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13.05.14

Kenosis. Ensayo sobre el dolor humano a la luz del dolor de Cristo

JESÚS MARÍA FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, Kenosis. Ensayo sobre el dolor humano a la luz del dolor de Cristo, ITC, Santiago de Compostela 2014, 333 páginas, ISBN 9788494240249.

1. D. Jesús María, a lo largo de los años, nos ha ido regalando muchos textos. Menciono solamente algunos de ellos: Memorias de Marcos el Evangelista (dos volúmenes; 2003-2004), Creer a pesar del dolor (2006), A la sombra del Padrenuestro (2009).

Acercarse a los libros de D. Jesús María es acercarse, en primer lugar, a la Sagrada Escritura. En la Biblia está la fuente por antonomasia de su reflexión y de su meditación. Él ha asumido con plena convicción la enseñanza del Concilio Vaticano II en la constitución Dei Verbum: “Las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios y, por ser inspiradas, son en verdad la palabra de Dios; por consiguiente, el estudio de la Sagrada Escritura ha de ser como el alma de la Sagrada Teología” (DV 24).

Una teología, por erudita que fuese, si se aparta de la inmediatez de la Escritura, leída en la tradición de la Iglesia, se vuelve una teología muerta, sin alma; un cadáver más o menos adornado con conceptos y razonamientos.

Junto a la Escritura, y no en una mera yuxtaposición a la misma, sino en una auténtica convergencia, que nace del diálogo entre la palabra de Dios y la propia vida, está la experiencia personal de D. Jesús María. La experiencia de un sacerdote que lee su vida como si fuese una partitura de canto gregoriano, formada de arsis y tesis, de ascensos a las cimas y de descensos a las simas (cf p. 14). Una partitura en la que Dios se hace presente para ayudar a descubrir al autor que el ejercicio del ministerio sacerdotal comprende ser, a la vez, como Cristo, sacerdote y víctima (cf. p. 15).

La experiencia del dolor humano se abre al misterio del dolor de Cristo, a la co-redención con Él y a la compasión con todos.

Una tercera fuente – además de la Sagrada Escritura y de la experiencia vital – la constituye, a mi juicio, la compañía de muchos autores, cuyas obras han sido leídas muchas veces: Olegario González de Cardedal, S. Kierkegard, San Agustín, H. U. von Balthasar o Miguel de Unamuno, por citar solamente algunos de ellos. La abundante bibliografía que figura al final del libro da cuenta, además, de la erudición de D. Jesús María y de su amplio conocimiento de muchos nombres destacados en el ámbito teológico y filosófico.

2. El título del libro describe perfectamente su contenido y el tipo de aproximación que se hace al mismo: Kenosis. Ensayo sobre el dolor humano a la luz del dolor de Cristo.

La palabra kenosis no es una palabra más del vocabulario bíblico. M. Kähler escribió que los evangelios son “historias de la pasión con una extensa introducción”. Y W. Kasper afirma. “La cruz no es solo la consecuencia de la conducta terrena de Jesús, sino el objetivo de la encarnación; no es un apéndice, sino lo que da sentido al acontecimiento de Cristo y es la meta final de todo lo demás. Dios no se habría humanado de no haber penetrado en el abismo y en la noche de la muerte” (El Dios de Jesucristo, Salamanca 1986, 220).

Cristo, siendo de condición divina, “se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo” (Flp 2,7). Dios no de desdiviniza, ya que ello es imposible, pero sí siente desde la eternidad compasión por nuestra miseria. Como decía Orígenes: “Caritas est passio”.

La kenosis de Cristo Jesús, la kenosis de Dios, es el eje a la luz del cual D. Jesús María se adentra en el abismo del dolor humano, en el profundo interrogante que el dolor plantea; un interrogante que no es, ante todo, una pregunta por el hombre, sino una pregunta por Dios, por la veracidad de su compromiso con el hombre.

El dolor humano solo encuentra consuelo si se abre al dolor de Cristo. Él es el Cordero de Dios que porta sobre sí el sufrimiento de la humanidad. A la luz del dolor de Cristo, el dolor humano encuentra la consolación que brota del amor: “El dolor, porque ha sido vivido por el Hijo de Dios, es acogido y abrazado en su amor que transforma y recrea” (R. Fisichella).

La obra de D. Jesús María es un ensayo, un género literario que permite al autor desarrollar sus ideas con mayor agilidad y, sin detrimento del rigor intelectual, conferir a la obra un marcado tono personal y un estilo de gran fuerza expresiva. Por ejemplo, al referirse a cómo la Iglesia ha de transmitir la verdad de Dios, nos dice el autor: “Sin preguntas elocuentes, sin distinciones groseras o interesadas, sin sobar la gracia recibida, que por ser divina es muy delicada. Así creo yo que debe actuar la Iglesia al transmitir al mundo la verdad de Dios que es su Gloria [….] Las rosas hay que ofrecerlas en su mismo tallo, y la nieve en la alta montaña. Toda otra forma de ofrecerla es degradarla. Es así como Dios nos regala su Gloria y así debe ser como la Iglesia debe transmitirla” (p. 271).

El libro está articulado en tres partes. La primera se titula “la kenosis de Dios”: en el seno de la Trinidad, en la creación, en la Encarnación, en la Cruz, en el descenso a los infiernos. La segunta parte se titula “la kenosis eucarística”: la Iglesia kenótica y la kénosis del creyente. La tercera parte ofrece un “epílogo testimonial para un creyente agónico”.

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10.05.14

La puerta humilde

Homilía para el IV Domingo de Pascua (Ciclo A)

Jesús se define a sí mismo como la puerta que conduce a la vida: “Yo soy la puerta de las ovejas: quien entre por mí se salvará” (Jn 10,9). “Él se llama puerta por ser el que nos conduce al Padre”, dice San Juan Crisóstomo. La súplica de los profetas: “Ojalá rasgases el cielo y descendieses” (Is 63,19) ha sido escuchada. Jesús es el Verbo encarnado, la verdadera puerta del cielo descendida a la tierra (cf Jn 1,51), el único Mediador por el cual los hombres tienen acceso al Padre.

Por su Pasión y su Resurrección, Cristo ha cruzado ya los umbrales de la muerte. Él es el Viviente, el Santo y el Verdadero que, como dice el Apocalipsis, tiene la llave de David que da acceso a la nueva Jerusalén, al cielo, “de forma que si él abre, nadie cierra, y si él cierra, nadie abre” (Ap 3,7). En la tierra, el germen y el principio del reino de los cielos es la Iglesia, el redil “cuya puerta única y necesaria es Cristo” (Lumen gentium 6).

¿Cómo se entra por esta puerta? Sabemos que es estrecha (cf Mt 7, 14) y que no se puede traspasar sin la humildad: “Cristo es una puerta humilde; el que entra por esta puerta debe bajar su cabeza para que pueda entrar con ella sana”, comenta San Agustín. Y en otro pasaje añade el Santo Doctor: “Entra por la puerta el que entra por Cristo, el que imita la pasión de Cristo, el que conoce la humildad de Cristo, que siendo Dios se ha hecho hombre por nosotros”.

El apóstol San Pedro incide en la humildad como elemento esencial del testimonio cristiano; un testimonio que incluye la disponibilidad a sufrir con paciencia penas injustas. Se trata de seguir las huellas de Cristo, el Pastor y Guardián de nuestras almas, que en su pasión “no devolvía el insulto cuando lo insultaban; sufriendo no profería amenazas; sino que se entregaba al que juzga rectamente” (1 Pe 2,23). La vía de la humildad es el camino que nos permite acercarnos a Cristo, adherirnos a Él, seguirle y atenernos a su mensaje.

El que entre por la puerta de Cristo se salvará. Podrá así escapar a la muerte y alcanzar la vida definitiva. La Iglesia es el ámbito donde encontramos, en la palabra de Dios y en los sacramentos, el pasto abundante que sacia nuestra hambre y nuestra sed; el lugar de la vida, de la actividad y de la libertad, del amor y de la solidaridad mutua.

“Ha resucitado el Buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey”, dice la liturgia. La fe pascual infunde en nuestros corazones la serenidad y la confianza. Cristo camina delante de nosotros y su voz nos acompaña disipando el miedo. Él “me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 22).

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9.05.14

Regreso a Roma

Creo que era Chesterton quien decía que nadie debería ir a Roma si no tiene la garantía de volver. Yo estoy de acuerdo con ese pensamiento. De un modo similar, pero en el lenguaje de la publicidad, he visto que, en algunos autobuses, refiriéndose a un torneo de tenis, había un anuncio con fotos de Rafa Nadal y de otros tenistas. Y el lema era así de claro: “Tutti hanno il tennis, solo noi abbiamo Roma”.

Por la mañana, apenas nace el sol; a medio día, cuando brilla en todo su esplendor, o por la noche, con los monumentos y los puentes iluminados, Roma es Roma. “Tutti hanno…” lo que sea. Pero solo Roma es Roma.

Una revisita a Roma, sobre todo en primavera o en otoño, es una experiencia enormemente recomendable. Como uno tiene sus gustos y sus querencias, tiende, uno, a repetir itinerarios, a no cansarse de ver de nuevo lo ya visto. A modo de ejemplo: la Piazza del Popolo, la via del Babuino, la Piazza de Spagna, la elegante Via dei Condotti… O Santa Maria Maggiore, Santa Prassede, San Pietro in Vincoli, Colosseo, Fori Imperiali, Campidoglio…Y, siempre, la Piazza Navona, Pantheon, Piazza della Minerva… Avventino… Trastevere… “Solo noi abbiamo Roma”.

Roma es, también, la Iglesia. Es San Pedro. Y, en San Pedro, me ha emocionado celebrar la Santa Misa en la Capilla Clementina. Y rezar ante la tumba de San Juan Pablo II – muy próxima a La Piedad de Miguel Ángel – y ante de la de San Juan XXIII.

Y la Cabeza visible de la Iglesia es el Papa. El domingo, a las 12, el Regina Coeli. Con una Plaza de San Pedro a rebosar de fieles. Y, el miércoles, la audiencia general. Con un Papa que sale a la Plaza antes de la hora fijada y recorre cada tramo, cada cuadrícula, para que todos los fieles, numerosísimos, que acuden puedan “ver a Pedro”.

Yo también he podido “ver a Pedro” en la persona del Papa Francisco. Me habían colado entre los argentinos que ocupan un lugar preferente a un lado del estrado en el que se sitúa el Papa. Tras la catequesis, Francisco saludó, por más de media hora, a los enfermos, uno a uno. Luego, a unos reclusos de una cárcel. A los que ocupaban el lugar de enfrente del mío, seleccionados por la Prefectura de la Casa Pontificia, a los “sposi novelli” y, finalmente, a los argentinos y asociados, entre ellos, a mí.

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30.04.14

Treinta y un días de Mayo

¿Por qué la Iglesia ha escogido Mayo para tributar un culto especial a la Virgen? Con este interrogante comienza el Cardenal Newman un precioso texto en el que, siguiendo las Letanías Lauretanas, contempla la presencia de Nuestra Señora en la historia de la salvación.

Mayo, nos dice Newman, es el mes de la fiesta y de la alegría; el mes de la promesa y de la esperanza. El mes en el que la tierra se cubre de hojas frescas y de hierba verde; en el que los árboles se visten de brotes y las flores irrumpen en los jardines; en el que el Sol amanece antes y se oculta más tarde. Mayo es el pregón que anuncia el esplendor del verano…

Mayo es también el período más sagrado, alegre y festivo de todo el año. Mayo es la Pascua y la Ascensión que preludia Pentecostés. Es el mes del “Aleluya", del canto nuevo que proclama la victoria de Cristo y la venida del Espíritu Santo.

Los treinta y un días de Mayo son otras tantas exultaciones de la grandeza de Dios, de las maravillas que obró en favor nuestro. Y por ello es el mes de María, la Rosa Mística, la primera criatura, aquella en la que de modo más resplandeciente brilla la belleza de la salvación.

Dicen que fue un rey español, Alfonso X el Sabio, quien en sus Cantigas asoció Mayo a María. En todo caso, ha sido una iniciativa feliz, que se ha extendido a toda la Iglesia.

El Misal de la Virgen María ofrece a todos los creyentes un manantial, casi inagotable, de motivos para aprender de la Virgen y para amar a la Virgen. De la riqueza de esta fuente dependen, en buena medida, las reflexiones que ofrecemos para los treinta y un días de Mayo. La devoción a María, rectamente enfocada, nunca nos puede apartar de Jesús. También el “Mes de Mayo” ha de ayudarnos a celebrar los misterios de la salvación, a los cuales está ciertamente asociada santa María Virgen (cf Directorio sobre la piedad popular y la Liturgia 191).

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28.04.14

San Telmo

El bienaventurado Pedro González, llamado comúnmente San Telmo, es invocado como “Protector de las gentes del mar”. Sus imágenes más conocidas lo representan vestido con el hábito dominicano, portando un barco en su mano izquierda y un cirio encendido en su mano derecha. Es verdad que San Telmo se entregó, en vida y después de su muerte, con singular empeño a ayudar a los marineros y pescadores. Sin embargo, no fue, estrictamente, “un hombre de mar”, sino de tierra adentro, un castellano nacido en Frómista; en la comarca de la Tierra de Campos, a no mucha distancia de Palencia. La fecha más probable de su nacimiento es el año 1190.

Frómista está situada en el Camino de Santiago, cerca del río Carrión. Una de las familias ilustres de la villa era la de los Gundisalvi, en cuyo seno nació Petrus Gundisalvi, Pedro González, San Telmo. Probablemente destinado desde niño al estado clerical, Pedro recibió una cuidada educación que potenció aún más las cualidades humanas que lo adornaban. En Frómista, los benedictinos, seguramente, regentaban una escuela monástica, que pudo frecuentar Pedro. Allí podría aprender a leer y a escribir, además de iniciarse en el conocimiento de la doctrina cristiana. Más tarde llegaría la enseñanza de las artes liberales: el trivium – con la Gramática, la Dialéctica y la Retórica – y el quadrivium – Aritmética, Geometría, Astronomía y Música - .

A los veinte años, en 1210, se traslada a Palencia, para ampliar su aprendizaje en el Estudio General. Su tío, D. Tello Téllez de Meneses, era el Obispo de la Diócesis desde 1209. Pedro González se integró en aquel ambiente cultural, sobresaliendo enseguida entre sus compañeros de estudio: “Provisto por la fortuna de un alma buena llegó a la cima de las letras en su transcurso de pocos años de modo que fue considerado destacado sobre muchos de sus contemporáneos”, se dice en el Legendario.

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