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4.07.15

Orgullo

Se ensalza mucho la palabra “orgullo”, como si el hecho de ser –  o sentirse – orgulloso de algo fuese, en sí mismo, una virtud. Realmente la palabra “orgullo” tiene, más bien, una connotación negativa: “Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas”, dice el “Diccionario”.

El orgullo suele coincidir, pues, con el exceso: bien sea de altanería, de insustancialidad o de aprecio de uno mismo. Los excesos no son buenos. Y el orgullo, aun en el hipotético caso de que nazca de causas nobles, no es muy noble. Lo noble es la humildad, el antónimo por excelencia del orgullo.

La humildad es compañera de la verdad. El orgullo lo es de la mentira, aunque esta mentira se disfrace de “piadosa”. En el plano de la verdad, uno puede sentirse conforme con lo que es, o agradecido, o resignado o hasta desgraciado. No creo que nunca uno pueda sentirse orgulloso de nada.

Expresiones como “estoy orgulloso de mis padres” o “de mi patria” o de… no dicen, si vamos al fondo, gran cosa. Por buenos que sean nuestros padres, ninguno de nosotros ha podido elegirlos. Ni tampoco el lugar de nuestro nacimiento.

El orgullo está peligrosamente cerca de la soberbia; tan cerca que casi se identifica, en su apuesta por el exceso, con ella. Y la soberbia, lo sabemos, es uno de los pecados capitales, quizá el más capital de todos ellos; o sea, es un pecado, un vicio, que da origen a muchos otros.

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