Misericordia, sí; burla, no

Nosotros, y cuando digo “nosotros” digo los pastores de la Iglesia y, en un sentido más amplio, los demás miembros de la misma, no somos dueños de los sacramentos. Somos “ministros”, servidores”, pero no dueños.

Dios, que ha querido acercarse al hombre, ha optado por enviar a su Hijo, que se hizo carne. Dios no está lejos, no permanece en una especie de olimpo separado de nuestra historia: Ha entrado, por la Encarnación, en nuestra historia.

Él se hizo hombre para que nosotros, por su gracia, pudiésemos llegar a ser hijos suyos. Es el “admirable intercambio” que adoramos, cada año, en la celebración de la Navidad.

Del Padre y del Verbo encarnado llega hasta nosotros el Espíritu Santo. En virtud de su acción, y en base a la promesa de Cristo, determinados signos sensibles se convierten en cauce de gracia.

Estos cauces de la gracia son los sacramentos de la Iglesia. La Iglesia es, en cierto modo, como una prolongación de la Encarnación. Es humana y divina, visible e invisible. Sin esa mediación de gracia, Dios no se acercaría hoy de un modo asequible, y garantizado, a cada uno de nosotros.

¿Se acerca a cada hombre, le habla a su conciencia? Sí, pero esta proximidad interior, siendo real, queda, en cierto modo, empañada por la subjetividad. ¿Cómo sé que cada palabra que llama a la puerta de mi conciencia viene de Dios y no de mí mismo?

En los sacramentos encontramos una objetividad que no encontramos siempre en la conciencia. En los sacramentos, Dios ha asegurado su intervención, si se celebran en la fe de la Iglesia y con la intención de la Iglesia. Y esa conformidad con la Iglesia es señal de su conformidad con la voluntad de Cristo.

¿Los sacramentos son para todos? Sí y no. Son, intencionalmente, para todos, ya que Dios a nadie excluye de su salvación. Pero no son, inmediatamente, para todos. Para que “todos” sean destinatarios de los sacramentos hace falta que “todos” – es decir, uno a uno – vayan entrando en ese Pueblo de salvación que es la Iglesia.

Separar los sacramentos de la pertenencia a la Iglesia, separarlos de la fe, sería reducir la revelación a la mera creación, la condición de cristianos a la condición de meras criaturas, la gracia a la naturaleza (caída). Y, sí, la gracia supone la naturaleza y la redención supone la creación.

La supone, pero es algo más. La supone y la plenifica. Sin que Dios se ponga límites a Sí mismo, ni a su poder y su misericordia.

Hemos llegado a un momento en el que, en conformidad con las Escrituras y la Tradición, tenemos que optar. O la Iglesia y los sacramentos sobran - porque si, automáticamente, se les administran a todos, sobran - , o bien, si tienen un papel, que nosotros no podemos más que reconocer – y nunca crear –, ese papel tiene su sentido en el marco de la fe. Y la fe es - tiende a ser - fe viva: profesión del Credo, vida moral, celebración litúrgica y oración cristiana.

Separar los sacramentos de ese contexto propio no es misericordia, es banalidad. Esa actitud de rebajas no ayudará a que nadie se acerque a la fe. Ayudará a que la fe, y los sacramentos de la misma, sean objeto de burla. Así no se evangeliza. Así se desacredita el Evangelio.

Guillermo Juan Morado.

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