Un sacerdote especialmente incómodo para Hitler
JAKOB GAPP, REVOLUCIONARIO EN SU JUVENTUD, AL LLEGAR EL MOMENTO “SUPO DÓNDE TENÍA QUE ESTAR”
La expresión es de Juan Pablo II, pronunciada en 1996 con ocasión de la beatificación de este religioso austríaco, y haciendo referencia a sus devaneos de juventud con las ideologías ateas que llegaron a subyugar su mente y su corazón inquieto -concretamente el comunismo- y su elección valiente cuando años después se le presentó la terrible disyuntiva de elegir entre otra ideología atea -en este caso el nazismo- y Dios, a pesar del peligro de muerte, que se hizo efectivo hace 70 años, en 1943.
Había nacido en Wattens, (Tirol austríaco) el 26 de julio de 1897, de una familia obrera pobre y cristiana, fue el último de siete hijos. Sacrificándose, sus padres le dieron todos los estudios posibles, pero en 1914, estalló la “gran guerra” y sus estudios se vieron truncados. En 1915 Italia atacó a Austria y Jakob con sus 18 años fue al frente de batalla, en el que fue herido, por lo cual sería condecorado con una medalla al valor. Al final de la contienda, derrotada su patria, fue hecho prisionero y sufrió nueve meses de cautiverio antes de regresar a casa en 1919. Aquellos meses, tras su regreso al hogar familiar, fueron amargos. En ellos la utopía marxista, sedujo su alma de joven generoso y lleno de deseos de justicia, alejándole de la práctica religiosa. Su madre, desolada al ver a su hijo alejado de Dios, rezaba y lloraba y, como una nueva santa Mónica, consiguió del Señor su conversión.
Tenía veintidós años y su conversión fue tan fuerte que decidió hacerse religioso, presentándose a los Marianistas, congregación fundada por Guillermo José Chaminade en 1817 y que tan ejemplarmente se dedicaba a la educación de la juventud. A los superiores Marianistas les dijo sin reparos que era socialista y quería ser sacerdote, pero ellos no se asustaron y supieron ver los valores y el potencial de este joven confuso: había nobleza, deseo de verdad, piedad… Poco a poco se fue purificando de ideologías, pero se quedó con lo esencial: el amor a la verdad, el deseo de justicia y un amor muy grande a los pobres.
Jakob comenzó su noviciado el 13 de agosto de 1920 y un año más tarde hizo sus primeros votos. Estudió y trabajó en Graz, en un colegio Marianista y posteriormente, durante cuatro años (1925-1930) cursó sus estudios teológicos en el seminario internacional Marianista y en la Universidad Católica de Friburgo de Suiza, ordenándose sacerdote el 5 de abril de 1930. Vuelto a su patria, durante varios años ejerció un intenso apostolado entre la juventud de varios colegios marianistas, pero eran años duros, de crisis social y de confusión ideológica por la fuerte instigación de los nazis alemanes, lo que hacía el trabajo apostólico especialmente difícil.
El plan del partido nazi para Austria era semejante al ejecutado en Alemania, pero allí no tuvieron la misma suerte. Se presentaron por primera vez en las elecciones generales de 1927, obteniendo únicamente 779 votos. El ascenso en las siguientes elecciones de 1930 no fue tan grande como se esperaba, llegando tan sólo al 3% de los votos posibles. En las elecciones que tuvieron lugar en 1932 en varios distritos austriacos, el partido nazi comenzó a recibir gran cantidad de votos, llegando a ser el segundo partido más votado. Siguiendo ese crecimiento, posiblemente el partido nazi hubiera conseguido algo en las siguientes elecciones generales, pero el canciller electo Engelbert Dollfuss, viendo el panorama, disolvió el parlamento en 1933 e instauró una dictadura.

Eva María Jung era una joven alemana de 22 años, de carácter fuerte, hija rebelde de una familia severa con mezcla de prusiana y luterana. Habiendo llegado a convertirse en una convencida antinazi, había conseguido huir de la red que poco a poco la atenazaba en Alemania, llegando a Roma en 1943 como empleada del hogar de la familia de un diplomático alemán. Pero en la Urbe los nazis dieron con ella y había tenido que esconderse en el convento de las hermanas Salvatorianas, sobre el monte Gianicolo. Un eclesiástico de su tierra, Mons. Kaas, que huyendo del nazismo se había exiliado en Roma donde trabajaba como secretario de la llamada “Fábrica de San Pedro”, le ofreció un trabajo como archivera de dicho ente, pero no la pudo alojar en su casa por miedo a los nazis.
Eva María Jung, encontrada por fin por la Gestapo, había recibido la orden de presentarse en la embajada alemana, lo cual para ella suponía el final, como sabía bien. Consiguió refugio en la casa de Luciana Frassati, adinerada hija del fundador del periódico “La Stampa” y mujer de un diplomático polaco, que tenía un apartamento junto al Vaticano. La Frassati era una mujer muy activa, que había trabajado desinteresadamente por el bien de los polacos durante la guerra, viajando con este fin a Polonia varias veces durante la contienda. Con este fin se había entrevistado primero en la Secretaría de Estado con Mons. Montini (futuro Pablo VI) y después con el mismo Pío XII, el cual le ofreció gustoso su colaboración.
Por eso, es de indudable gran interés, para conocer de primera mano la preocupación por este tema, no sólo del nuevo Pontífice, sino también de los cardenales de habla alemana, la lectura de algunas parte de la relación de la reunión del recién elegido con los cardenales Bertram de Breslau, Schulte de Colonia, Faulhaber de Munich e Innitzer de Viena, publicada en las Actes et documents du Saint-Siège relatifs à la seconde Guerre Mondiale, vol II. El texto de la relación es largo, por lo que seha resumido a sus puntos principales en los que se aprecia lo espinoso del tema de las relaciones con Alemania y la claridad de ideas de Pío XII, que conocía bien el percal.
Pío XII: Podría enviarse en alemán. Si la consideramos como una simple cuestión de protocolo, podría pasar inadvertida la connotación sobre el mal estado de las cosas para la Iglesia. Y nuestra mayor preocupación es el bien de la Iglesia en Alemania. Para mí esa es la cuestión más importante. Quizás podría redactarse en latín y en alemán.
Con el estallido de la guerra mundial, cambiarán bastantes cosas. Las relaciones de la Iglesia con el Tercer Reich ya no se referirán tan sólo a lo que suceda dentro de las fronteras alemanas, sino a una geografía más amplia y siempre cambiante. A los efectos que nos interesan, lo que importa es únicamente cuando un territorio está bajo la directa dominación alemana, y no si está alineado con el Eje. Italia, por ejemplo, sólo cae bajo dominio alemán cuando es derribado Mussolini en septiembre de 1943, y sólo la parte no ocupada por los aliados; habrá paracaidistas alemanes –y más discretamente, la Gestapo– vigilando los bordes de la Ciudad del Vaticano, pero sólo medio año, pues los norteamericanos entrarán en Roma a principios de junio de 1944. El hecho de que cada vez más países entren en guerra, y lo crítica que se volverá su situación a partir de 1943, hará que el régimen nazi se radicalice: cada vez le importará menos quedar bien ante nadie, ni le quedarán espacios donde poner en juego la diplomacia. Las matanzas de judíos –la «solución final»– comenzaron en la segunda mitad de 1942. En esa situación, los esfuerzos de la Santa Sede se dirigirán más bien a los aliados de Alemania, desde luego menos inhumanos que esta, con la intención de que resistieran la presión de los nazis para realizar deportaciones.
Cada país es una historia, y no hay espacio aquí para detallar qué sucedió en cada uno. Por parte de la Santa Sede, la principal novedad es el fallecimiento de Pío XI poco antes de comenzar la guerra, en febrero de 1939. Pero su sucesor fue el hasta entonces Secretario de Estado, Pacelli, que tomó el nombre de Pío XII. Nombró Secretario de Estado al cardenal Luigi Maglione. En cuanto a Alemania, no hay cambios importantes en la jerarquía. Por su firmeza en denunciar los abusos, que no faltaban, consiguieron que la represión anticatólica no fuera tan fuerte como en otros lugares, aunque hubo detenciones e internamientos en campos de concentración. Por lo demás, al estallar la guerra muchos de los judíos alemanes ya habían emigrado, y los mayores atropellos nazis tuvieron lugar fuera de sus fronteras, donde poco podían hacer los obispos alemanes.
Poco después del triunfo nazi de 1933 se reunían los obispos alemanes en el lugar tradicional, Fulda. Se examinó la situación, y las preocupaciones se plasmaron en una carta colectiva del episcopado. No era una condena explícita, pero no carecía en absoluto de claridad. Examinando las doctrinas que se imponían, hay frases que no dejaban lugar a dudas, como la siguiente: «la afirmación exclusiva de los principios de la sangre y de la raza conduce a injusticias que hieren gravemente la conciencia cristiana». Por lo demás, se podía apreciar que los principales temores de los obispos eran dos. Por una parte, que el nuevo Estado totalitario acabase con las organizaciones católicas, especialmente las educativas. Y, por otra, que el nuevo régimen tratara de crear una especie de iglesia nacional y quisiera englobar en ella a todos, también a los católicos. Y, si los nazis ya habían dado pasos en la primera dirección, también había indicios de que el segundo temor era real, pues en algunos círculos protestantes, sobre todo prusianos, ya se hablaba de un cristianismo nacional para arios. Saliendo al paso con firmeza y rapidez de lo que parecían ser los prolegómenos de una nueva «Kulturkampf», los obispos alemanes también enviaron un mensaje no escrito, del que los nazis tomaron buena nota: la confirmación de su unidad, prácticamente sin fisuras. No resultaba prometedor intentar sembrar la discordia entre el episcopado. Para los hitlerianos, parecía una mejor vía de atacar a la Iglesia el intentar abrir una brecha entre los obispos alemanes y la Santa Sede. Esta fue una de las razones por las que Hitler vio con buenos ojos la posibilidad de firmar con la Santa Sede un concordato. Su propaganda empezó a preparar el terreno hablando de los pactos de Letrán con la Italia de Mussolini como «modélicos».