Buenismo no, gracia sí
No puedo evitar estremecerme profundamente al leer estas palabras, pronunciadas por el Beato Juan XXIII hace más de 50 años durante la apertura del Concilio Vaticano II:
No es que falten doctrinas falaces, opiniones y conceptos peligrosos, que precisa prevenir y disipar; pero se hallan tan en evidente contradicción con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan perniciosos, que ya los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlos, singularmente aquellas costumbres de vida que desprecian a Dios y a su ley, la excesiva confianza en los progresos de la técnica, el bienestar fundado exclusivamente sobre las comodidades de la vida. Cada día se convencen más de que la dignidad de la persona humana, así como su perfección y las consiguientes obligaciones, es asunto de suma importancia. Lo que mayor importancia tiene es la experiencia, que les ha enseñado cómo la violencia causada a otros, el poder de las armas y el predominio político de nada sirven para una feliz solución de los graves problemas que les afligen.
Hace medio siglo yo no había nacido y por tanto no puedo decir si entonces las cosas eran como las describía el Papa. Supongo que el Santo Padre dijo lo que dijo porque eso era lo que parecía que estaba pasando. Aun así, me pregunto en qué parte del evangelio aparece la idea de que los hombres son capaces “por sí solos” de darse cuenta del mal y condenarlo.
Pero en todo caso, cualquier parecido con lo que pasa medio siglo después es pura coincidencia. Más bien ocurre exactamente lo contrario. La dignidad de la vida humana está en sus horas más bajas. El aborto es el pan nuestro de cada día. La eutanasia está avanzando a pasos agigantados. Y las costumbres de vida que desprecian a Dios las vemos a diario en los medios de comunicación. Y lo que es peor: están en nuestra leyes. Muchas se han convertido en un “derecho". Esto no es discutible. Es la realidad.
No podemos caer en el error luterano, que señala que el hombre no tiene remedio y que la naturaleza humana está tan corrompida que solo podemos salvarnos por medio de un solafideísmo ajeno a una verdadera santificación. Pero sin gracia, no hay bien posible. Sin gracia, el hombre está perdido. Sin gracia, el hombre no puede cumplir la voluntad de Dios. O predicamos la gracia o tendremos generaciones enteras de cristianos espiritualmente inválidos. Ni serán capaces de reconocer el mal, ni mucho menos oponerse al mismo. La fe sin obras es una farsa. No salva. Intentar hacer las obras que Dios quiere que hagamos sin su gracia operando en nosotros no es que sea una farsa. Es que es imposible. ¿Entendemos ya la necesidad de recuperar una vida sacramental sana? Dios nos conceda entenderlo. Y vivir esa vida. Sin Él, nada somos. En Él, lo somos todo.
Luis Fernando Pérez Bustamante