Alfonso de Valdés
Erasmo de Rotterdam
Con justicia se considera a Erasmo de Rotterdam como el prototipo de “hombre del Renacimiento”. La razón principal es el amplísimo catálogo de materias que trata: literatura, poesía, filosofía, teología. Según Menéndez y Pelayo, no fue genial en ninguna, pero sí interesante en todas; su estilo incisivo, destreza polémica y capacidad de advertir el núcleo del asunto de debate sin perderse en recursos estilísticos (tan frecuentes en su época), le convierten en autor moderno. Su latín, sin ser muy depurado, satisface con mucho la tarea didáctica para la que está pensado, hasta el punto de que sus textos fueron empleados para la práctica de dicha lengua en muchas escuelas y universidades, facilitando así la circulación de las ideas que contenían. Su amor a la antigüedad tanto clásica como cristiana, a las que rescata y une amigablemente, es el molde sobre el que se va a fundir el pensamiento y el arte de todo un siglo, y que por él principalmente se puede llamar “Renacimiento”.
Sería difícil dar una idea real del impresionante impacto que tuvo la obra de Erasmo en la Cristiandad de su tiempo. Sus obras se leían en las cortes y cátedras de toda Europa, pero también en los conventos, las tabernas de estudiantes y las tertulias de los filósofos. Protegido, admirado y amigo de papas, reyes, cardenales y obispos, tuvo apasionados defensores y no menos apasionados detractores. Su epistolario con unos y otros (y de estos entre sí) era tema corriente de debate en el mundo intelectual. Se consideró en su propio tiempo un referente de la cultura latina, vale decir Occidental en lenguaje actual. Todo el mundo conocía a Erasmo en su tiempo; la mayoría le respetaba, y no pocos le veneraban.
La biografía de Erasmo explica en parte su visión de la Iglesia. Hijo ilegítimo de un párroco y su ama de llaves, quedó huérfano y pobre en la adolescencia, al morir sus padres víctimas de una epidemia en 1483. Para garantizar su futuro, su tío y tutor le forzó a ingresar en un monasterio de agustinos, careciendo de vocación para ello. Fue ordenado a los 25 años, y finalmente logró una dispensa de sus funciones y abandonar la vida religiosa y sus votos, que aborrecía. También halló defectos a los estudios teológicos en París en su paso por la Sorbona. No poca parte de sus invectivas contra frailes y escolásticos proviene de su frustrante experiencia.
Aquí únicamente trataremos sus trabajos teológicos, contenidos fundamentalmente en los “Coloquios”, y la célebre “Elogio de la locura”. Fue la intención de Erasmo sintetizar y depurar la espiritualidad cristiana dentro de la Iglesia católica, afectada de mundanismo en su época (como tantas otras). Realizó una magnífica nueva versión griega y latina de la Biblia (simultáneamente a la de los sabios de la Políglota Complutense, algo más tardía por ser mucho más compleja y revisada), y nadie puede dudar de la sinceridad de su cristianismo. Mas le perdió un vanidad de autor y su pasión de reformador. Con un latín ágil y plagado de buena retórica, fustigó de modo enérgico y destemplado cuanto consideró vicios dentro de la Iglesia. Pero fue más allá, hasta conmover devociones y piedades legítimas.
Las obras citadas son el ejemplo: para criticar la simonía, el lujo, la ignorancia y las costumbres profanas de los prelados, se pone en duda su autoridad; para denunciar los ingresos forzados en religión (como el suyo), rebaja los votos por debajo incluso de los matrimoniales; para reprobar a quienes se confiesan sin verdadera conversión, siembra dudas sobre la eficacia del propio sacramento; para desenmascarar a quienes fingían apariciones o traficaban con falsas reliquias, hace burla apenas disimulada de las auténticas; para reprender a clérigos o religiosos que se aprovechaban de la superstición de las gentes, injuria la vida consagrada, muy especialmente la de los frailes, contra los que no ahorra invectiva, ni tiene cosa buena que decir; para zaherir a quienes practican devociones católicas sin un corazón convertido, las llama fariseísmo a todas; en fin, para censurar las sofisterías de la mala teología, descalifica a todos los teólogos por igual, mezclando realistas con nominalistas y escolásticos con occamistas. Con su pluma acerada, hace apología del espiritualismo y la piedad a base de dar a entender (a veces con sutileza, y otras con poca de ella) que todas las tradiciones y rituales son vacíos o judaizantes, e invención de los hombres. Como se diría en lenguaje actual, Erasmo arroja al niño con el agua sucia de la bañera. Se trasluce además en su estilo una característica muy nórdica: la incomprensión por las devociones populares y la piedad gestualizada, tan cara al mundo latino.
Se ha dicho, no sin razón, que cuanto Lutero enseñó poco después, está en germen en el propio Erasmo, que simplemente no se atrevió a ir hasta el consecuente final de sus propias críticas a la Iglesia. Cierto es que el holandés siempre quiso una reforma y no una ruptura, que defendió el libre albedrío frente a Lutero (el cual le halagó al inicio para atraérselo, y al ver frustrado su intento le motejó de “ateo, epicúreo, blasfemo y escéptico”), y que murió dentro del seno de la Iglesia. Pero el mal de sus escritos ya estaba hecho: circulaban por toda Europa, y quienes los leían sacaban conclusiones más allá de lo que el propio Erasmo tal vez se hubiese atrevido. Pocas veces un ingenio cristiano tan luminoso ha dado frutos tan poco provechosos para la fe.
Las propuestas de Erasmo fueron menos brillantes y desarrolladas que sus invectivas. Propugnaba, no un regreso a la sencillez evangélica, sino más bien un empobrecimiento de la piedad cristiana, constriñéndola a actos más interiores y subjetivos. Compárese con la reforma que había hecho ya a finales siglo viejo el gran Cisneros, que restauró completamente la vida monástica en los conventos de la orden franciscana en España, pero a base de devolverlos a la pureza de su regla original, no despojándolos de su misión. El tiempo le quitó la razón a Erasmo en el magno concilio de Trento, verdadera reforma de una Iglesia que ciertamente la andaba necesitando, y gloria por cierto de la orden jesuita y de España.
Como era frecuente entre los sabios, pero más que ningún otro, Erasmo mantuvo correspondencia epistolar con toda la intelectualidad cristiana de la época. Fue un autor muy polémico en vida, recibiendo apasionados apoyos tanto como furibundos detractores. Con unos y otros tuvo muchas palabras (y entre sus cartas no faltan algunas de tanto valor como sus libros), y polémicas tratadas en buen latín, a veces con estilo fino y mordaz y, otras veces- según interlocutor y temperamento- con palabras gruesas y hasta ofensivas, que era moneda más común en la época de lo que tendemos a pensar. No pocos de esos apoyos y críticas viajaron desde España, entonces uno de los centros del saber europeos, y con muchos hispanos mantuvo el de Rotterdam trato epistolar, tanto enemigos como amigos (incluyendo Inquisición de algunos de sus escritos, cuya publicación en lengua vulgar acabó siendo prohibida, y la latina expurgada, en la península). Pasaremos por alto toda las polémicas en que se vio envuelto, que darían para varios artículos, y trataremos en este a uno de sus admiradores, muy relevante por lo encumbrado de su posición e influencia, y que podemos situar en el difuso margen que separa en ocasiones la ortodoxia de la heterodoxia.
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El cortesano Alfonso Valdés
Nuestro protagonista provenía de un antiguo linaje asturiano, afincado en Cuenca desde su conquista por Alfonso VIII en 1177, y que le dio numerosos cargos públicos. Hijo del regidor perpetuo de aquella ciudad, don Ferrando Valdés, Alfonso nació allí a principios de la década de 1490. Su madre María provenía de familia de conversos, y un tío suyo, don Fernando de la Barrera, fue quemado por el Santo Oficio acusado de relapso en 1491. Su hermano Andrés heredó el cargo familiar de regidor, y otro hermano, Juan (tal vez mellizo), devino un célebre protestante español.
Poco sabemos de sus primeros años, salvo que fue discípulo del humanista Pedro Mártir de Anglería. No es seguro que estudiase en la universidad de Alcalá. Sus primeros escritos datan de 1520, momento en el que su clara inteligencia y la preeminencia de su familia le habían proporcionado un altísimo puesto en la corte, nada menos que auxiliar del canciller imperial, Mercurino Gattinara, protector suyo mientras duró su privanza. Asistió a la coronación de Carlos V en Aquisgrán y a la Dieta de Worms, en los albores del protestantismo. Describe a Lutero como audaz y desvergonzado, y a sus libros como “venenosos”, atribuye todo a peleas entre frailes (sin alcanzar a ver la profundidad de la herida), pero también critica las profanas costumbres de los “romanos” y cree que León XIII erró al no convocar un concilio general para tratar los desórdenes y enseñanzas de los partidarios del exagustino. Una posición templada y nada fuera de la razón católica.
Alfonso regresó a España con el canciller, y desarrolló una carrera burocrática sólida y gris: escribiente ordinario de la cancillería en 1522, redactor de su puño y letra de las nuevas Ordenanzas generales mandadas publicar por Gattinara en 1524, registrador oficial poco después, secretario de cartas latinas de la cancillería imperial en 1526, con salario nada desdeñable de cien mil maravedíes anuales, y finalmente secretario del emperador, a secas, a partir de 1527, entrando así en el círculo de la privanza de Carlos V. Redactó personalmente algunos documentos históricos, como la infeudación del ducado de Milán a Francisco Sforza en 1524, las cartas del emperador al rey de Inglaterra y a Jacobo Salviati sobre el saco de Roma en 1527, la respuesta al reto caballeresco del rey de Francia en 1528, la carta al embajador en Londres sobre el divorcio de Enrique VIII, o la de la paz con Clemente VII, ambas en 1529, entre otras muchas de no poca relevancia, de su puño y letra, la mayor parte de las cuales aún se conserva.
De entre toda la burocracia, en su mayor parte dictada por el emperador, podemos destacar algunas ideas originales. Por ejemplo, en su relación sobre la victoria de Pavía en 1525, a partir de numerosas cartas y documentos de los militares y oficiales reales relacionados con la acción, en la que tilda la guerra con Francia de “guerras civiles entre cristianos” y loa la victoria del emperador, que le permitirá defender a la Cristiandad del peligro turco, y unificar a todos los católicos bajo un único príncipe, conquistando Constantinopla y Jerusalén según mandato divino, con profusión de citas bíblicas, todo en línea con la propaganda oficial que el reinado de Carlos V se esforzó por presentar. Asimismo, Valdés enfatiza particularmente el tono de la carta enviada por el emperador a Clemente VII y el colegio cardenalicio en 1526, quejándose de los agravios recibidos y solicitando la celebración de un concilio general. So excusa de tratar los graves asuntos que afectan a la Iglesia (aunque más pensando en la política que en la teología), Carlos, por pluma de Alfonso, incluso insinúa que por su autoridad como cabeza temporal de la Cristiandad, podría llegar a convocar el concilio aún contra la voluntad del papa, al modo de las disputas entre papas y emperadores germánicos del Medievo, situándose al borde del cisma. Actitud harto miope y peligrosa con la tormenta luterana descargando reciamente en toda Alemania y aún otras naciones.
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Las relaciones religiosas de Alfonso Valdés
En 1525 tenemos la primera prueba de la admiración de Valdés por Erasmo de Rotterdam. Un procurador del holandés, llamado Transylvano, escribe al secretario imperial, rogándole haga efectiva para Erasmo cierta pensión señalada por Carlos V, insinuando que le permitiría afincarse en Brabante y desde allí escribir contra Lutero, a lo cual no se atrevía en Alemania.
Para 1527 tenemos cartas de Valdés y Gattinara a la Universidad de Lovaina, prohibiendo en nombre del emperador se hable en contra de Erasmo, que era “inspiración para que la Cristiandad volviera a sus antiguas fuentes”. Ese mismo año tenemos cartas manuscritas en las que manifiesta su veneración por el humanista, y la impaciencia por leer sus libros, que abundan en España “a pesar de los clamores a todas horas de los frailes”. En marzo se fecha la primera carta de Erasmo a Valdés, agradeciéndole sus cumplidos y admiración, y llamándole “ornato de la juventud”. En nuevas cartas a Transylvano, le explica la junta tenida en Valladolid para examinar los escritos de Erasmo, y denuesta con vigor a sus críticos, a los que llama charlatanes y asnos, añadiendo nuevas críticas a los frailes, que poseen a su juicio en España “gran tiranía, licencia y petulancia”. Por cierto, que resulta curioso a nuestra mentalidad que Valdés expresara en esta carta su esperanza de que pronto el Santo Oficio prohibiera la calumnia a “la verdad cristiana” de la causa de Erasmo, mientras Transylvano en su respuesta se felicita de los amigos que tiene el filósofo en España, cuando en su propia tierra todos hablaban mal de su doctrina, animados por el deán de Lovaina, y rogaba porque únicamente pudieran ser jueces de sus libros el Sumo Pontífice o “el inquisidor general de España”…
Al año siguiente, Valdés media entre el arzobispo Manrique, que pidió a Erasmo que aclarara algunos puntos dudosos de sus escritos, y el propio roterdamense, que aún calentó más los ánimos en su altanera repuesta titulada Apologia, recomendándole mesura, y que no mandase imprimir dicha obra. Siguió además procurándole auxilios económicos, logrando del arzobispo Fonseca y del obispo de Jaen ciertos beneficios monetarios para su sostenimiento. Por la relación de cartas sabemos que varios prelados españoles ayudaron económicamente a Erasmo en diversas ocasiones. Valdés protegió también a Erasmo, procurándole el patrocinio público del Emperador a sus escritos contra el luteranismo, con una declaración (en la que se ve claramente la mano del entusiasta secretario) en la que llama “santísimos” a los afanes del humanista, y afirma que “él sólo había logrado lo que ni césares, ni pontífices ni universidades habían logrado: que disminuyese la infamia luterana”.
El adjetivo de erasmista era la mejor recomendación para llegar a Valdés. Así lo vemos en sus cartas con diversos corresponsales, como Pedro Juan Olivar o Vicente Navarra, humanistas que divulgaban el nombre y obras de Erasmo, con frecuencia contra la resistencia de rectores o frailes escolásticos y enemigos de la antigüedad pagana. Conservó durante muchos años una cariñosa relación epistolar con el propio Erasmo (aunque nunca llegaron a conocerse personalmente), que le tenía gran afecto, y al que decía que era “más erasmista que Erasmo”. Con sus muchísimas relaciones (que siempre hablaron bien de él), tanto por su encumbrado cargo como por su bonhomía, mantuvo siempre Valdés la defensa de los escritos de Erasmo, y es mérito suyo que el filósofo no rompiese relaciones con su mayor crítico español, el severo pero justo Juan Ginés de Sepúlveda, que reprendió a Valdés, al que apreciaba, su inmoderado entusiasmo por cuanto decía Erasmo, perdiendo la objetividad.
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El “diálogo de Lactancio” y la controversia con Castiglione
El 6 de mayo de 1527 fue un día infausto para la Cristiandad y para la honra de España. La impaciencia del Emperador contra un papa taimado, la falta de pagas a una soldadesca plagada de luteranos (pero no sólo ellos), y la desventurada muerte en el asalto del condestable de Borbón, único que podía poner orden en el ejército, condujeron al célebre y tristísimo episodio de la toma y saco de Roma por las tropas imperiales, que causaron tantísimas muertes, torturas, violaciones y saqueos “como no hubiese hecho el turco” en palabras del secretario Juan Pérez, testigo presencial. No hubo casa, iglesia ni monasterio que no fuese saqueado, nobles y clérigos que no fuesen asesinados o apaleados, ni monjas o doncellas que no se forzaran por los soldados alemanes, españoles e italianos. La basílica de san Pedro y el palacio papal fueron convertidos en establos. Aún las custodias de oro y plata eran arrancadas con las sagradas formas dentro, y las calles se llenaron con el humo de los incendios y los montones de cadáveres insepultos, que trajeron al punto la peste a los infelices supervivientes.
Al llegar las noticias a la corte imperial la consternación fue absoluta. Pero el emperador había ordenado el ataque, y de inmediato se aplicaron los cortesanos a salvar su figura y justificar de algún modo la acción. Y no se halló más a mano sino un recurso muy de la época, pero no por ello menos indigno: que la ruina de Roma había sido un castigo de Dios por mano de los soldados del emperador a los vicios y pecados de la ciudad eterna y muy especialmente de sus clérigos y religiosos. Es decir, que a fin de cuentas, los desventurados romanos habían tenido la culpa de su tortura y muerte; o como se dice modernamente, la culpabilización de la víctima. Las denuncias de corrupción romana de Lutero estaban muy frescas e impregnaban el ambiente.
Por bien que no fuera el primero, ni mucho menos el único, lo cierto es que el secretario Alfonso Valdés, para su vergüenza, se unió entusiásticamente a esta labor de propaganda, en defensa de la inocencia de Carlos V y ataque a los pecados de la sede papal. Fruto de sus desvelos fue la obra “Diálogo de Lactancio”, que con muchas dudas permitió circular entre sus amigos, aunque no publicó en vida. Conviene, no obstante, tener presente que la copia que actualmente se conserva fue corregida por su hermano Juan de Valdés, furibundo protestante (al que dedicaremos un artículo aparte) y por el impresor calvinista de París en 1586, los cuales sin duda cargaron la mano en el argumentario. Pero por otros testimonios, podemos colegir que el grueso de cuanto se dice en la copia corresponde a su autor original. Más modernamente se le ha atribuido también el “Diálogo de Mercurio y Carón”, que abunda en los mismos temas y razones.
El entramado del “Diálogo” es sencillo: un joven cortesano imperial llamado Lactancio (en el que reconocemos al propio Valdés) topa por casualidad con un prototipo de clérigo santurrón, mundano y fariseo, el arcediano de Viso, que viene de Roma, y ambos comentan las novedades del saco a modo de diálogo, como era costumbre literaria en el Renacimiento. El arcediano lamenta todas las tropelías y desmanes hechos por las tropas imperiales, y Alfonso repasa por su boca (con cierta delectación, por cierto) cuantas profanaciones, atropellos, ofensas y crímenes hicieron los soldados a los clérigos, monasterios, iglesias, relicarios y hasta custodias. El arcediano concluye quejándose de un emperador que ha hecho más daño a la Santa Sede que no hiciera el sultán o los príncipes paganos. Lactancio (o sea, Valdés) responde reposadamente que el papa debe ser imitador de Cristo y fautor de la paz, pero en cambio había promovido discordia en la Lombardía (aunque salva su intención atribuyéndola a los malos consejeros). En aquella tierra imperial pinta Lactancio un cuadro idílico de paz, prosperidad y vida sencilla llena de virtudes cristianas, pero que luego de las guerras contra italianos y franceses aliados del papa, ¡cuántos pueblos y ciudades destruidas! ¡Cuántos huertos y viñas talados! Y sobre todo ¡cuántas ánimas perdidas para Cristo al morir en pecado!
Con tan hipócrita excusa, justifica Lactancio la retribución del saco de Roma, y añade invectivas contra el poder temporal del papa, que debería limitarse a lo espiritual, llenando de injurias a sus clérigos y mezclando su mala administración de las tierras de la Iglesia en Italia con la preeminencia imperial sobre el pontífice en los asuntos del siglo. En fin, que aunque le parece muy bien que se prenda al papa e incluso se le pongan grillos hasta que “entre en razón”, libera por completo al emperador de conocimiento o responsabilidad en tales actos.
La segunda parte del libro entra de lleno en la dogmática. En su mayoría es una simple repetición de las denuncias de Erasmo en los “Coloquios” que ya comentamos anteriormente. Pero va más allá, por ejemplo cuando admite la veracidad de las destempladas denuncias de corrupción de la Iglesia de Lutero, y achaca la culpa de sus herejías al papa, que de haber resuelto aquellas, hubiese evitado estas (argumento hartísimo discutible, por lo que posteriormente ha demostrado la historia). La celebración del concilio general y la satisfacción de agravios que el emperador pedía hubiesen solucionado todo, a juicio de Valdés. Después entra de lleno en su particular visión de la purificación de la Iglesia, que le sitúa ya en el marco de la heterodoxia, sobrepasando a su maestro Erasmo: Lactancio exhorta a que las rentas eclesiásticas se destinen a los pobres, pues es su misión (las imperiales, en cambio, no. ¿A que esto suena muy moderno?), que no estén exentas de impuestos, que se permitiese el casamiento de clérigos, que se limitasen los días de festividad religiosa, sin faltar insinuaciones a la inutilidad de ayunos, penitencias, devoción a los santos o veneración de reliquias.
A cada reconvención del arcediano, contrapone Lactancio un argumento sentimental a cuál más disparatado: si los soldados vendieron a los obispos y cardenales cautivos, justo era por haber vendido y comprado aquellos los cargos eclesiásticos; si se destruyó el palacio papal y todas sus obras de arte, es que no hubiese sido razonable que sufriendo el pueblo romano, fuese a salvarse la sede de todos los malos consejos; si se saquearon y destruyeron iglesias, mala cosa fue, pero lo permitió Dios para acabar con la superstición de consagrarle cosas corruptibles como edificios; si se usaron los templos como establos, pues peor es traer vicios a la iglesia que caballos, como hacían los clérigos; si se saquearon las casas de los prelados y nobles, es que los soldados estaban haciendo una obra buena, pues ese dinero debía ser para los necesitados como ellos, y no para lujos; si se destruyeron y desparramaron reliquias de santos, las almas de los santos no iban a dolerse, y además así se terminaban los comercios y engaños que sobre esas reliquias se traían. Y así una tras otra. Protestantismo, naturalismo, progresismo y laicismo burdo se suceden uno tras otro y muchos argumentos con los que Valdés justifica indignamente la destrucción de la Atenas del Renacimiento y sede del poder de la Iglesia podríamos escucharlos hoy día en labios de tantos “simplificadores” del catolicismo que no buscan sino su desaparición.
Termina el “Diálogo” pidiendo la purificación de la Iglesia por mano del emperador, esto es, proponiendo con descaro aprovechar la coyuntura para implantar el cesaropapismo, objetivo habitual de los secularistas a lo largo de la historia, y que ya fue usado como señuelo por los primeros luteranos para allegarse el apoyo de los príncipes alemanes.
Pese a las prevenciones de Valdés, era cosa evidente que el libro se leería ampliamente. Otro secretario imperial, Juan Alemán, adversario en corte de Alfonso, lo denunció al nuncio del pontífice, Baltasar de Castiglione, hombre cultísimo y muy vivido, autor del famoso manual de “El Cortesano”, y que pese a su manga ancha, quedó escandalizado por las irreverencias y el protestantismo de la obra. Se presentó al emperador y le pidió que hiciese retirar y quemar las copias del Lactancio, si aún estimaba la amistad del pontífice en algo. Carlos V convocó consejo, donde los partidarios de Valdés superaron a los críticos, y defendieron el libro. Alemán y Castiglione acudieron al inquisidor general Manrique el cual, como buen erasmista, no halló doctrina sospechosa, limitándose a reconvenir el tono de las críticas al papa y los eclesiásticos (¡la terrible Inquisición española!). Las protestas del Nuncio hicieron que el inquisidor remitiese el texto al arzobispo de Santiago, presidente del consejo de Castilla. El “Lactancio” era una apología del emperador que le exoneraba de responsabilidad sobre los crímenes en Roma, de modo que el resultado no podía ser otro: el consejo absolvió el texto, y al final del asunto el perjudicado fue Alemán, al cual el canciller Gattinara y otros consejeros lograron desterrar acusado de traición a Carlos V.
Todavía a finales de 1528 mantuvo Valdés con Castiglione un duro comunicado epistolar a propósito del “Diálogo”. En la carta conservada del secretario, este se defiende de las acusaciones de luteranismo, afirmando que trata con reverencia al papa y atribuye sus malos actos a sus consejeros, que el nuncio no había leído el libro si le atribuía iconoclastia y aversión a las reliquias, y que antes de hacerlo circular había sido corregido por varios teólogos y clérigos que cita… todos erasmistas, claro. Castiglione (a fin de cuentas, el derrotado) respira por la herida en su respuesta, en la que amenaza con una investigación inquisitorial y sambenito por las proposiciones luteranas de Valdés, hace memoria de sus antepasados maternos judíos, recuerda que casi todos los capitanes del saco murieron durante él o poco después de mala muerte, en retribución por su impiedad, que el papa no hizo guerra al emperador sino en respuesta a los desmanes de los imperiales en las tierras de la Iglesia, y que el propio Carlos V no había mandado ni consentido el saco, y se había horrorizado al conocerlo, como lo manifestó públicamente a los embajadores de los reinos de la Cristiandad en su corte, y que así lo escribió al papa, conque bueno estaba que ahora Valdés lo andase justificando en nombre del emperador. Castiglione carga la pluma de modo intolerable, burlándose de los defectos físicos del secretario imperial, e incluso pidiendo el fuego del cielo sobre él para escarmentarle. Acabó aquí la relación postal, pues murió al poco el nuncio, y Valdés, para variar, lo atribuyó a castigo divino.
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Últimos años de Alfonso de Valdés y conclusión
A partir de aquí van escaseando progresivamente los documentos del secretario, que tenía una salud quebradiza, y que hubo de viajar mucho siguiendo a su vagabundo señor. Anduvo en Italia (vistas del emperador con el papa) y Alemania (dieta de Ratisbona) en 1529, recorriendo el Sacro Imperio los siguientes años. Su última tarea de interés se halla en la Dieta de Ausburgo, el 18 de junio de 1532, representando al emperador en aquel postrer intento de conciliación teológica, oficio que le agradaría mucho, dado que había sostenido en años precedentes que la actuación imperial hubiese resuelto mucho mejor la polémica luterana que lo realizado por el papa. El más moderado de los secretarios católicos de la cancillería imperial tuvo como interlocutor a Felipe Melanchthon, el más moderado y dubitativo de los “reformadores”, con el que es de suponer que tendría una buena relación.
Ya es conocido el fracaso de aquel encuentro. Melanchton formuló por escrito las creencias luteranas en la famosa “Confesión de Ausburgo”. Valdés la vio y halló “amargas e intolerables” algunas de las proposiciones, pero procuró que se leyese con toda solemnidad en público, y se adjuntase a las actas de la reunión, así como su traducción al italiano por orden de Carlos V. Poco después de cumplida esta misión, en octubre de 1532, murió Alfonso Valdés en Viena de resultas de una epidemia de peste que asoló aquella ciudad estando en ella el emperador y su corte, en edad de principios de la cuarentena.
El juicio que merece a Menéndez y Pelayo es el de un erasmista exaltado, pudiendo de ese modo alinearse en el mismo bando en el que se quiera poner a su maestro. Los protestantes siempre contaron a Alfonso Valdés entre los suyos, pero las razones no son satisfactorias, amén de haber muerto dentro del seno de la Santa Madre Iglesia. En su obra más importante, “Diálogo de Lactancio”, en defensa del buen nombre del emperador, sobrepasa no obstante la mera crítica más o menos justa a los defectos de prelados y devociones, y pone mano sobre doctrina y hasta dogmas, con un lenguaje cuyas buenas formas no ocultan la irreverencia por personas dignas y cosas sagradas. Podemos querer creer que de no andar por medio su afán por servir a Carlos V, posiblemente se hubiese templado. Asimismo, no debemos olvidar, como ya se dijo, que es posible que las expresiones más duras correspondan a la corrección de su hermano luterano Juan, o al editor calvinista de la copia que nos ha llegado.
Por otra parte, cuando se refiere a Lutero, aunque- al igual que su maestro Erasmo- coincide con sus críticas a los defectos y vicios de la Iglesia de su tiempo, nunca suscribe el núcleo duro de su teología, y no se refiere a su persona con benevolencia (de hecho, en ocasiones emplea términos duros contra él). Probablemente, si hemos de hacer un juicio crítico del cortesano y cesaropapista Alfonso Valdés, sea el de un puritano, el de un radical reformador que sin embargo transitó caminos paralelos a los de Lutero sin encontrarse nunca. Si hubiese sido alemán, tal vez se le recordaría como uno más de los muchos heresiarcas que forjaron sus propias congregaciones a la sombra del fenómeno luterano. Naciendo en la latinidad, sin duda deseaba conservar la Unidad de la Iglesia, pero una Iglesia al estilo de Erasmo: secularizada, simplificada, espiritualizada a fuerza de eliminar signos externos de piedad; despojada de sus tradiciones, acusadas de fariseísmo; en busca de un supuesto retorno a las fuentes evangélicas que en realidad tiene mucho más de idealización que de apoyo real en las comunidades cristianas primitivas. En buena medida, podemos convenir en que Alfonso Valdés fue un autor moderno, en el peor sentido del término, es decir, un adelantado del modernismo, a fin de cuentas hijo de Maquiavelo, de Lutero y, porqué no decirlo, también de Erasmo.
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Bibliografía
El cuerpo principal de este artículo está basado en el capítulo “Alfonso Valdés”, de la monumental “Historia de los heterodoxos españoles”, de Marcelino Menéndez y Pelayo.
3 comentarios
Coincido también en que la reacción ante ese sombrío panorama llevó a un mal infinitamente peor: a la deformación subjetivista y anárquica de la fe que fue el protestantismo. En fin, en ese margen -entre un catolicismo lleno de obras vacías y la anarquía protestante- convivió una generación de católicos que comprendieron que la reforma era imprescindible, pero también que la ruptura era una catástrofe a la que no podía llevarse la cristiandad. Realmente, fue una época muy complicada para los católicos (más o menos como ahora). Y era muy difícil no sentirse erasmista o discípulo de Valdés, por muchos excesos que tuviesen sus escritos.
Añadiría una última cosa: Alfonso de Valdés es uno de los más sólidos candidatos a la autoría de esa maravilla de la novela picaresca que es el "Lazarillo de Tormes" , libro donde hace una brutal crítica a la hipocresía social y a la vida de los eclesiásticos.
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LA
Las denuncias de Erasmo a los excesos las podía hacer cualquiera con un mínimo de sentido de la realidad. Pero de ahí a despreciar la Tradición de la Iglesia, e incluso a poner en duda la eficacia de algunos sacramentos, media un gran paso. Yo más bien me solidarizo con los verdaderos reformadores: Cisneros, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesus. Ellos sí reformaron la Iglesia.
Valdés buscaba sin duda el bien de la Cristiandad, pero su afición y oficio cortesano manchan mucho la objetividad de su juicio: defender al Emperador, que era quien le pagaba, fue siempre su primer objetivo.
En cuanto a la autoría del Lazarillo, hay candidatos mejores. El libro fue publicado mucho después de su muerte. Por otra parte, la crítica social en el Lazarillo toca a muchos estamentos, y no todos ellos poderosos, sino también a populares. No está particularmente centrada sobre los clérigos. De hecho, el clérigo al que sirve Lázaro es puesto como modelo de tacañería, defecto que poco tiene que ver con lo que el conquense fustiga a los prelados romanos.
Un saludo.
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LA
Efectivamente. Pero no he creído necesario citar ese detalle.
En cuanto a Erasmo, básicamente era un semipelagiano de manual.
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LA
A Juan le dedicaremos su propio artículo, Dios mediante. En cuanto a Erasmo, reconozco mis limitaciones en teología. Me he guiado por la valoración de don Marcelino Menéndez y Pelayo, cuyo criterio me parece fiable.
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