¿Por qué llaman adulta a la que es adúltera?
Con motivo del próximo homenaje al teólogo (ateólogo según Apolonio Cromañónez) Torres Queiruga, he vuelto a leer la tesis de que la teología heterodoxa modernista ayuda a tener una fe adulta. Muchos de los fieles de dicha ateología creen que ellos son el puente necesario entre el mundo de la fe y la ciencia, entre la Iglesia y el mundo moderno.
¿Y en qué consiste dicha fe adulta? Pues básicamente parte de dos presupuestos:
1- Todo lo que en la Escritura -desde al AT al NT- huela a milagro o a hecho inexplicable desde el punto de vista de las leyes naturales, ha de ser descartado. Puede ser o mero mito o construcciones teológicas de las comunidades cristianas de cara a reforzar el mensaje evangélico.
2- La modernidad ayuda a perfeccionar la fe, alejando a la Iglesia de las tinieblas de una Tradición que esclavizaba a los fieles convirtiéndolos en meros crédulos irracionales.
En realidad, esa manera de hacer teología, incluidas las aproximaciones históricas contrarias a la fe, convierte la Revelación cristiana en poco más que una moralina adornada de leyendas y ritos mágicos, más propios del mundo de la novela que de la fe cristiana.
Por otra parte, no son nada originales estos ateólogos de la nada. Todo está inventado y propuesto desde el protestantismo liberal, que no deja de ser uno de los hijos predilectos de la Ilustración, esa señora que fue más allá que Lutero al negar no sólo la autoridad de la Iglesia sino la de Dios mismo. No hay nada de lo que proponen los Queiruga y Pagola de hoy que no aparezca en los Bultmann y cía de ayer o anteayer.
Ese protestantismo liberal hizo de quintacolumna del ateísmo en el seno del cristianismo. Como no se podía eliminar la Biblia sin más, procedieron a destruirla desde dentro, desde la condición de biblistas. Es más efectivo cargarse al enemigo en su propio terreno que hacerlo desde la distancia.
Una de las máximas de todos esos ateólogos consiste en llamar fundamentalistas a los que no les ríen sus gracias. Es decir, aquellos que creemos que las aguas del mar se abrieron para dar paso al pueblo de Israel que huía del faraón, aquellos que confesamos que Cristo nació de una virgen, aquellos que sostenemos que los evangelios de la infancia no son ahistóricos, aquellos que enseñamos que el Señor hizo verdaderamente milagros y expulsó demonios y aquellos que sostenemos, como san Pablo, que si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe, somos en realidad una panda de integristas que infectamos al pueblo de Dios con la fe del carbonero.
Ocurre que nosotros no tenemos otra fe que la de los apóstoles, la de sus sucesores, la de los santos y profetas que han sido testigos de Cristo durante dos milenios. Creemos esencialmente lo mismo que un cristiano convertido al Señor por la predicación de los apóstoles. Lo mismo que un cristiano defensor de la verdadera fe contra la herejía arriana. Lo mismo que el católico que era martirizado por los enemigos de Cristo en la España del 36. En otras palabras, quienes nos llaman fundamentalistas e integristas están lanzando esa adjetivo contra la Iglesia de Cristo de ahora y de siempre.
¿En qué creen ellos? En un Cristo falso, hecho a imagen y semejanza de sus mentes tenebrosas, influenciadas por ese espíritu mundano que reniega de lo sobrenatural. En vez de ser luz del mundo, si es que alguna vez lo fueron, dejaron que el mundo -en el sentido bíblico del término- contaminara su fe. Y no sólo se permitieron que su fe fuera destruida, sino que se han convertido en agentes activos de la destrucción de la fe de los muchos necios que siguen sus erróneas enseñanzas. A ellos se les puede aplicar perfectamente las siguientes palabras de Cristo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y, cuando llega a serlo, le hacéis hijo de condenación el doble que vosotros!“. Hipócritas son, porque no creyendo en el evangelio, pretenden que su fe adúltera es en realidad adulta. Y malditos son por crear escuela, por hacer discípulos entre fieles que prefirieron abandonar la fe de sus padres para creer en sus mentiras. Tanto tiene eso nada de particular. Ya decía el Qohelet: “perversi difficile corriguntur et stultorum infinitus est numerus” (Eccl 1,15)
Más grave que la existencia de estos fabricantes de agnosticismo y ateísmo pseudo-cristiano me parece el hecho de que muchos de ellos campen libremente por los prados en los que se alimenta el rebaño de Cristo. Tenerles dentro de la Iglesia es como permitir la presencia de prostitutas y chaperos en una casa de castidad. Es como pretender que tus hijos adolescentes venzan en su batalla contra las hormonas al mismo tiempo que les animas a ver pornografía en la tele o el ordenador. Que haya herejes es normal. Que se les deje en paz en nombre de una falsa caridad pastoral no sólo no es normal, sino que supone una traición en toda regla a Cristo y a sus fieles. Una traición por la que tendrán que rendir cuentas a Dios los responsables de la misma. Y es que no sólo se traiciona a Cristo dándonle un beso en su mejilla por treinta monedas de plata. También se le pisotea dejando que su mensaje sea entregado adulterado a quienes necesitan de la pureza del evangelio para ser salvos.
Para todos es la advertencia del apóstol san Pablo:
Me maravillo de que tan pronto, abandonando al que os llamó a la gracia de Cristo, os paséis a otro evangelio. No es que haya otro; lo que hay es que algunos os turban y pretenden pervertir el Evangelio de Cristo. Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema.
(Gal 1,6-8)
Y el mandato del apóstol San Juan:
Todo el que se extravía y no permanece en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios; el que permanece en la doctrina, ése tiene al Padre y al Hijo. Si alguno viene a vosotros y no lleva esa doctrina, no le recibáis en casa ni le saludéis, pues el que le saluda comunica en sus malas obras.
(2 Jn 9-11)
No podemos ignorar esas advertencias. De ellas depende nuestra salvación y la de muchos.
Luis Fernando Pérez