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6.11.15

Ni fariseos ni mercaderes de una falsa misericordia

Empecemos reconociendo una verdad que no admite discusión. Todos, sin excepción, somos pecadores. Unos más, otros menos, pero todos estamos lejos de cumplir a la perfección la voluntad del Señor en nuestras vidas. Una perfección a la que estamos llamados, a menos que creamos que Cristo se equivocó al decir: “Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Y como también enseña Santiago la paciencia producida por nuestra fe nos ha de llevar a ser ”perfectos e íntegros, sin ninguna deficiencia” (Stg 1,4).

La necesidad de reconocer nuestra condición de pecadores es absoluta. Jesucristo puso un ejemplo bien claro para que lo entendiéramos:

«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano.

El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.

El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.

Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

Luc 18-10-14

No hay cosa más peligrosa para la salvación que considerarse en un grupo distinto del de los pecadores. Quien se cree ya lo suficientemente santo como para que Dios tenga que premiarle, sí o sí, con la salvación, está a las puertas del abismo de la condenación. Y si encima desprecia a los que, según su criterio, son pecadores sarnosos dignos de la aniquilación, es harto probable que haya cruzado ya esas puertas.

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