¿Funeral de Estado?
La expresión, tan oída estos días, de “funeral de Estado” resulta un tanto ambigua. La palabra “funeral” hace referencia a las exequias y a la solemnidad con la que se celebran. ¿Puede el Estado celebrar las honras fúnebres de un mandatario o de las víctimas de un accidente o de un atentado? Sí, claro que puede. El Estado tiene su propio ritual para llevar a cabo un acto solemne de despedida de una personalidad significativa. Lo hemos visto con ocasión de la muerte del presidente Adolfo Suárez: la capilla ardiente en el Congreso, en el llamado “Salón de los Pasos Perdidos”, las salvas militares, etc.
Ahora bien, si entre esas honras fúnebres se decide organizar un acto religioso, no parece que sea el Estado el que haya de trazar el guión de cómo ha de ser ese acto. Esa tarea, celebrar el funeral religioso, compete a la Iglesia, a la comunidad eclesial o a la comunidad religiosa a la que hayan pertenecido el mandatario en cuestión o aquellas personas por las que se ofrece ese oficio – si son muchas, habrá que considerar la religión de la mayoría de ellas o bien optar por una celebración ecuménica o interreligiosa, si eso fuese posible - .
Un nivel y otro de las honras fúnebres – el puramente civil y el religioso – deberían distinguirse, aunque no es preciso que se separen. En la parte civil de las pompas fúnebres, corresponde a los funcionarios competentes del Estado diseñar todo, conforme a las pautas que se hayan acordado. En la parte religiosa, el Estado – o sus funcionarios – no diseñan nada. A lo sumo, podrán coordinar el necesario protocolo y la seguridad, si al acto religioso asisten autoridades públicas, nacionales o extranjeras.
La vida real es mucho más sintética, unitaria, que las distinciones conceptuales. Desde luego si en un país de tradición y de mayoría católica, como es el caso de España, muere un presidente del Gobierno católico y con familia católica, lo más natural del mundo es que se celebre, entre las honras fúnebres, una Misa exequial. Pero, esa Misa exequial no es, en sentido estricto, un “funeral de Estado”. En este caso, el Estado, las autoridades públicas, teniendo en cuenta la voluntad del mandatario y de su familia, pide a la Iglesia católica que celebre, por esa personalidad difunta, un funeral católico.
Y, como tal, las autoridades del Estado nada tienen que decir. A lo sumo, como se ha indicado, coordinarán los servicios de seguridad y protocolo. O sea, que en una Misa exequial por un presidente, el Jefe del Estado no preside nada. El que preside, litúrgicamente hablando, es el ministro de la Iglesia. Que normalmente será el obispo de la ciudad donde esa Misa se celebra.
Lo que resultaría absurdo, por aconfesional o laico que sea el Estado, es que los funcionarios públicos diseñasen una especie de liturgia que pretenda suplir la liturgia religiosa. O hay ceremonia religiosa o no la hay, y la decisión no corresponde al Estado, sino a la voluntad del difunto o de su familia. Pero, si la hay, el Estado no es competente a la hora de elaborar rituales religiosos (o, al modo de los sueños de Comte, absurdamente “para-religiosos”).
Una sociedad madura, no fanática, no se hace, a la hora de la verdad, demasiados problemas.
Hace relativamente pocos años, en una catedral de las más destacadas de Europa, se reunieron sesenta y un jefes de Estado y de Gobierno – y representantes de 111 países - de todo el mundo, además de miles de personas, que asistían a la Misa en el templo o en las inmediaciones del mismo. El cardenal-arzobispo de esa ciudad citaba unas palabras del difunto mandatario: “¿Cómo morir? Vivimos en un mundo que se espanta ante la pregunta y la rehúye. Quizá nunca la relación con la muerte ha sido tan pobre como en estos tiempos de sequía espiritual en que los hombres, presurosos por existir, ignoran que con ello ciegan una fuente esencial del placer de vivir".
“Estos tiempos de sequía espiritual”, escribía François Mitterrand. Así lo evocaba el cardenal-arzobispo de París, Jean Marie Lustiger, en la homilía de la Misa exequial celebrada por el ex-presidente francés en la catedral de París el 11 de enero de 1996. Concelebraron con el Cardenal, creo, casi todos los obispos de Francia. Nadie se escandalizó.
Felipe González, que fue uno de los asistentes, comentaba: “Era un hombre de formación católica y, aunque agnóstico, no renunciaba a ella. Los actos celebrados en su memoria reflejan su complejidad intelectual y sus aparentes contradicciones".
Sucedió en Francia, en la “laica” Francia, en el funeral católico de un Presidente de la República, de un socialista que, aunque agnóstico, no renunciaba a su formación católica.
O sea que menos falsos escándalos si, entre las honras fúnebres de un destacado político, se incluye, también, la celebración de la Santa Misa. Aunque no se trate, propiamente, de un “funeral de Estado”.
Guillermo Juan Morado.
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