Eficaz remedio para Iglesias débiles o enfermas
Los milagros sí suceden es el edificante libro de la M. Briege McKenna, OSC, que he releído varias veces, y a quien tuve la gracia de saludar personalmente durante el 50.º Congreso Eucarístico en Dublín en junio del pasado año.
En el prefacio del libro, el P. Francis A. Sullivan S.J., dice:
«Sor Briege ha ejercido un ministerio con los sacerdotes y a favor de los sacerdotes -por tal cantidad de ellos y en tantos lugares del mundo- que no dudo en afirmar que ninguna mujer ha conmovido y cambiado la vida de tantos sacerdotes como ella lo ha hecho. Y me alegra poder decir que yo soy uno de ellos».
Sor Briege McKenna, de las Hermanas de Santa Clara, nacida en Irlanda, en 1970 después de sufrir durante más de tres años de artritis deformante, fue sanada milagrosa e instantáneamente durante la celebración de la Eucaristía. Cuenta en su libro la historia de su encuentro con el poder sanador de Dios, en ese escrito y en otros, comparte sus enseñanzas sobre la fe, el poder sanador de la Eucaristía, y el misterio de la vocación sacerdotal.
El mayor beneficio que pueda concedernos Dios es que podamos hallarle en cualquier momento de la vida. Dios está presente en el campo y en el mar, en el ómnibus que nos lleva a la casa y en el jardín donde nos sentamos a descansar, en lo más alto de las nubes y en lo más profundo de un volcán.
Y de un modo especial y más real en el sagrario, allá Cristo en forma de pan está tan presente como en los campos de Galilea al tiempo de su predicación y tan presente que en el Calvario muerto por nuestra salvación. En el sagrario está vivo como en un palacio donde nos aguarda para escucharnos, atendernos, consolarnos, fortalecernos.
Hoy en día pareciera
«que no pocas Iglesia locales aceptan en la práctica configurarse al modo protestante… Hay Iglesias católicas locales agonizantes, debido a la abundancia del error. Esto es una verdad evidente» (Autoridad apostólica debilitada, José Mª Iraburu), «cuántas miserias inmensas de ciertas Iglesias locales se explican hoy principalmente porque les falta humildad necesaria para volverse al Señor en una actitud profundamente suplicante» (Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción, José Mª Iraburu).
Antiguamente existía la devoción al Santísimo Sacramento por medio de las Horas Santas que consistían en pasar los 60 minutos entre meditaciones, canciones, plegarias, sobre todo en avivar la fe, de que allá mismo, en la Hostia expuesta en la custodia estaba realmente Cristo. Era muy frecuente la visita al Santísimo oculto en el sagrario cada vez que se pasaba delante del templo, y se entraba en él, para conectar con Jesús.
Una devoción preciosa y utilísima porque enciende el alma en el amor de un Dios que nos busca en todos nuestros caminos.
Con motivo de la festividad del Corpus Christi de 1996, 28 de mayo, el Beato Juan Pablo II ha recomendado esta búsqueda de Jesús y la permanencia de un rato con él. Exhorta
«a los cristianos visitar regularmente a Cristo presente en el Santísimo Sacramento del altar, pues todos estamos llamados a permanecer de manera continua en presencia de Dios, gracias a Aquel que permanece con nosotros hasta el fin de los tiempos.
A través de la contemplación, los cristianos percibirán con mayor profundidad que el misterio pascual está en el centro de toda la vida cristiana. Este hecho los lleva a unirse más intensamente en el misterio pascual y a hacer del sacrificio eucarístico, don perfecto, el centro de su vida, según su vocación específica, porque “confiere al pueblo cristiano una dignidad incomparable” (Pablo VI, Mysterium fidei, 37).
En efecto, en la Eucaristía Cristo nos acoge, nos perdona, nos alimenta con su palabra y su pan, y nos envía en misión al mundo; así, cada uno está llamado a testimoniar lo que ha recibido y a hacer lo mismo con sus hermanos. Los fieles robustecen su esperanza, descubriendo que, con Cristo, el sufrimiento y la tristeza pueden transfigurarse, puesto que con él ya hemos pasado de la muerte a la vida. Por eso, cuando ofrecen al Señor de la historia su propia vida, su trabajo y toda la creación, él ilumina sus jornadas» (Mensaje de Juan Pablo II a monseñor Albert Houssiau, obispo de Lieja, en el 750 aniversario de la fiesta del Corpus Christi, 28-5-1996, nn. 6-8).
Comunicarse en amor con Jesús acudiendo a sus sagrarios, y dedicando mente y corazón con plenitud a su persona enriquece fabulosamente el alma, pero ¿qué frutos ha de sacar quien no se acuerda de que Jesús le espera en un sagrario cualquiera, que desea llenarle de todos los bienes espirituales y materiales, que desea hacer gustar su intimidad tan sabrosa, que engendra en el alma una dulce esperanza?
«La Iglesia nos manda asistir a Misa no porque Jesús nos necesite, sino porque, como toda buena madre, la Iglesia sabe que nosotros necesitamos del Pan de Vida para vivir en un mundo que Jesús mismo nos dijo que nos odiaría tanto como lo odió a Él» (Los milagros si suceden, M. Briege McKenna).
«Reconocer la gravedad de los males presentes, tanto en e mundo como en la Iglesia, es completamente necesario para que la súplica se alce a Dios y se eleve con fuerza y perseverancia», «acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y obtener la gracia en el auxilio oportuno» (Heb 4, 16) (Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción, José Mª Iraburu).
Pregúntese cuáles horas y cuántas ha pasado Usted ante el sagrario solamente para dialogar con Jesús, y se dará cuenta de por qué está Usted tan triste, tan desolado, tan desconfiado, es que no quiere buscar ni hallar a Dios con su alegría.