La puerta humilde
Homilía para el IV Domingo de Pascua (Ciclo A)
Jesús se define a sí mismo como la puerta que conduce a la vida: “Yo soy la puerta de las ovejas: quien entre por mí se salvará” (Jn 10,9). “Él se llama puerta por ser el que nos conduce al Padre”, dice San Juan Crisóstomo. La súplica de los profetas: “Ojalá rasgases el cielo y descendieses” (Is 63,19) ha sido escuchada. Jesús es el Verbo encarnado, la verdadera puerta del cielo descendida a la tierra (cf Jn 1,51), el único Mediador por el cual los hombres tienen acceso al Padre.
Por su Pasión y su Resurrección, Cristo ha cruzado ya los umbrales de la muerte. Él es el Viviente, el Santo y el Verdadero que, como dice el Apocalipsis, tiene la llave de David que da acceso a la nueva Jerusalén, al cielo, “de forma que si él abre, nadie cierra, y si él cierra, nadie abre” (Ap 3,7). En la tierra, el germen y el principio del reino de los cielos es la Iglesia, el redil “cuya puerta única y necesaria es Cristo” (Lumen gentium 6).
¿Cómo se entra por esta puerta? Sabemos que es estrecha (cf Mt 7, 14) y que no se puede traspasar sin la humildad: “Cristo es una puerta humilde; el que entra por esta puerta debe bajar su cabeza para que pueda entrar con ella sana”, comenta San Agustín. Y en otro pasaje añade el Santo Doctor: “Entra por la puerta el que entra por Cristo, el que imita la pasión de Cristo, el que conoce la humildad de Cristo, que siendo Dios se ha hecho hombre por nosotros”.
El apóstol San Pedro incide en la humildad como elemento esencial del testimonio cristiano; un testimonio que incluye la disponibilidad a sufrir con paciencia penas injustas. Se trata de seguir las huellas de Cristo, el Pastor y Guardián de nuestras almas, que en su pasión “no devolvía el insulto cuando lo insultaban; sufriendo no profería amenazas; sino que se entregaba al que juzga rectamente” (1 Pe 2,23). La vía de la humildad es el camino que nos permite acercarnos a Cristo, adherirnos a Él, seguirle y atenernos a su mensaje.
El que entre por la puerta de Cristo se salvará. Podrá así escapar a la muerte y alcanzar la vida definitiva. La Iglesia es el ámbito donde encontramos, en la palabra de Dios y en los sacramentos, el pasto abundante que sacia nuestra hambre y nuestra sed; el lugar de la vida, de la actividad y de la libertad, del amor y de la solidaridad mutua.
“Ha resucitado el Buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey”, dice la liturgia. La fe pascual infunde en nuestros corazones la serenidad y la confianza. Cristo camina delante de nosotros y su voz nos acompaña disipando el miedo. Él “me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 22).
Al Señor encomendamos a todos los pastores de la Iglesia para que no se comporten como ladrones y bandidos, sino para que reproduzcan en sus vidas la imagen de Jesucristo y para que de este modo lleven a los hombres a Dios. Como afirmaba Benedicto XVI, “los fieles esperan de los sacerdotes solamente una cosa: que sean especialistas en promover el encuentro del hombre con Dios”. Que el Señor suscite sacerdotes santos, para que el débil rebaño de su Hijo “tenga parte en la admirable victoria de su Pastor”.
Guillermo Juan Morado.
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