19.10.23

Estamos en la última trinchera

Cada vez que uso un símil bélico para hablar de cuestiones de fe, hay algún lector que me lo reprocha, alegando que es un lenguaje poco pacífico y cristiano. No obstante, como no pretendo ser mejor que nuestro Señor, San Pablo y los santos, que también usaron esas comparaciones, me voy a permitir decirlo: la Iglesia está en la última trinchera.

Durante los últimos meses, el terrible conflicto entre rusos y ucranianos nos ha recordado a todos algo que habíamos olvidado desde la Primera Guerra Mundial: las tácticas de la guerra de trincheras. Cuando dos ejércitos se atrincheran frente a frente, no tienen cada uno una sola trinchera. Si así fuera, en cuanto uno de ellos consiguiera traspasar la trinchera del otro, la guerra estaría perdida para este último. La realidad es que los ejércitos construyen multitud de trincheras, con distintas formas, defensas y posiciones, de modo que unas defiendan a otras, las cubran con su fuego y, en caso de que las primeras hayan sido tomadas por el enemigo, las segundas puedan servir de base para recuperarlas. Es lo que se llama defensa en profundidad.

¿Por qué explico esto? Porque es lo que la Iglesia ha hecho durante siglos, pero parece haber olvidado en las últimas décadas. El núcleo de la fe, lo irrenunciable del catolicismo, no es algo aislado, sino que ha estado siempre rodeado, sostenido, defendido y manifestado por una serie de tradiciones, signos, costumbres, presupuestos, expresiones artísticas, argumentos racionales, posturas filosóficas, ritos, canciones, formas de hablar y otras muchas tradiciones que daban forma concreta a la cosmovisión católica del mundo y de la vida. Esto se plasmó visible e instucionalmente en aquella época gloriosa que fue la cristiandad, pero la Iglesia, de alguna forma, lo llevaba siempre consigo, también a los lugares y las épocas que no eran mayoritariamente católicos.

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17.10.23

Las monaguillas nunca son obligatorias

En el artículo anterior, el comentarista con el noble seudónimo de Diácono planteó una cuestión interesante sobre la conveniencia o incluso necesidad de que haya monaguillas (y no solo monaguillos) en las parroquias.

Como es sabido, las monaguillas, que siempre habían estado prohibidas, se permiten desde tiempos de Juan Pablo II. En 1992, se presentó un dubium al Consejo Pontificio para la Interpretación de los Textos Legislativos, en el que se preguntaba si el Canon 230 § 2, que regula los ministerios litúrgicos no estables y permite que los realicen mujeres, podía aplicarse a los monaguillos. El Consejo respondió, con la aprobación de Juan Pablo II, que, en efecto, el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983 hacía posible que las niñas también fueran monaguillas.

Teniendo esto en cuenta, el comentarista argumentaba que, para obedecer la norma de la Iglesia, había que tener necesariamente monaguillos y monaguillas en las parroquias. En ese sentido, consideraba que tener únicamente monaguillos después de esa decisión era “desdeñar” las normas, “eliminar” un ministerio al que pueden acceder las mujeres y dejarse llevar por los “gustos personales”, algo que no cabe en la liturgia. A la vez, explicaba que a él lo que le gustaba era que fueran varones, pero se consideraba obligado por la normativa de la Iglesia a abrir esa posibilidad a las niñas y así lo hacía su parroquia.

Una cuestión fascinante, sin duda, y un deseo admirable de ser fiel a la Iglesia, especialmente en nuestros tiempos, pero ¿es cierto que ahora es moralmente obligatorio permitir que las niñas sean monaguillas en las parroquias? ¿Un párroco que quiera ser fiel a lo que manda la Iglesia debe tener monaguillas? Como ya discutimos el asunto en el artículo anterior desde el punto de vista racional, veamos lo que dice la propia Iglesia sobre ello.

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16.10.23

Father Longshanks: mentiritontas clericales

Participante invitado: El P. Robert Longshanks es un antiguo anglocatólico que cruzó el Tíber hace cincuenta años. Conocido (a sus espaldas) por sus compañeros sacerdotes como Father “Battleaxe” Bob, se comenta que su propio obispo le tiene algo de miedo desde que le dijo que “el problema de Inglaterra ha sido siempre que sus obispos no están dispuestos a morir mártires”.

Actualmente ejerce la cura de almas en una pequeña parroquia de Sussex.

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Aunque para ciertas señoras bienintencionadas el colmo de la piedad sea poner los ojos en blanco y asegurar que “Don Fulano es un santazo” o “el P. Mengano es como un ángel”, lo cierto es que los curas somos tan pecadores como los demás.

Quizá se note menos porque, como me decía un parroquiano, “es más difícil encontrar a un cura confesándose que a un murciélago blanco”. Así es, tristemente. Nostra culpa, nostra culpa, nostra maxima culpa. Ver a un sacerdote esperando con paciencia para confesarse en la misma cola que sus parroquianos valdría, sin duda, por tres o cuatro sermones de campanillas y ayudaría a disipar la imagen distorsionada del clero que a veces tienen los fieles.

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14.10.23

¿Tradición viva o Tradición a secas?

Hace algunas semanas, se mencionó en los comentarios de este blog la expresión “Tradición viva”… e inmediatamente estalló una discusión. ¿Es una expresión conforme con la fe católica o un caballo de Troya modernista que la socava? ¿Debe seguir utilizándose o conviene relegarla al olvido, como tantas otras modas teológicas que no cuajaron en la Iglesia?

Aunque no lo parezca, lo primero que hay que señalar es que se trata de una expresión, irónicamente, poco tradicional. Como decía un lector, cuando Trento definió las dos fuentes de la Revelación, habló de Escritura y Tradición, a secas, no de “Tradición viva”. El adjetivo se popularizó a mediados del siglo XX, aunque sus raíces son algo anteriores. Hasta donde yo sé, el primer teólogo católico importante que habló de Tradición viva de forma sustancial en su teología, en el siglo XIX, fue Johann Adam Möhler, uno de los grandes redescubridores de las fuentes patrísticas de la teología. Su influencia en multitud de teólogos posteriores, incluido el propio Ratzinger, fue muy grande.

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10.10.23

Letanías marianas orientales

En estos días en que a veces parece que la Iglesia se dedica sobre todo a interminables reuniones, documentos y declaraciones de prensa y en que los temas del momento son la sinodalidad, la inclusividad y otros igualmente áridos, corremos el riesgo de olvidar que la belleza es uno de los atributos de Dios.

Para recordarlo, no hay nada mejor que poner la mirada en nuestra Señora, la más bella de las obras del Altísimo. De Maria nunquam satis, decía San Bernardo, de nuestra Señora nunca se puede decir lo suficiente y así ha sido siempre en Iglesia, desde el Evangelio (y, sin duda, desde la propia casa de la Sagrada Familia en Nazaret, donde Jesús y San José competirían por inventar nuevos nombres cariñosos para María).

La Tradición también está repleta de títulos y elogios de la Madre de Dios, tanto en Oriente como en Occidente. Como normalmente conocemos más o menos las tradiciones de la Iglesia latina, pero desconocemos por completo las orientales, he pensado que era buena idea componer unas letanías marianas con algunos de los preciosos títulos que se dan a la Santísima Virgen en Oriente. No nos vendrá mal utilizarlas para rezar por la Iglesia en estos días difíciles y espero que, a pesar de la pobre traducción, también puedan ser al menos un eco lejano de la sobrecogedora poesía de las liturgias orientales, para abrir el apetito.

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