El bozal y el maleducado
He leído que el portavoz de un gobierno autonómico ha pedido un bozal para un obispo que, en una carta, ha manifestado su disconformidad sobre algunos aspectos de la llamada “ideología de género”. No quiero entrar en el fondo del tema. Voy a quedarme en la forma, porque no solo importa el contenido de lo que se dice, sino también el estilo o modo de expresar las cosas; en este caso, de expresar el desacuerdo.
Uno esperaría de un representante político un cierto nivel de cortesía, de respeto, de civilidad. En esto, los políticos deberían dar ejemplo. No se representan a sí mismos; representan al pueblo que los ha elegido y a las instituciones que, a causa de esa elección, ellos tienen la responsabilidad de gestionar. Está mal que cualquier ciudadano sea grosero, pero está aun peor que lo sea quien desempeña un cargo oficial.
Un bozal es – como se sabe - un aparato, de correas o de alambres, que se pone en la boca a los perros para que no muerdan. Un obispo, como cualquier otro ciudadano, tiene la libertad de expresar sus propias ideas. Podrá acertar más o menos en la manera de hacerlo. Se podrá coincidir o disentir con lo que dice; pero no se le puede amordazar y, menos, ponerle un bozal. En el peor de los casos, si se considera que en el libre uso de la palabra ha vulnerado algún precepto legal, se le podrá denunciar ante las autoridades. Nada más. Como a cualquiera.
Un obispo tiene, encima, la obligación de enseñar la doctrina cristiana. Y en un país que respeta la libertad religiosa esa tarea no puede ser obstaculizada. Alguien que de algún modo forma parte de un gobierno ha de ser escrupuloso en la observancia de ese respeto. Si los políticos se echan al monte, ¿qué cabe esperar de los bandoleros? ¿O es que es lo mismo ser político y ser bandolero? No debería ser lo mismo, ni tampoco parecerlo.
Los políticos encuentran un freno, o un acicate, en la opinión pública, en el sentir de la mayoría. A todos, pues, nos compete moderar los excesos a los que pueden ser proclives. Hay que decirle, creo, a ese portavoz que se ha equivocado; que no es de recibo proceder con ese grado de violencia verbal.
“Del dicho al hecho va un gran trecho”. Sí y no. La violencia suele empezar por las palabras y, con frecuencia, pasa de las palabras a los hechos. Nada se gana empleando expresiones bastas y ordinarias. Mucho, en cambio, se puede lograr si conseguimos pulir el lenguaje, diciendo lo que hay que decir pero sin empeñarse en cargar las tintas.
A la Iglesia Católica - a sus obispos, presbíteros y laicos – se le presenta un enorme reto: anunciar, razonar, persuadir. Cuidando forma y fondo. Pero también los católicos – y la Iglesia como tal – debemos, siempre, mostrar y exigir respeto. Hasta de los portavoces que se comportan como maleducados.
Guillermo Juan Morado.
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