El Señor de los milagros

PATRONO Y PROTECTOR DE LIMA
RODOLFO VARGAS RUBIO
El mes de octubre se tiñe en el Perú, pero especialmente en Lima, de morado, el color de las religiosas nazarenas que, bajo la regla del Carmen descalzo, custodian la sagrada imagen del Santo Cristo de Pachacamilla, más conocido como el Señor de los Milagros, el divino patrón de la Ciudad de los Reyes y protector de toda la nación de la que es la capital telúrica, depositada entre el Pacífico insondable y los colosales Andes. El mes morado es con razón llamado “la cuaresma peruana”, pues todo él está dedicado a considerar el misterio de nuestra Redención en Jesús Crucificado y Su Pasión salvífica.
Es por ello por lo que, por especial privilegio de la Santa Sede, la ley del ayuno cuaresmal, común a todos los católicos, obligaba a los peruanos los viernes de octubre en lugar de los anteriores a la Pascua Florida. La procesión que acompaña al Señor de los Milagros y que es la manifestación religiosa periódica más grande del mundo, constituye un plebiscito de catolicidad. Marchan en ella fieles de todo el rico caleidoscopio racial de un país mestizo, en el que la diversidad es una riqueza; también acuden devotos de todas las clases sociales y de todas las condiciones, porque ante la imagen pintada por un esclavo negro no cabe la acepción de personas; hasta el poder político hinca su rodilla reverente al paso del Cristo Morado, Rey indiscutible del Perú.
Esta devoción que los peruanos llevan consigo allí donde van, extendiéndola en las latitudes más insospechadas como signo inequívoco de su identidad, nació del modo más humilde, en uno de los barracones donde transcurrían su existencia los esclavos negros llamados angolas (por ser su origen de la colonia portuguesa de Angola) en el barrio limeño de Pachacamilla, donde había florecido la antigua y señorial civilización de Pachacamac antes de la llegada de los españoles. Había allí una cofradía fundada por aquellos hombres a mediados del siglo XVII. Uno de ellos, a quien se le daban bien los pinceles, pintó al temple sobre una de las cuatro paredes sin cimentar, que constituían su lugar de reunión, un Cristo en la Cruz para satisfacer la devoción de sus hermanos. Su culto, en medio de una ciudad tan devota y santurrona como riente y pecadora, hubiera pasado desapercibido de no haber sido por uno de esos periódicos terremotos que los limeños ven como advertencias del cielo llamándolos a la penitencia.


Nadie como él encarnó el perfil trazado por Juan Pablo II en su exhortación postosinodal Pastores gregis encaminada a valorar la triple misión (el “munus”) de los obispos (enseñar, santificar y regir) proponiéndoles “el ejemplo de Pastores santos, tanto para su vida y su ministerio como para la propia espiritualidad y su esfuerzo por adaptar la acción apostólica” (n.25).
JOSÉ ANTONIO BENITO RODRIGUEZ
Como muchos otros personajes de los que estamos hablando al tratar del la evangelización de América, era igualmente extremeño fray Jerónimo de Loaysa, nacido en Trujillo el año de 1498. Primo del cardenal de España, don fray García de Loaysa, prelado de Sevilla, después de haber sido maestro general en su Orden dominicana. Dominico fray Jerónimo en el convento de Córdoba, en 1521 estudiaba en Valladolid. Catedrático de artes y de teología y prior, sintió la influencia del espíritu misional que entre franciscanos y dominicos hervía. En 1529 arribaba a las orillas de la provincia de Santa Marta, en la costa atlántica del Nuevo Reino de Granada (hoy Colombia). Allí le aguardaban los indios guairas y buriticas, que habían de ejercitarle los primeros en las duras tareas del apostolado, mientras el clima ingrato castigaba duramente su cuerpo. Y, por su gusto, en aquellas tierras tropicales hubiera quedado a no verse obligado a regresar a España a los dos años de apostolado. Clemente VII, el 14 de abril de 1534, erigía la sede de Cartagena de las Indias, pero su prelado electo, el dominico fray Tomas de Toro, fallecía en 1536 antes de efectuarse la erección de la sede. Para sustituirle fue escogido fray Jerónimo de Loaysa, y consagrado el 29 de junio de 1538 en Valladolid; a fines del mismo año volvía a las Indias.





