El primero y el último
Domingo XXV del TO (B)
El Señor realiza un nuevo vaticinio de su pasión, pero los discípulos “no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle” (Mc 9,32). “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”; es decir, en lugar de ser recibido con alegría va a ser víctima de los impulsos violentos originados por el pecado.
En su renuncia a preguntar los mismos discípulos se revelan, en cierto modo, como duros de corazón: no entienden ni quieren entender. Tienen delante al Maestro y no se esfuerzan por aprovechar sus enseñanzas. A veces, como ellos, podemos ser los causantes de la propia ceguera cuando preferimos continuar la inercia de nuestras vidas en lugar de confrontarnos con la Palabra de Dios, con la persona misma de Jesús.
El Señor insiste y, una vez llegados a Cafarnaún, es Él quien formula la pregunta: “¿De qué discutíais por el camino?”. Los discípulos optan de nuevo por el silencio porque no se atreven a decirle que por el camino habían discutido quién era el más importante. Habían hecho el camino junto a Jesús, pero no lo habían hecho con Él. El camino del Señor conduce a la gloria de la Pascua a través de la vía dolorosa de la entrega y del servicio hasta la muerte. El camino paralelo de los discípulos se aferra a la gloria mundana, a los criterios de este mundo: “¿Quién es el más importante?”.
Como los discípulos, necesitamos muchas veces reorientar el camino para que se identifique con el del Señor. Podemos pensar vanamente que seguimos a Cristo, que trabajamos por su causa y, sin embargo, sin que quizá nos atrevamos a confesarlo abiertamente, estar más preocupados por prevalecer sobre los demás que por servir. No solo en la sociedad, sino también en el seno de la Iglesia, entre los cristianos, puede anidar la codicia, la ambición, las luchas y las peleas (cf Sant 3,16-4,3).
Jesús, el Maestro paciente que no se cansa de enseñar, “se sentó, llamó a los Doce y les dijo: ‘Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos’”. Esta es la lógica nueva del Reino de Dios que contrasta con los criterios del mundo. Jesús no se opone al deseo de los discípulos de ser grandes, sino que les indica cuál es la auténtica grandeza. La verdadera preeminencia no se alcanza tratando de brillar por encima de los demás, sino haciéndose el último de todos y el servidor de todos.
En definitiva, el hombre se hace grande si acoge a Dios en su vida sirviendo a los más pequeños, a los más débiles: “El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado” (Mc 9,37). En la antigüedad era frecuente que los niños fuesen abandonados tras el nacimiento o que quedasen desamparados por la muerte de los padres. Hoy, desgraciadamente, se ha extendido un tipo de abandono que denuncia la crueldad y el egoísmo de nuestra sociedad: Muchos niños no son recibidos incluso antes de nacer y son expulsados violentamente, con la complicidad de muchos y con el silencio de casi todos, del vientre de sus madres.
No hay mayor honor que recibir a Dios. Y recibimos a Dios cuando aceptamos de buen grado a quien viene en su nombre, a Jesús, que nos sale al encuentro en los más necesitados de ayuda y de protección: en “el número inmenso de niños a quienes se impide nacer, de pobres a quienes se hace difícil vivir, de hombres y mujeres víctimas de violencia inhumana, de ancianos y enfermos muertos a causa de la indiferencia o de una presunta piedad” (Juan Pablo II).
Guillermo Juan Morado.