Un curioso epitafio
En el último artículo publicado por Luis Fernando (y me supongo que no será el último), mostraba el autor de Cor ad Cor la continuidad que ha existido - y existe -, entre la institución del sacramento de la Eucaristía por Jesucristo, la celebración de la Iglesia antigua de dicho sacramento y nuestra misa, a partir de un texto de San Justino y de San Cipriano de Cartago.
Entre los participantes, uno que escribía bajo el nombre de Alberto M. argüía que «ni en los propios Padres existe una claridad sobre la Santa Cena y menos sobre la transubstanciación». Esto, que no deja de ser más que la expresión de un estereotipo con el que los protestantes intentan justificar sus doctrinas, más que el producto de un razonamiento.
El motivo de la esquela de hoy es precisamente traer una inscripción cristiana del siglo II, considerada el primer monumento eucaristíco: el epitafio de San Abercio, obispo de Hierápolis (localizada en la actual Turquía).
El valor testimonial es doble, ya que no sólo atestigua la sustancia de la doctrina respecto a la Eucaristía, sino que además, es un ejemplo de lo que se llama «disciplina del arcano», es decir, la forma que tenían de expresar sus creencias y ritos los cristianos que no querían exponerse al peligro y la burla que les ocasionaría frente a los paganos.
La inscripción reza así:
Yo, el ciudadano de la ciudad elegida, hice esto mientras vivía, para tener aquí noble sepultura de mi cuerpo.
Mi nombre Abercio; soy discípulo del pastor puro que pastorea rebaños de ovejas por montes y llanuras, que tiene ojos grandes, omnividentes.
Este, pues, me enseñó…escrituras, dignas de fe.
El cual me envió a Roma para contemplar el palacio y ver a la reina de áurea veste y sandalias de oro.
Allí vi a un pueblo poseedor de un sello resplandeciente.
Y vi la llanura y todas las ciudades de Siria, y Nísibe después de atravesar el Eufrates; en todas partes tuve compañeros, teniendo a Pablo conmigo; la fe me guiaba por todas partes, y me presentó como alimento el pez del manantial, grandísimo, puro, que cogió la virgen casta, y lo dio a comer todos los días a los amigos, teniendo un óptimo vino y dando mezcla [de vino y agua] con pan.
Yo, Abercio, estando presente, dicté estas cosas para que aquí se escribiesen.
Cumplía, en verdad, el año septuagésimo segundo [de mi vida].
Todo el que entiende estas cosas, y concuerda conmigo, ruegue por Abercio.
Nadie, sin embargo, ponga a ningún otro en mi sepulcro.
De lo contrario, pagará 2.000 monedas de oro al erario de los romanos, y 1.000 a mi óptima patria Hierápolis
La importancia del epitafio es mayúscula. Abercio nos cuenta lo que vió en las comunidades cristianas de Roma, Siria, Mesopotamia y Asia Menor. La misma fe y el alimento diario de la Eucaristía.
En la inscripción, «el pastor puro que pastorea rebaños de ovejas», es Cristo, al que en la primera carta de San Pedro, llama «el supremo pastor» (1 Pe 5,4). La Iglesia se figura en el palacio real, la reina de Roma y la virgen casta. El sello, se refiere al bautismo y a la vida conforme a él. Posiblemente Pablo sea el apóstol de los gentiles.
La Eucaristía es el alimento y el pez es Jesucristo. A Jesucristo se le denominaba pez a raíz de la palabra griega Ichthys, que es la abreviatura de «Jesucristo, hijo de Dios, Salvador», en griego y porque pudiese ser escogido como símbolo igual que el cordero, el león, etc.
El origen de este símbolo con Cristo se fundamenta en su relación con el sacramento del bautismo, a raíz de las palabras de Tertuliano en su obra «Sobre el bautismo»: «Nosotros, pececillos, conforme a nuestro pez (Ichthys) Jesucristo, nacemos en el agua…». Por ende, si a Jesucristo se le denominaba bajo el símbolo del pez, los primeros cristianos pudieron designarlo de la misma manera en relación con la Eucaristía. Por otro lado, con la expresión «pez de fuente», se alude por un lado al bautismo (fuente), donde el bautizado se reviste de Cristo, y también a la pureza de este pez.
En definitiva, la Iglesia no ha inventado nada, sino que obedece el mandato de su Señor:
Cuando llegó la hora, se sentó a la mesa, y con Él los apóstoles, y les dijo: Intensamente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que nunca más volveré a comerla hasta que se cumpla en el reino de Dios. Y habiendo tomado una copa, después de haber dado gracias, dijo: Tomad esto y repartidlo entre vosotros; porque os digo que de ahora en adelante no beberé del fruto de la vid, hasta que venga el reino de Dios. Y habiendo tomado pan, después de haber dado gracias, lo partió, y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De la misma manera tomó la copa después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que es derramada por vosotros. (Lc 22,14ss).
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