LVII. Conveniencia de la muerte de Cristo

La redención[1]

En el tratado de la vida de Cristo, que se encuentra en la Suma teología, Santo Tomás dedica cinco cuestiones a la pasión. En la última de ellas, se ocupa de su final, la muerte. En el primer artículo que le dedica, se plantea el problema de su conveniencia.

La tesis de Santo Tomas es que fue conveniente que Cristo muriese. Da cinco razones que lo prueban. La primera: «para satisfacer por el género humano, que había sido condenado a muerte por el pecado, según la sentencia que se lee en el Génesis: «El día que comáis de él, ciertamente moriréis»(Gn 2, 17).Y es, sin duda, buen modo de satisfacer por otro el someterse a la misma pena que ese tal merecida. Por eso Cristo quiso morir, para que muriendo, satisficiese por nosotros, según lo que dice San Pedro: «Cristo murió una vez por nuestros pecados» 1 Pe 3,18)»[2].

De modo más preciso puede afirmarse: «Cristo sufrió por nosotros lo que nosotros debíamos sufrir por el pecado de nuestro primer padre, y principalmente la muerte, a la cual están ordenadas todas las pasiones humanas como a su final. Por esto dice el Apóstol: «porque el estipendio y pago del pecado es la muerte,» (Rm 6, 23). Cristo, inocente, sufrió la pena que debíamos padecer nosotros, «porque el culpable puede librarse de la pena que debería sufrir, si otro inocente se somete por él a tal pena»[3].

Cristo quiso sufrir la muerte para satisfacer por todos nuestros pecados, el original y los propios, y así redimirnos de la pena de la muerte. Además, quiso padecer muerte de cruz, «porque así convenía, como remedio de satisfacción, que el hombre fuese castigado por aquellas cosas en que había pecado. En el libro de la Sabiduría se dice: «por aquellas cosas en que uno peca, por esas mismas es también atormentado» (Sab 11, 17). El pecado del primer hombre consistió en que, contra la prohibición de Dios, comió del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y Cristo en lugar suyo quiso ser enclavado en el árbol de la Cruz para pagar una deuda que no había contraído, como dice el Salmista (Sal 58, 5: «Ni mi maldad, ni mi pecado Señor; sin injusticia corrí y ordené mis pasos»)»[4].

Merecíamos un castigo por nuestros pecados, e infimito por nuestra culpa, porque van contra el bien infinito que es Dios. «Pero Cristo con su pasión nos libró de tal castigo y lo sufrió Él mismo, pues «llevó nuestros pecados (esto es la pena del pecado) en su cuerpo en el madero» (1 Pe 2, 24)»[5]. Sufrió así en el árbol de la cruz el castigo que merecían las culpas de nuestros pecados.

La naturaleza humana de Cristo

Fue también conveniente que Cristo muriese: «para demostrar la verdad de la naturaleza que había tomado. Porque, como dice Eusebio de Cesárea: «si después de haber vivido con los hombres, súbitamente hubiera desaparecido, rehuyendo la muerte, todos le hubieran comparado con un fantasma (Sobre las alabanzas de Constantino, c. 15)»[6].

La muerte de Cristo probaba la realidad de su naturaleza humana, idéntica a nosotros en el estado de naturaleza, aunque no afectada por pecado alguno, junto con los otros sufrimientos consecuentes del pecado. De manera que «Cristo, además de sufrir la muerte, quiso sufrir también las demás miserias que por el pecado del primer padre pasaron a los descendientes de éste, a fin de que, tomando íntegramente la pena del pecado, nos librase perfectamente del mismo, por medio de su satisfacción».

Explica Santo Tomás que: «algunas de estas miserias son anteriores a la muerte, y otras son posteriores. Preceden a la muerte las pasiones del cuerpo: naturales –como el hambre, la sed, la fatiga y otras semejantes–; cosas todas que Cristo quiso sufrir, como provenientes del pecado. Porque, si el hombre no hubiera pecado, no hubiera sentido ni hambre, ni sed, ni cansancio, ni frío, ni hubiera sufrido las pasiones violentas exteriores»[7].

Precisa seguidamente sobre la pasibilidad de su naturaleza humana que: «Cristo sufrió todas estas pasiones, pero de distinto modo que los demás hombres. En los demás hombres no hay nada que pueda resistir a tales pasiones; Cristo, por el contrario, podía resistirlas, no sólo por la virtud divina increada, sino también por la bienaventuranza del alma. No se olvide que la virtud de la bienaventuranza es tan grande que, según San Agustín, rebosa el alma de los bienaventurados y redunda en su cuerpo (cf. Ep. 118, A Dióscoro, c. 3, n. 14). Por ello, después de la resurrección, el alma será glorificada por la visión y el pleno gozo de Dios; y el cuerpo, unido a esta alma gloriosa, será glorioso, impasible e inmortal».

Por consiguiente: «como el alma de Cristo gozaba ya de la visión perfecta de Dios, era necesario que, en virtud de esta visión, su cuerpo fuese impasible e inmortal por la comunicación de la gloria del alma al cuerpo». Sin embargo: «por disposición divina, su cuerpo pudo sufrir, aun cuando el alma gozara de la visión de Dios, por la supresión de la comunicación de la gloria del alma al cuerpo; porque lo que era natural en Cristo según la naturaleza humana dependía de su voluntad», por el poder de la divinidad que domina a toda la naturaleza. Por tanto: «podía a voluntad impedir la redundancia de las partes superiores en las inferiores, dejando que cada parte sufriera o hiciera lo que le era propio, sin impedimento alguno de la otra parte, lo cual no puede suceder en los demás hombres»[8].

De ello, se infiere también que: «Cristo sufrió en la pasión dolores extremos, porque los dolores corporales en nada eran mitigados por los goces superiores de la razón, del mismo modo que el dolor del cuerpo no era obstáculo para los goces de la razón»[9].

El temor a la muerte

La tercera razón de la conveniencia de la muerte de Cristo fue, añade Santo Tomás: «para que muriendo, nos librase del temor de la muerte. Por eso se dice en la Epístola a los hebreos: «comunicó en la carne y en la sangre para que al destruir con la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es al diablo, y liberará a aquellos que con el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a la servidumbre» (Heb 2,14-15)»[10].

Al comentar estas palabras de San Pablo, explica Santo Tomás que en la Escritura a veces: «carne se toma como sinónimo de cuerpo (…) y sangre de alma, no precisamente porque la sangre misma sea el alma, sino porque sin ella no se conserva el cuerpo». Otras: «se entiende por ellas los vicios de la carne y de la sangre», del cuerpo y del alma.

En este pasaje no tienen este último significado, porque: «Cristo tomó una naturaleza sin pecado, pero pasible, porque la carne que tomó era semejante a la pecadora». El sentido sería, por tanto: «puesto que tuvieron una naturaleza pasible, por la misma razón él mismo Cristo se hizo a una con ellos, esto es, los hombres en la naturaleza de la carne y la sangre, o participó de las mismas cosas».

El provecho que se siguió de su muerte, queda indicado al decir San Pablo: «que al destruir con la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es al diablo», porque, el diablo nos tenía asidos, y nosotros estábamos en sus garras; y queda mostrada también la razón de haber tomado la naturaleza en la que podía padecer y morir, cosa que no hubiese podido con la divina».

Podría preguntarse, en primer lugar, por qué el diablo tiene el «señorío» de la muerte, siendo tal potestad sólo de Dios. Se comprende porque «de una manera el señorío lo tiene el juez, que da la muerte cuando castiga con ella; y de otra el ladrón, que con sus malas obras adquiere méritos para la muerte para sí», y en este sentido ser señor de ella.

Del primer modo, Dios tiene el señorío, por esto dijo: «El día que comáis de él, ciertamente moriréis» (Gn 2, 17). Del segundo, el demonio, que induciendo al hombre al pecado, lo condenó a la muerte: «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 2, 24).

También, en segundo lugar, se puede preguntar por qué Cristo con su muerte no nos libró al instante de la muerte, sino del temor a la muerte. A ello responde Santo Tomás. «Al instante nos libró de la muerte en lo que mira a su causa, mas no luego de la misma muerte, aunque sí del temor de la muerte; y la razón es porqué si nos hubiese librado de la muerte corporal, el servicio de los hombres a Cristo sería por interés de los bienes materiales, y así se perdería el mérito de la esperanza y de la fe; por modo parecido, aun las mismas penas nos son meritorias para la vida eterna, «ya que es preciso pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios (Hch 14, 21)»[11].

Morir al pecado

Elcuarto motivo de la conveniencia de la muerte Cristo, que da seguidamente Santo Tomás, fue: «para que, muriendo en el cuerpo «según la semejanza del hombre pecador», esto es, sufriendo las penas, nos diera ejemplo de morir espiritualmente al pecado. Por esto se dice en la Epístola a los romanos «Porque, muriendo, murió al pecado una vez para siempre; pero, viviendo, vive para Dios. Así pues, también vosotros haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en nuestro Señor Jesucristo» (Rm 6, 10-11)»[12].

Sobre la afirmación de San Pablo «murió al pecado», en este pasaje citado, se ha escrito en la actualidad: «frase misteriosa, que parece equiparar a Cristo con el pecador, que, al convertirse, rompe de una vez para siempre los lazos que le tenían sujeto al pecado».

La razón sería que. «Cristo también, por su inefable dignación, antes de su muerte estaba en cierto modo sometido al pecado: no a pecado alguno personal, pues era la misma inocencia, sino al pecado del mundo, que sobre sí había tomado y por lo cual, muriendo, había de satisfacer a la justicia divina».

Por consiguiente: «al librarse con la muerte de esta especie de sujeción al pecado, puede decirse que murió al pecado. Y como esta muerte al pecado fue definitiva y eterna, quiere San Pablo que el pecador a su imitación rompa con el pecado de una vez para siempre»[13].

Parecida explicación, pero más detallada y argumentada, da Santo Tomás al comentar estos dos versículos de San Pablo. Nota que: «al decir «murió al pecado una vez para siempre» (Rm 6, 10) , no se entienda que haya Él muerto a un pecado que Él mismo cometiera o contrajera, porque de ninguna manera hubo en Él lugar para el pecado. Sino que se dice que murió al pecado de dos maneras. La primera, porque murió por suprimir el pecado (…) Dios lo hizo victima en sacrificio por el pecado. La segunda, porque murió a la semejanza de la carne de pecado, esto es, a la vida pasible y mortal».

De las dos maneras se sigue que: «Cristo murió para siempre porque murió al pecado. En cuanto a lo primero es claro que por una sola muerte destruyó todos los pecados (…) Por lo cual no es de sostenerse que al presente muera por el pecado (…) En cuanto a lo segundo (…) porque si Cristo soportó la muerte para que en Él se extinguiera la semejanza de la carne del pecado, su muerte debió conformar a otros que llevaran sobre sí la carne de pecado, que de una vez mueren».

San Pablo, por ello, concluye que: «estemos «muertos al pecado», esto es, a la vida mortal, que tiene semejanza con el pecado, que jamás volvamos a ella, y por lo mismo que se viva en conformidad con Dios (…) Por lo cual agrega «pero vivos para Dios en nuestro Señor Jesucristo» (Rm 6, 11), o sea por Cristo por el cual morimos a los pecados y vivimos para Dios; o bien en Cristo Jesús, esto es, como incorporados a Cristo Jesús, para que por su muerte muramos al pecado y por su resurrección vivamos para Dios»[14].

La esperanza de la resurrección

La última razón que da Santo Tomás de la conveniencia de la muerte de Cristo es para darnos esperanza en la resurrección. De manera que con su muerte «resucitando de entre los muertos, demostrase el poder con que venció la muerte y nos diera esperanza de resucitar de entre los muertos. Por esto dice el Apóstol: «Si de Cristo se predica que ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo algunos de entre vosotros dicen que no habrá resurrección de los muertos?» (1 Cor 15, 12)»[15].

En la Escritura, por tanto, se afirma claramente que al igual que hemos quedado liberados de la culpa, debida al pecado, por la muerte de Cristo, seremos liberados también de la muerte, última pena del mismo, por la resurrección de Cristo. Sin embargo, «el efecto de la resurrección de Cristo en cuanto a la liberación de la muerte lo conseguimos al final de los siglos, cuando todos resucitemos por virtud de Cristo»[16].

Explica Santo Tomás, al comentar la afirmación de San Pablo: «fue entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación»[17], o para nuestra regeneración, para que de pecadores o injustos pasásemos a ser justos, que el Apóstol: «dice que la muerte de Cristo, con la cual se extinguió en Él la vida mortal, es la causa de la extinción de nuestros pecados, también dice que su resurrección, por la cual revertió a la nueva vida de la gloria, es la causa de nuestra justificación, por la cual cobramos la novedad de la justicia»[18] ante Dios.

Indica Santo Tomás asimismo que: «la Resurrección de Cristo sea causa de nuestra resurrección corporal se demuestra también por estas palabras de la Epístola a los Corintios: «si se predica a Cristo como resucitado de entre los muertos, ¿cómo es que algunos de vosotros andan diciendo que no hay resurrección de muertos?» (1 Cor 15, 12)»[19].

Comenta seguidamente: «con razón admirable atribuye el Apóstol la remisión de los pecados a la muerte de Cristo y nuestra justificación a su Resurrección, para designar la conformidad y semejanza del efecto con la causa. Porque como se quita el pecado cuando es perdonado, así también Cristo al morir dejó la vida pasible en que se encontraba la semejanza del pecado. Cuando uno es justificado adquiere nueva vida y, por lo mismo, resucitando Cristo adquirió la novedad de la gloria». Por ello: «la resurrección de Cristo fue la causa de nuestra resurrección»[20].

Cristo resucitó, también lo haremos nosotros, y se confirma con esta observación del escriturita ya citado: «La conexión que existe entre la resurrección de Cristo y la nuestra se debe a la unidad del cuerpo místico de Cristo cuya cabeza es el mismo Salvador, cuyos miembros son todos los fieles; y sería algo monstruoso una cabeza viva de un cuerpo muerto. En virtud de esta conexión la muerte ya no es muerte, sino sueño o reposo pasajero»[21].

Dificultades de la conveniencia de la muerte de Cristo

Sobre la conveniencia que Cristo muriese se puede objetar, en primer lugar que: «Lo que en un orden de cosas es primer principio no se dispone por lo que le es contrario, como el fuego, que es principio de calor, nunca puede ser frío. Pero el Hijo de Dios es el principio y la fuente de toda vida, según aquellas palabras del Salmo: «En ti está la fuente de la vida». (Sal 35, 10); luego parece no haber sido conveniente que Cristo muriese»[22].

Advierte Santo Tomás que ello no representa dificultad alguna, porque «Cristo es la fuente de la vida como Dios, pero no como hombre. Y murió no en cuanto Dios, sino en cuanto hombre. De ahí que diga Agustín: «Lejos de nosotros pensar que Cristo sufrió la muerte de modo que, siendo El la vida, haya perdido la vida. De haber sido esto así, se hubiera secado la fuente de la vida. Experimentó, pues, la muerte por participación de la condición humana, que voluntariamente había tomado; pero no perdió el poder de la naturaleza, por el que da vida a todas las cosas» (Virgilio de Tapso, Unid. Trinidad, c. 20)»[23].

En segundo lugar, que no fue inconveniente que Cristo muriese, porque: «el defecto de la muerte es mayor que el de la enfermedad, pues a la muerte se llega por la enfermedad, pero, no fue conveniente que Cristo padeciese de enfermedad alguna»[24].

A ello replica Santo Tomás que: «Cristo no sufrió la muerte causada por una enfermedad, para no dar la impresión de que moría por necesidad a causa de la flaqueza de la naturaleza. Pero sufrió la muerte traída desde el exterior, ofreciéndose a ella espontáneamente, para demostrar que su muerte era voluntaria»[25].

Por último, en tercer lugar, dice el Señor «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Pero un opuesto, la muerte no conduce al otro opuesto. Luego parece que no fue conveniente que Cristo muriese»[26].

Responde Santo Tomás: «un opuesto de suyo no lleva a otro opuesto; pero alguna vez accidentalmente, como a veces lo frío, alguna vez, produce calor. Y de este modo, Cristo por su muerte, nos condujo a la vida, porque con su muerte destruyó la nuestra, al modo en quien sufre un castigo por otra persona, le libra de tal castigo»[27].

 

Eudaldo Forment

 



[1] P.P. Rubens, Las tres cruces (1620).

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 50, a. 1, in c.

[3] ÍDEM, Compendio de teología, c. 227, 475.

[4] Ibíd., c. 228, 478.

[5] ÍDEM, Exposición del Símbolo de los apóstoles, art. 4, 69.

[6] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 50, a. 1, in c.

[7] ÍDEM, Compendio de teología, c. 231, 486.

[8] Ibíd., c. 231, 487.

[9] Ibíd., c. 231, 488.

[10] Ibíd., III, q. 50, a. 1, in c.

[11] ÍDEM, Comentario a la  Epístola de San Pablo a los hebreos, c. II, lec. 4

[12] ÍDEM, Suma teológica,, III, q. 50, a. 1, in c.

[13] José M. Bover, Las epístolas de San Pablo, Barcelona, Editorial Balmes, 1959, 4ª ed.., p. 38.

[14] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 6. lec. 2.

[15] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 50, a. 1, in c.

[16] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 79.

[17] Rm 4, 25.

[18] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 4. lec. 3.

 

[19] ÍDEM, Compendio de Teología, c. 239, 513.

[20] Ibíd. c. 239, 514.

[21] José M. Bover, Las epístolas de San Pablo, op. cit., p. 173.

[22] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 50, a. 1, ob. 1.

[23] Ibíd., III, q. 50, a. 1, ad 1.

[24] Ibíd., III, q. 50, a. 1, ob. 2.

[25] Ibíd., III, q. 50, a. 1, ad, 2..

[26] Ibíd., III, q. 50, a. 1, ob. 3.

[27] Ibíd., III, q. 50, a. 1, ad 3.

 

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