En los inicios de la guerra de la Vendée, “el 13 de marzo de 1793, el primer jefe reconocido de los vandeanos, Cathelineau –el “santo de Anjou”-, detiene su marcha sobre Jallain y se dirige a sus hombres: “Amigos míos, no olvidemos que estamos luchando por nuestra santa religión”; se arrodilla, se santigua y entona el himno Vexilla Regis prodeunt. Ese mismo día habían puesto en sus casacas las insignias del Sagrado Corazón. Un “patriota”, testigo de la entrada de los sublevados en Chemillé escribe que llevaban “escarapelas blancas adornadas con una medallita de tela cuadrada en la que hay bordadas distintas imágenes, como cruces, corazoncitos atravesados por lanzas y cosas parecidas”. Gritaban “Viva el Rey y los buenos curas”. (A. Bárcena, “La guerra de la Vendée”, Cap.1, p.26-27)
La importancia y centralidad de la cuestión religiosa en la guerra de la Vendée es evidente hasta en su pacificación final, obrada por Napoleón Bonaparte quien, recién llegado al poder, dirige con otros cónsules en diciembre de 1799 una proclama “a los habitantes de los departamentos del Oeste” reconociendo que “leyes injustas han sido promulgadas y ejecutadas, actos arbitrarios han alarmado la seguridad de los ciudadanos y la libertad de conciencia” y declarando que “la libertad total de cultos está garantizada por la constitución”. En ese mismo año de 1799 regresaban a la Vendée sacerdotes refractarios en medio de una desbordante emoción popular.
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