Santa Teresa de Calcuta
Una vez pude saludar personalmente a la madre Teresa de Calcuta. Me regaló una medallita, después de trazar sobre ese objeto piadoso una especie de bendición.
Cualquier creyente, y más si ha vivido entre la miseria, tiene dificultades para creer. La fe no es obvia. La fe es un don de Dios; pero un don que, humanamente, resulta costoso.
Muchas realidades cuestionan la fe. No en último lugar el constatar la inanidad de lo humano. ¿Merece la pena que un Dios, que lo es todo, fije en nosotros su mirada? ¿Por qué no pensar en un Dios feliz en sí mismo que se desentiende del mundo, y de esos peculiares habitantes del mundo que somos los hombres?
Escandaliza más un Dios creador, providente y redentor que la misma idea de Dios. Dios, puede ser. Pero Dios y nosotros; Dios encarnado -Belén, Nazaret y el Calvario-, es mucho Dios o ningún Dios. La razón sola, en su autosuficiencia, puede admitir el deísmo o la nada.
Podemos caer en la ligereza de dar la fe por descontada. Lo paradójico de la fe consiste en ser gracia. Es imposible creer sin la ayuda de Dios, sin su auxilio interior, sin que Él mueva nuestro corazón, abra los ojos de nuestro espíritu y nos conceda el gozo de aceptar la verdad.
El Catecismo dice que la fe, «luminosa por aquel en quien cree, […] es vivida con frecuencia en la oscuridad […] El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura» (n. 164).
No sólo la madre Teresa de Calcuta ha conocido la noche purificadora. Otra Teresa, Teresa de Lisieux, pudo experimentar lo mismo al sentir que le decían, ante la perspectiva de la muerte: «Crees que un día saldrás de las tinieblas que te rodean. ¡Adelante, adelante! Alégrate de la muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada».
La fe, la noche oscura, o «la noche de la nada». Teresa de Calcuta, ¡ora pro nobis!
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