Las dudas resueltas sobre la historicidad del indio Juan Diego

El proceso de canonización de Juan Diego tuvo que resolver un primer obstáculo: si realmente existió
Tras siglos de aceptar pacíficamente la existencia del indio Juan Diego y la historia de su encuentro con la Santísima VIrgen en el Tepeyac, según nos lo cuentan diferentes relaciones más o menos de la época -entre las que destaca como la más importante la ttribuida a don Valeriano, indio natural de Atzcapotzalco, que figuró entre los primeros alumnos del colegio de Santa Cruz, en Santiago de Tlaltelolco- fue precisamente poco después que Juan Pablo ll lo beatificara el 6 de mayo de 1990, cuando surgieron algunas voces cuestionando la historicidad de las apariciones y de Juan Diego mismo. Destacaron, por su impacto mediático, las declaraciones del propio abad de la basílica guadalupana, Mons. Guillermo Schulenburg Prado, que el 24 de mayo de 1996 afirmó que Juan Diego era más un símbolo religioso que un personaje real. A los pocos meses, después de 33 años al frente de la Basílica, Schulenburg dejaba el cargo; según el secretario del episcopado mexicano, Ramón Godínez, por razón de edad, no por sus declaraciones antiaparicionistas.
Ante el revuelo suscitado, la Santa Sede creó en 1998 una comisión especial -encabezada por el español P. Fidel González Fernández, profesor de Historia eclesiástica en las Universidades Urbaniana y Gregoriana- para investigar la existencia histórica de Juan Diego. Las conclusiones de esta comisión, altamente concluyentes, quedaron recogidas en un volumen de 500 páginas titulado “El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego”, que se publicó en agosto de 1999. Al mes siguiente, Guillermo Schulenburg y Carlos Warnholtz enviaban una carta a la Santa Sede insistiendo en sus dudas acerca de la existencia de Juan Diego y desaconsejando la canonización. Otra nueva carta de Schulenburg, junto a tres sacerdotes más, se llegó a recibir en el Vaticano a finales del 2001. Sin embargo, vistas las conclusiones de la comisión histórica, el proceso seguía adelante: el Papa firmó el 20 de diciembre el decreto de una curación milagrosa atribuida a la intercesión de Juan Diego y el 26 de febrero anunció la canonización.

Juan Diego, de la etnia indígena de los chichimecas, había nacido el 5 de abril 1474, en Cuautitlán, en el barrio de Tlayácac, región que pertenecía al reino de Texcoco; fue bautizado por los primeros franciscanos, en torno al año de 1524. Era un hombre considerado piadoso por los franciscanos asentados en Tlatelolco, donde aún no había convento, sino lo que se conoce como doctrina, donde se oficiaba Misa y se catequizaba. Juan Diego hacía un gran esfuerzo al trasladarse cada semana saliendo “muy temprano del pueblo de Tulpetlac, que era donde en ese momento vivía, y caminar hacia el sur hasta bordear el cerro del Tepeyac". Fue en este contexto cuando, como es sabido, un 9 de diciembre de 1531, vió por primera vez a la Santísima Virgen.

El afianzamiento en el Nuevo Mundo de la Iglesia y el Estado y la extensión de sus respectivos poderes, creó a veces en aquellas provincias, no precisamente por antagonismo fundamental, sino por mutuas incomprensiones y apreciaciones puntillosas, contrastes que influyeron también considerablemente en la vida eclesiástica. La Iglesia durante el siglo XVI, amparada por la autoridad civil -sobre todo económicamente, pues dependía casi plenamente del erario real-, aceptó aquella obligada subordinación, pero durante el siglo XVII va adquiriendo dimensión autóctona, su personal jerárquico presenta progreso selectivo y numeral, y el pueblo le pertenece todavía en masa. Por otra parte, las autoridades civiles manifiestan ya inicialmente aquella mentalidad intelectual y religiosa, la ilustración, que sobre todo desde mediados del seiscientos se había extendido en los círculos dirigentes europeos. Aunque ni en España ni en América se presentaba en su proyección declaradamente anticristiana, ni en manifiesta oposición con las verdades de la fe, delataba ya una clara prevención ante la autoridad eclesiástica.
Los virreyes se interesaban sobremanera en ejecutar puntillosamente los derechos de vicepatronos reales. Sus libros de gobierno donde se registraban acuerdos, decretos y bandos virreinales, cartas de ruego y encargo; en una palabra, el gráfico de su régimen jurisdiccional, reflejan -excluyendo, naturalmente, la dimensión estrictamente espiritual- funciones propias de obispos, de provisores eclesiásticos y hasta de vicarios de religiosas. Claro que esta excesiva intromisión de la autoridad civil y el ocasional contraste de la eclesiástica no traducían una antítesis doctrinal y dogmática, sino contiendas periféricas, verdaderos dimes y diretes que terminaban con una que otra queja amarga del Consejo Real de indias, y, a lo más, remociones, ordinariamente con ascenso, de una o de ambas partes contendientes.





