realidades resultan complicadas, incluso enmarañadas y difíciles. ¿Quién es, en el día a día de nuestras vidas, completamente bueno? ¿Quién completamente feo? ¿Quién completamente falso?

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5.03.10

La paciencia y los frutos

Domingo III de Cuaresma (Ciclo C)

El Señor recuerda en el evangelio la necesidad de la conversión: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera” (Lc 13,3). Los distintos acontecimientos, también las desgracias, pueden ser interpretados como una llamada a cambiar de dirección en el camino de la vida, para dejar el pecado y la superficialidad y abrirnos a lo que verdaderamente cuenta: Dios y su reino.

Para todos los cristianos, la conversión es una tarea ininterrumpida, porque nunca respondemos completamente al amor misericordioso de Dios. Dentro de nosotros mismos pueden quedar parcelas de egoísmo, de resistencia a la gracia. Queremos seguir a Cristo, quizá, pero no queremos seguirle con todas las consecuencias. Tenemos la tentación de conformarnos con la mediocridad, con un cristianismo que no suponga un excesivo esfuerzo, con un no ser malos del todo, sin aspirar tampoco a ser buenos del todo.

Cristo no se conforma con poco. Él, que nos ha amado hasta el extremo, espera nuestra correspondencia a su amor, porque en esta correspondencia está nuestro bien: Con la conversión “se apunta a la medida alta de la vida cristiana, se nos confía al Evangelio vivo y personal, que es Cristo Jesús. Su persona es la meta final y el sentido profundo de la conversión, él es el camino sobre el que estamos llamados a caminar en la vida, dejándonos iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos”, enseña Benedicto XVI.

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