—Quiero hacer un post hermoso sobre la humildad —le dije al Señor.
Y pensé que casi me respondía:
—Pues hazlo breve, menudito.
1.- LA HUMILDAD COMO TIERRA BUENA CON QUE CIMENTAR
La humildad es terrosa, porque es realista, pero no terrenal, como virtud alada que nos inclina hacia la tierra, para luego poder volvernos a lo alto.
San Isidoro de Sevilla lo recuerda en sus “Etimologías”, LX:
“Humilis (humilde), como si dijéramos inclinado a la tierra (humus).”
Y el Corominas lo confirma:
“HUMILDE, h. 1400. (…) deriva de humus, suelo, tierra”. El mismo Diccionario nos recuerda que primero, a principios del s.XIII, se decía humildoso.
A Nuestro Señor le agradaba hablar de buena tierra, de humildad. Por eso, cuando nos dice
“El sembrador siembra la Palabra” (Marcos 4, 18), explicándonos su parábola, parece que nos habla también de ella, como si nos anticipara la humildad que quiere obrar en nosotros:
“los que reciben la semilla en tierra buena, son los que escuchan la Palabra, la aceptan y dan fruto al treinta, al sesenta y al ciento por uno». (Marcos 4,20)
Como si nos dijera: los que reciben la semilla en humildad. Y es que, como precisa el Angélico en uno de los pasajes más excelsos de la Suma:
“se dice que Dios resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes. En este sentido se dice que la humildad es el cimiento del edificio espiritual. (Suma, II, IIae, q161, a5)
San Agustín en De Verb. Domini, también trata de la humildad como cimiento:
“¿Piensas construir un edificio muy alto? Piensa primero en el cimiento de la humildad.”
Y es cimiento porque es tierra buena, y es tierra buena porque recibe la gracia, y la gracia obra en ella la salvación.
Es por esta gran razón que Santiago 4, 6 concluye, tras citar la Palabra de Dios:
“Pero él nos da una gracia más grande todavía, según la palabra de la Escritura que dice: Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes.”
San Antonio María Claret no dejaba de pedir la humildad, haciéndose tierra:
“1859. En el día 6 de enero del año 1859, el Señor me dio a conocer que yo soy como la tierra; en efecto, tierra soy. La tierra es pisada y calla; yo debo ser pisado y debo callar. La tierra sufre el cultivo: yo debo sufrir la mortificación. La tierra, finalmente, necesita Agua para producir, yo necesito la gracia para hacer obras buenas”.
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2.- QUE LA HUMILDAD ES COSA DE NIÑOS QUE PIDEN Y AMIGOS INOPORTUNOS
En el orden de la gracia eres como un chiquillo que aprende a leer. Descubres cada palabra, y te sientes un encuentramundos. Te sorprende cada socorro del Señor, y tras cada uno de ellos cantas victoria. Toda perla fina es para ti, que parece te esperaba; vas andando y tropezando, y te embriagas eucarísticamente de fragancia de la Tierra Nueva: ese romero azul que huele a Cristo, y que refresca el sendero.
Y qué contento te pones cuando lees, por ejemplo, “asombro", y comprendes que se refiere al Señor, y se te caen los tirantes, porque eres un zagalillo en el establo de Belén. Que apenas llegaste, y ya te entretuviste con la mula, repeinándole el flequillo.
En fin, en el orden de la gracia, eres en función de cuanto recibes. Es decir, que sin Cristo no puedes nada (Juan 15, 5).
Por eso Nuestro Señor nos sopla al oído, con su Espíritu Santo, lo que debemos hacer para complacer a su Padre, que por el Bautismo es nuestro también:
“Cargad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontraréis alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mateo 11, 29)
Por eso,
“En efecto, ¿con qué derecho te distingues de los demás? ¿Y qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? ¡Será que vosotros ya estáis satisfechos! (..) Pienso que a nosotros, los Apóstoles, Dios nos ha puesto en el último lugar” (1 Corintios 4, 7-9)
No, no estamos satisfechos de nosotros mismos. Pedimos, y nuestro Defensor nos mueve a ello, a ser inoportunos, y no parar de pedir. Y la humildad consiste en eso: en que pedimos, porque no nos autoabastacemos, pero no con reproche de privilegio, sino boca en tierra.
y 3.- QUE LA GRACIA TE REBAJA HASTA ELEVARTE A LA HUMILDAD DE CRISTO
El Doctor Angélico sigue exponiendo su maravillosa doctrina sobre la humildad:
“Como ya dijimos (ad 1), la humildad, en cuanto virtud, lleva consigo cierto laudable rebajamiento de sí mismo.”
Rebajamiento de sí mismo. La gracia, configurándonos con Cristo, nos rebaja de nosotros mismos, tanto, que lleguemos a decir:
“ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí.” (Gálatas 2, 20)
Sea tu corazón perrillo que no sirve para nada, salvo para menear la cola cuando llega el Señor, y querenciarse a su mano agujereada, que algo le dará de comer.
Que es eso rebajarse. De creerte el rey del mundo, y capaz de autosalvación, a saberte perrillo faldero en el orden sobrenatural. Pero no un doberman, eh, no seas soberbio también en esto.
Rebajarse en concreto consiste en darte cuenta que en tu camino de perfección NO eres tú quien vive en ti y eres capaz y te mereces el cielo por lo santo que eres por ti mismo y por la estimación de otros. No te gloríes, tontajo, que es Cristo quien vive en ti, y te hace participar de su santidad, para que sea tuya, y en verdad seas santo.
(Rebajarse en concreto, jeje, porque rebajarse en abstracto no vale para nada, sino para hacer el canelo.)
Rebajarse por gracia en Cristo que se rebajó hasta el extremo nos eleva a los mismos sentimientos de Cristo, que hemos de tener para ser hijos en el Hijo:
“Si la exhortación en nombre de Cristo tiene algún valor, si algo vale el consuelo que brota del amor o la comunión en el Espíritu, o la ternura y la compasión, les ruego que hagan perfecta mi alegría, permaneciendo bien unidos. Tengan un mismo amor, un mismo corazón, un mismo pensamiento. No hagan nada por rivalidad o vanagloria, y que la humildad los lleve a estimar a los otros como superiores a ustedes mismos. Que cada uno busque no solamente su propio interés, sino también el de los demás.” (Filipenses 2, 1-4)
Y para eso
“Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor” (Filipenses 2, 5-7)
El Espíritu del Señor nos habla de aquel aciago día en que en el Edén nuestros Padres se levantaron con el pie izquierdo y tropezamos con su tropezar, deformando el universo con nuestro batacazo original;
nos habla de la realidad, de nuestra condición adámica, de nuestra vergonzosa desnudez originada tras caernos de la gracia.
Por eso la humildad es un saber realista, y Cristo, además de Salvador de caídos, es sastre de vergüenzas.
Como tejido fino, bañado de púrpura, cubre el socorro del Señor tu incapacidad de ser tú mismo, y viste con la humildad del Hijo la vergüenza de nuestro deseo inmoderado y ancestral de alabanza.
Por eso, que pudiendo el Hijo ser el rey que adornara un palacio, siendo rey verdadero, naciera desconocido en un establo, nunca lo habrás de olvidar.
Y que pudiendo ser guerrero que ganara el mundo avasallando auroras, sólo fuera para unos cuantos un bebé que llora, nunca lo habrás de olvidar.
Jesús viviendo en María, viviendo en nosotros. Es un vivir eclesial, una ciudadanía celeste, en que el deseo carnal de ser estimado y alabado por los demás, es substituido por el anhelo de la cruz, y la perfecta alegría que proporciona. Una alegría que precede al conocimiento de la propia condición, de la incapacidad propia, de la radical necesidad de la gracia para la santificación. ¡La excelencia pertenece a Cristo!
Como explica Santo Tomás con su diamantina precisión:
“la soberbia es el deseo inmoderado de la propia excelencia, es decir, el que está fuera de la recta razón” (Suma, II,IIae,q162,a2,ad1)
Quien en su vida cristiana pretende atribuirse a sí mismo la excelencia que corresponde a la gracia, cae en la soberbia del diablo. Se cae de nuevo, una y otra vez, de la gracia, como si nunca hubiera dejado de caerse.
AÑADIMIENTO:
Sea tu alma la del mendiguillo inoportuno, que aguarda en los recodos la llegada del Señor, y se le arrima y de su trato vive, y de esa migajilla de su arrimo se alimenta y va contento, para siempre.
El Espíritu del Señor te conduce a veces a aquel remanso pequeñito e insignificante del camino, para que le esperes pasar, y al cruzarte con Él, tus horizontes se dilaten y la explanada de tu vida quede abierta de puerta a puerta, como un futuro atravesado de ventanas hasta la última esquina.
LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI