Aquellos tiempos en que hubo tres Papas en la Iglesia
DEBILIDADES HUMANAS, INTERESES POCO ESPIRITUALES Y MUCHOS MALENTENDIDOS DIERON LUGAR A ESTE DOLOROSO CISMA
MIGUEL SERRANO CABEZA
A causa de las urgencias del día a día uno puede ser tentado por la creencia de que tiempos pasados siempre fueron mejores. O, al menos, más sencillos de entender. Sin embargo, sólo se trata de una ilusión mental creada, quizá, por la falta de horas de sueño y la escasez de lecturas.
El Gran Cisma de Occidente (1378-1429) no fue una buena época para la Iglesia. Tampoco fue una época fácil de entender. Sin embargo, incluso con la única ayuda de la Wikipedia, podemos llegar a comprender las motivaciones y los intereses de las personas que participaron en aquellos acontecimientos. Comprendiendo a las personas, comprenderemos la época que les tocó vivir.
Bonifacio VIII (1294-1303) era un Papa inteligente, de carácter fuerte, independiente y experimentado en lides políticas de toda laya. Su muerte le permitió a Felipe IV de Francia influir en los cardenales franceses para lograr la elección de un Papa francés que se plegara más a sus intereses. El Papa elegido fue Clemente V (1305-1324). Las presiones de Felipe IV de Francia, la inestabilidad política de Roma provocada por la pugna entre las familias Colonna y Orsini, la cercanía física y temporal del Concilio de Vienne (1311) y la relación indirecta entre Aviñón y los Estados Pontificios desde la llegada al trono de Provenza y Nápoles de Roberto I El Prudente hicieron que en 1309 el Papa Clemente V decidiera trasladar temporalmente la Sede de Pedro a Aviñón.
Aviñón era la capital del condado de Vienne, que formaba parte del reino de Provenza. Desde el reinado de Roberto de Anjou, Conde de Provenza y Rey de Nápoles, también conocido como Roberto I el Prudente (1309-1343), ambos reinos, Provenza y Nápoles, estuvieron unidos por un mismo rey. Como el Reino de Nápoles estaba sometido al vasallaje de los Estados Pontificios, Aviñón también dependía, aunque indirectamente, de ellos.
Cuando en 1442 murió René I (1435-1442), el reino de Nápoles y el ahora Condado de Provenza pasaron al Rey de Aragón, Alfonso I (1442-1458). El cambio dinástico permitió que el condado de Vienne dejara de depender del Condado de Provenza y pasara a ser un enclave de los Estados Pontificios en Francia hasta 1791, cuando se produjo la promulgación de la primera constitución francesa, todavía bajo el reinado de Luis XVI, que enajenó todas las propiedades de la Iglesia en Francia.
Lo que iba a ser un traslado temporal de la corte papal se alargó a causa de la inestabilidad endémica de la política romana, ocupando los papados de Clemente V (1305–1314), Juan XXII (1316–1334), Benedicto XII (1334–1342), Clemente VI (1342–1352), Inocencio VI (1352–1362), Urbano V (1362–1370), y Gregorio XI (1370–1378), todos ellos de origen francés.
Gregorio XI devolvió la sede papal a Roma indignado por la progresiva relajación de costumbres de la curia en Aviñón y por la excesiva influencia de Carlos V de Francia sobre ella. Sin embargo, el caos político romano le hizo cambiar de opinión amargamente. De no haber muerto antes, habría vuelto a llevar la corte papal a Aviñón, donde permanecían seis de los veintidós cardenales que formaban el Colegio Elector.
Al morir Gregorio XI en 1378, le sucedió Urbano VI tras uno de los cónclaves más cortos, tres días, y conflictivos de la historia. El cónclave se inició el 7 de abril con la ausencia de los seis cardenales de Aviñón. De los dieciséis cardenales presentes en la elección, diez eran franceses.
El pueblo romano temía, no sin razón, que la elección de un cardenal francés supusiera nuevamente el regreso de la sede papal a Aviñón, con la consiguiente pérdida de ingresos para la ciudad por la disminución del flujo de peregrinos: hasta dos millones al año.
Los tumultos callejeros pretendían acelerar la elección del nuevo Papa y evitar la llegada a tiempo al cónclave de los seis cardenales electores de Aviñón. Eran, además, un recordatorio dirigido a los diez cardenales franceses de que el pueblo romano deseaba un Papa romano o que, al menos, no fuera francés.
La multitud estaba concentrada en la Plaza de San Pedro a la entrada del edificio donde se celebraba el cónclave gritando “Romano lo volemo!” y “Al manco italiano!", al menos italiano.
Atemorizados por la multitud a las puertas, los cardenales eligieron Papa al enérgico obispo de Bari (Nápoles), Bartolomeo Prignano de Bar. Al no ser cardenal, no se encontraba en el cónclave. Y como hubo que llamarle para obtener su consentimiento, se tuvo que mantener mientras tanto su elección en secreto.
Mientras tanto, en la calle, la multitud se estaba inquietando cada vez más por la tardanza en la elección del nuevo Papa. Por eso el cardenal Orsini intentó ganar tiempo diciendo: “Andare a San Pietro!", porque allí iba a realizar su primera aparición el nuevo pontífice. Pero fue malinterpretado. La multitud creyó que había sido elegido pontífice el anciano cardenal de San Pedro, Francesco dei Tebaldeschi. La multitud tomó esta elección con murmullos de desaprovación. Se trataba de una forma de engaño. El precario estado de salud del prelado hacía previsible la próxima elección de un nuevo Papa.
Otro cardenal intentó subsanar el error gritando: “Bari, Bari!", indicando que el elegido era el arzobispo de Bari. Pero la multitud, exasperada, creyó esta vez que el elegido había sido el Cardenal francés Jean de Bar y derribó las puertas de la Sala Conciliar. Los aterrorizados cardenales, para ganar tiempo, presentaron al octogenario cardenal de San Pedro, Francesco dei Tebaldeschi, como nuevo pontífice. Al menos era romano.
Gracias a esta estratagema, los cardenales lograron abandonar la sala del cónclave. Sin embargo, al extenderse por Roma el rumor de que todo había sido un engaño, una multitud enfurecida, al grito de “Non le volemo!” y “Morte ai Cardinali!", les impidió abandonar la ciudad para obligarles a realizar un nuevo cónclave.
La situación se normalizó cuando Prignano llegó al cónclave, aceptó el cardenalato y el papado y, una vez aclarada la serie de malentendidos, fue entronizado como Urbano VI, apareciendo finalmente en la Plaza de San Pedro ante el pueblo romano que había trocado su enfado en filial devoción al nuevo Papa.
Urbano VI se tomó su trabajo en serio. Revolucionó la curia creando veinte nuevos cardenales y criticando enérgicamente al resto por el abandono de sus obligaciones pastorales. Se enfrentó a Carlos V de Francia negándose a llevar otra vez la sede pontificia a Aviñón. Se interesó por el motivo por el que el feudo pontifico de Nápoles no pagaba a la Santa Sede los tributos a los que estaba obligado.
El feudo pontificio de Nápoles empezó a intrigar en la curia contra el Papa. Muchos de los cardenales que lo habían elegido, especialmente los relacionados con Nápoles, los franceses y aquellos de vida más disoluta empezaron a tacharlo de desconfiado, altanero, colérico y caprichoso.
El 9 de agosto de 1379, doce de los dieciséis cardenales que le habían elegido -faltaban los cuatro cardenales italianos, además de los seis que todavía vivían en Aviñón- firmaron una declaración dirigida a toda la cristiandad.
En ella anulaban el cónclave, alegando la falta de libertad de los electores por miedo al pueblo romano, declaraban vacante la Sede de Pedro, y rechazaban cualquier arbitraje por medio de un concilio ecuménico, ya que éste sólo podía ser convocado por un Papa que, según ellos, aún no había sido elegido legalmente.
El 20 de septiembre de 1379, con la esperanza de que Urbano VI abdicara ante una política de hechos consumados, los diecinueve cardenales que le habían elegido -incluidos los romanos salvo el fallecido Tebaldeschi-, más los seis cardenales que aún vivían en Aviñón, todos bajo la atenta “supervisión” de Carlos V de Francia, realizaron una nuevo cónclave en Fondi (Anagni, Nápoles).
Eligieron como nuevo Papa a Clemente VII, quien llevó su corte a Aviñón no sólo porque Roma ya tuviera un Papa sino por la intensa presión ejercida por Carlos V de Francia. Se acababa de iniciar el llamado Cisma de Occidente.
La división del papado obligó a los príncipes de Europa a elegir papa según los intereses estratégicos de sus reinos. En Portugal, durante las Guerras Fernandinas (1383-1385), cada aspirante al trono luso apoyó a un papa distinto.
Clemente VII fue reconocido por Aragón, Castilla y León, Navarra, Portugal, Francia, Borgoña, Saboya, Nápoles, Escocia, Renania y Chipre, que dejaron de reconocer a Urbano VI.
Clemente VII no fue reconocido por Inglaterra, Irlanda, Dinamarca, Suecia, Noruega, Flandes, El Sacro Imperio Románico Germánico, Hungría, Polonia y los reinos del norte de Italia, Venecia y Milán, que continuaron reconociendo a Urbano VI.
Aunque ya antes había habido antipapas, éstos habían sido elegidos por facciones rivales. Sin embargo, en este caso, los mismos cardenales habían realizado una doble elección. De ahí la gravedad del nuevo cisma.
Para evitar que se volviera a producir otro cisma de este tipo, y para justificar la abdicación de Benedicto XII ante el Concilio de Constanza (véase más adelante), Pio II (1458-1464) establecería un canon por el que, una vez realizado un cónclave, sólo el Papa electo podría anularlo.
En una visita pastoral a Nápoles, Urbano VI fue apresado y encarcelado. Fue liberado tiempo después por las presiones de Inglaterra, Flandes y el Sacro Imperio Románico Germánico. A su regreso a Roma fue posiblemente envenenado. Murió el 15 de octubre de 1389.
Le sucedió Bonifacio IX quien excomulgó y fue excomulgado por Clemente VII y pidió sin ningún éxito apoyo para el emperador bizantino Manuel II Paleólogo frente al imperio otomano. Sólo la valentía y el arrojo de Manuel II lograron salvar a duras penas la situación.
Mientras tanto, el 26 de julio de 1417 Benedicto XIII sucedía a Clemente VII. Benedicto XIII acabaría siendo depuesto por el Concilio de Constanza acusado de cismático y hereje. Hereje por ser cismático, claro. Ésa fue la única fórmula legal encontrada para deponer a un Papa moral y teológicamente ortodoxo.
Benedicto XIII fundaba su legitimidad en que él era el único Papa que ya era cardenal antes del Gran Cisma de Occidente. El resto de papas, al haber sido nombrados cardenales después del Gran Cisma de Occidente, no podían reclamar plena legitimidad ya que, al no ser universalmente aceptados sus nombramientos como cardenales, sus respectivas elecciones como Papas podían resultar nulas. Benedicto XIII siempre estuvo dispuesto a abandonar el solio pontificio a condición de que también lo hiciera Urbano VI o sus sucesores Bonifacio IX y Gregorio XII.
En enero de 1394, bajo la protección de Carlos VI de Francia el Loco, los teólogos de la Universidad de Paris Enrique de Laugenstein y Conrado de Gelnheusen, seguidos por Pedro de Ailly, publicaron un informe que proponía tres vías para acabar de forma pacífica con el cisma:
• La “via cessionis” proponía la abdicación voluntaria y simultánea de los dos papas, Benedicto XIII y Bonifacio IX, seguida de un nuevo cónclave.
• La “via compromissi” proponía el estudio de los derechos de ambos Papas por una comisión arbitral que decidiera quién era el legítimo Papa.
• La “via concilii” defendía la convocatoria de un concilio ecuménico que decretara quién era el verdadero Papa.
Bonifacio IX rechazó las tres soluciones. Benedicto XIII sólo se opuso a la vía conciliar por rechazar la herejía conciliarista de que la autoridad del colegio cardenalicio puede imponerse a la autoridad del Papa.
La falta de acuerdo hizo que las potencias europeas amenazaran a los dos pontífices con retirarles sus respectivos apoyos. Sólo los monarcas que apoyaban a Benedicto XIII, con la excepción de la Corona de Aragón, cumplieron su promesa. Al no ser completo el abandono de sus apoyos, Benedicto XIII siguió sin abdicar.
Una vez muerto Bonifacio IX en 1404, los ocho cardenales romanos propusieron a Benedicto XIII no elegir por su cuenta ningún sucesor si abdicaba. Benedicto XIII les respondió que Bonifacio IX ya no era un obstáculo para acabar con el cisma y que no tenían por qué elegir un nuevo Papa porque él era el Papa legítimo. Para Benedicto XIII, abdicar dejando vacante la sede de Pedro equivalía a reconocer que él no era el Papa legítimo. También equivalía a aceptar como legítima la potestad para elegir Papa de una minoría de cardenales, todos ellos erigidos después del Gran Cisma. Las dos cosas le resultaban inaceptables.
Irritados por la negativa, los ocho cardenales romanos, no encontrando un candidato de mayor valía, eligieron a Inocencio VII como sucesor de Bonifacio IX. Inocencio VII era un ambicioso y violento aristócrata romano del partido welfo que acabó nombrando cardenal a su sobrino Ludovico de Migliorati, al que había encargado asesinar a once aristócratas romanos del partido gibelino. Inocencio VII murió probablemente envenenado el 6 de diciembre de 1406. Le sucedió Gregorio XII.
Los dieciséis cardenales del cónclave que eligieron a Gregorio XII participaron en él con la única condición de que el pontífice elegido abdicara si el papa de Aviñón también lo hacía. Benedicto XIII ya se había mostrado dispuesto a abdicar en 1394 si también lo hubiera hecho Bonifacio IX, y volvería otra vez a mostrarse dispuesto a hacerlo en 1408 si también lo hubiera hecho Gregorio XII.
Presionado por su Curia, Gregorio XII no tuvo más remedio que iniciar contactos con Benedicto XIII para preparar un encuentro en Savona en el que se discutiera la asistencia de ambos a un hipotético concilio futuro en el que, tras la abdicación de ambos por propia voluntad, con la presencia del colegio cardenalicio al completo, se procedería a la elección de un nuevo Papa.
Dicha reunión nunca se celebró por varias razones. Dos de ellas fueron la falta de disposición al diálogo y a abdicar de Gregorio XII, ambas bien conocidas tanto por Benedicto XIII como por los seguidores de los dos pontífices. Sin embargo, la razón más importante fue el temor a que el encuentro fuera aprovechado tanto por la familia de Gregorio XII y el resto de la nobleza veneciana como por el rey de Nápoles, Ladislao, para capturar a Benedicto XIII y obligarle a abdicar. Benedicto XIII pidió condiciones que garantizaran tanto su seguridad personal como la de su séquito. Gregorio XII no respondió.
Los cardenales de Gregorio XII, viendo la situación, mostraron su descontento con su postura y amenazaron con abandonarle en bloque. Gregorio XII convocó una reunión de la curia en Lucca el 4 de mayo de 1408. Allí la secuestró y ordenó a todo el colegio cardenalicio que no abandonase la ciudad bajo ningún pretexto, poniéndolo bajo vigilancia armada. Finalmente, fortaleció su posición en la curia nombrando como nuevos cardenales a personas de su confianza, entre ellas a cuatro de sus sobrinos.
Mientras tanto, los cardenales de Benedicto XIII en Avignon, viendo que si Gregorio XII no cedía Benedicto XIII tampoco pensaba ceder, aprovecharon que siete cardenales de Gregorio XII, entre ellos el futuro Juan XXIII, ya habían logrado escapar de su encierro en Lucca, para reunirse con ellos y decidir la celebración en 1409 de un nuevo concilio en Pisa para deponer a ambos pontífices y elegir uno nuevo.
El 25 de marzo de 1409 los seis cardenales de Aviñón y los diecinueve cardenales que finalmente habían podido huir de la corte papal de Gregorio XII celebraron el Concilio de Pisa. En él se decidió que la contumacia de Benedicto XIII y Gregorio XII en mantener el cisma los convertía a ambos en herejes permitiendo su deposición.
El 5 junio de 1409 se les declaró «separados de la Iglesia y excluidos de su mando» a la vez que se declaró que la «Sede de la Iglesia está vacante». Los cardenales eligieron en cónclave el 26 de junio de 1409 a Alejandro V, que murió el 3 de mayo de 1410. Le sucedería Juan XXIII, quien, por su carácter y sus torpezas, ayudó a justificar la lamentable reputación de los llamados «papas de Pisa».
Como ejemplo de hasta qué punto reinaba la confusión dentro de la propia Iglesia, se puede señalar que Rodrigo Borgia asumió el nombre de Alejandro VI (1492-1503), aceptando la existencia como Papa del antipapa de Pisa Alejandro V (1409-1410).
La elección de Alejandro V no había resuelto nada. Sin embargo había creado nuevos problemas.
Muchos obispos celosos y generosos habían acudido a Pisa, pero la convocatoria era ilegítima. Además, no se había hecho nada para solucionar la cuestión canónica acerca de si un concilio tenía derecho a deponer a un Papa.
Para empeorar la situación, el nuevo Papa, tercero simultáneamente en ejercicio, tampoco fue universalmente aceptado. Los Reyes de Aragón y Nápoles fueron especialmente contrarios a él.
En julio de 1409, como respuesta al Concilio de Pisa, Gregorio XII convocó el concilio de Friuli en el que declaró a Alejandro V y a Benedicto XIII papas cismáticos.
Entre 1410 y 1415 la Iglesia Católica tuvo tres papas que se excomulgaron mútuamente: Gregorio XII, Juan XXIII y Benedicto XIII. Tres papas, tres sedes, tres excomuniones, tres colegios cardenalicios. La opinión eclesial actual sólo considera Papa electo conforme a derecho a Urbano VI. Y, por lo por tanto, a sus sucesores Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII. Se consideran antipapas tanto los papas elegidos a partir del cónclave de Fondi, Clemente VII, Benedicto XIII y clemente VIII, como a los elegidos a partir del Concilio de Pisa, Alejandro V, Juan XXIII, Clemente VIII, Benedicto XIV y Félix V.
El 30 de octubre de 1413, junto a sus 23 cardenales y con el apoyo del Emperador del Sacro Imperio Románico Germánico, Segismundo de Luxemburgo, Juan XXIII convocó el Concilio de Constanza para ser confirmado como el único Papa legítimo y acabar con el cisma en la Iglesia.
Sin embargo, durante la apertura del concilio, Juan XXIII se dió cuenta de que tambien él iba a ser depuesto. Para evitarlo, intentó huir de Constanza disfrazado de peregrino la noche del 20 de marzo de 1415. Una vez interceptada su huida, fue devuelto al concilio. Fue acusado de violación, sodomía, incesto y asesinato, excomulgado, obligado a abdicar el 29 de mayo de 1415 y encarcelado durante más de tres años.
El 11 de noviembre de 1417 el concilio de Constanza eligió en cónclave a Martín V. En 1419, después de prestar obediencia debida al nuevo papa, Juan XXIII fue liberado y nombrado obispo de Frascati, falleciendo ese mismo año. Está enterrado en Florencia, dentro del Baptisterio, en un monumento fúnebre obra de Donatello y de Michelozzo.
Tras el concilio de Constanza, ya sin el apoyo de Venecia, el 4 de julio de 1415 Gregorio XII abdicó mediante una bula. En ella que reconocía que su elección había sido condicionada a su disposición de abdicar si también hubiera estado dispuesto a abdicar el Papa de Aviñón, Benedicto XIII. Reconocía que él no tuvo nunca ninguna intención de abdicar. Más adelante, Pio II (1458-1464) respaldó esta acción estableciendo un canon por el cual el resultado de un cónclave sólo podía ser anulado por el Papa elegido en ése mismo cónclave. De esta forma la autoridad continuaba en manos del Papa.
A pesar de la visita al castillo de Peñíscola del Emperador del Sacro Imperio Románico Germánico, Segismundo de Luxemburgo, Benedicto XIII se negó a reconocer la autoridad del Concilio de Constanza que le había depuesto.
Benedicto XIII sabía muy bien que él no era ningún hereje. Su fidelidad doctrinal a la Revelación, la Tradición y el Magisterio Eclesial estaban fuera de toda duda. No veía por qué era él el cismático cuando, tras la muerte de Bonifacio IX, había quedado él como único pontífice. No había sido él, único cardenal creado antes del cisma por un Papa no discutido, quien había elegido simultáneamente dos Papas más. Además, él había sido el único Papa dispuesto a abdicar por el bien de la Iglesia, como efectivamente hubiera hecho en 1394 y en 1408 si Bonifacio IX y Gregorio XII hubieran estado dispuestos a hacer lo mismo.
Para Benedicto XIII el Concilio de Constanza que le había condenado por cismático y hereje, por cismático, era un concilio inaceptable. Era cesaropapista porque había sido invocado a instancias de un emperador, Segismundo de Luxemburgo. Era inválido porque había sido convocado por un antipapa, Juan XXIII. Era herético porque había depuesto a Juan XXIII, el mismo antipapa que lo había convocado, en virtud de la herejía conciliarista, tal y como precisamente iba a condenar el nuevo Papa elegido por el propio concilio, Martín V (1417-1431). Esta decisión iba a ser posteriormente ratificada de forma explícita por sus sucesores Eugenio IV (1431-1447), Nicolás V (1447–1455), Calixto III (1455-1458), y Pio II (1458-1464). Era falsario porque después de obligar a abdicar y condenar a prisión al antipapa Juan XXIII por violación, sodomía, incesto y asesinato, el mismo Papa elegido por el concilio, Martín V, lo liberó, nombró obispo y, tras su muerte, le construyó un mausoleo contratando a Donatello y Michelozzo.
Siendo él el único cardenal erigido antes del Gran Cisma que luego había sido elegido Papa, acatar la decisión de abdicar basada en acusaciones falsas procedentes de un concilio con sabor a herejía no era una decisión evidente. Así que no la tomó.
Benedicto XIII ordenó cuatro cardenales, tres de los cuales eligieron en 1424 a Clemente VIII. Cuando las circunstancias políticas así lo indicaron, el rey de Aragón Alfonso V, inmerso en la conquista del reino de Nápoles, envió a Alfonso de Borgia, futuro Calixto III (1455-1458), para obtener la abdicación de Clemente VIII en favor de Martín V. La abdicación se produjo el 26 de julio de 1429. Clemente VIII recibió un obispado que detentó hasta su muerte en diciembre de 1446.
Sin embargo, el cuarto obispo nombrado por Benedicto XIII, Jean Carrier, no estuvo de acuerdo con la elección de Clemente VIII realizada por los otros tres cardenales. En 1424 eligió él sólo un nuevo Papa, Bernard Gardnier, como Benedicto XIV. Tras la Muerte de Benedicto XIV en 1429 los mismos tres cardenales que habían elegido a Clemente VIII, que había abdicado en Martín V, eligieron como nuevo Papa al propio Jean Carrier. Carrier, reconociendo la invalidez de su propia elección anterior, retomó el nombre de Benedicto XIV.
Después de la muerte en 1437 de Jean Carrier, estos mismos tres cardenales eligieron en noviembre de 1439 al duque de Saboya, Amadeo VIII el Pacífico, como Félix V (1439-1449). Habían elegido como Papa a un potentado que pudiera costearse su propia corte. Félix V sólo tuvo seguidores en las tierras bajo su dominio. En 1449, dos años antes de morir, abdicó en Nicolás V (1447–1455). Así terminaron los más de setenta años de Gran Cisma de Occidente.
Aunque la Iglesia consideró el Concilio de Constanza como válido a causa de la bula de abdicación de Gregorio XII y del canon de autoridad papal de Pio II que justificaba la abdicación de Gregorio XII, no se definió hasta Gregorio XVI (1831-1846) quién de los dos, Gregorio XII, o Juan XXIII, había sido el verdadero pontífice.
La negativa de Benedicto XIII a acatar las resoluciones del Concilio de Constanza, punto de inicio de la reorganización eclesial que acabaría con el cisma, hicieron que ya desde muy pronto se le descartara como verdadero Papa. Aunque los papas de Aviñón fueron rechazados por la Santa Sede tan pronto como dejaron de recibir apoyos reales, no pasó lo mismo con los papas de Pisa.
Así, aunque hubo un Clemente VII (1526-1534) y un Benedicto XIII (1724-1730) que volvieron a tomar los nombres de los Papas de Aviñón, Rodrigo Borgia prefirió asumir el nombre de Alejandro VI (1492-1503), aceptando la existencia como Papa del antipapa de Pisa Alejandro V (1409-1410). Aún es más, todavía en tiempos de San Pío X (1903-1914) el Anuario Pontificio incluía a los papas de Pisa entre los papas de la Iglesia. Todavía el sucesor de Pio XII (1939-1958) se sintió obligado a dejar el tema zanjado de una vez por todas asumiendo el nombre de Juan XXIII (1958-1963), el último antipapa de Pisa.
Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II como el primero y hasta ahora único concilio pastoral, no dogmático. Sin embargo, el Concilio Vaticano II no ha sido ni el primero ni el único concilio que ha puesto, según algunas interpretaciones, la autoridad del colegio cardenalicio por encima de la del Papa. Primero fue el Concilio de Constanza que, sin embargo, fue un concilio dogmático.
¿Fue el Concilio de Constanza un verdadero concilio y, por tanto, infalible y de obediencia obligatoria? Ésta es la pregunta que, casi seis siglos después, todavía susurra el viento por las esquinas, las escaleras y los aleros de la reconstruida Casa-Castillo de la familia de los Luna en Illueca, Zaragoza.
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