InfoCatólica / Espada de doble filo / Categoría: Biblia

17.05.11

Torrentes en el desierto y un Dios que no se deja domesticar

NeguevEl otro día, rezamos en la Liturgia de las Horas un salmo que dice “Que el Señor cambie nuestra suerte como los torrentes del Neguev” (Sal 126,4). En general, esta frase pasa desapercibida, como tantas otras, porque no conocemos Tierra Santa, ni el Antiguo Testamento. Además de que, como buenos habitantes de la ciudad, probablemente no sepamos ni lo que es un torrente.

Neguev significa “seco” o “árido”. Es un desierto, justo al sur de Jerusalén, que ocupa más de la mitad del territorio de Israel (de hecho, en la Biblia muchas veces se traduce simplemente como “Sur”). Si uno se coloca en un lugar alto al sur de Jerusalén, puede contemplarlo: una enorme extensión árida y seca. No es un desierto de arena, como los de las películas, sino un desierto de rocas y cauces secos hasta donde alcanza la vista, con unos cuantos matojos grisáceos y arbolillos retorcidos que acentúan aún más la sequedad de esa tierra. Sólo verlo de lejos, hace que uno, inconscientemente, eche mano a la botella de agua que lleva en la mochila.

No siempre es así, sin embargo. Tras el verano, cuando más seco está el desierto y más agrietada y sedienta está la tierra, cae la lluvia sobre las montañas y, de pronto, surgen los torrentes. Es decir, lo que eran cauces totalmente secos se llenan con riadas de agua de la noche a la mañana, que arrastran a su paso todo lo que encuentran, incluso inundando zonas muy amplias. Donde no había ni una gota de agua, de golpe pasa un río caudaloso y de aguas violentas y peligrosas, que hacen un ruido atronador. De hecho, no hace mucho murieron dos personas en una de estas riadas, ahogadas en el desierto. Gracias a esas aguas, en unos pocos días, el aspecto del Neguev se transforma, cubriéndose de flores.

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17.03.11

¿Cuándo fue la última vez que te confesaste de tentar a Dios?

Algunas personas apenas escuchan las lecturas en la Misa. Ésos son los buenos y piadosos. Los demás generalmente no las escuchan en absoluto. Supongo que no es necesario probar esto que digo, ya que resulta evidente, pero, para darse cuenta de ello, basta compararlo con un ejemplo de la vida “civil”.

Es cosa sabida que los maridos (todos menos yo, por supuesto, cariño) desarrollan la habilidad de poner cara de atención a las interesantes historias de sus esposas sobre la vecina del tercero mientras piensan en fútbol, trabajo o Teología. Asienten con la cabeza, emiten periódicamente sonidos difusos y poco comprometedores y dicen cosas como “ya”, “claro” o “vaya”. Sin embargo, la ley de hierro de la supervivencia de los más aptos hace que, al cabo de algunos años, los maridos descubran que eso no basta: es esencial tener un piloto automático inconsciente que detecte frases peligrosas o extrañas en la conversación, para pasar inmediatamente de modo Auto a modo Consciente. Me refiero a cosas como “es baratísimo”, “me han dicho que la obra sólo tardaría un mes” o “dice mi madre que estaría encantada de pasar tres meses con nosotros”. Un marido que ignora esas señales está corriendo graves riesgos.

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3.02.10

Ha dado en el blanco

A juzgar por los correos recibidos mientras he estado fuera de España, ha habido cierto revuelo en InfoCatólica, debido al cierre del blog Motu Proprio. No creo que tenga sentido entrar en un tema ya pasado, así que no voy a analizar el hecho en sí ni sus motivaciones. Sin embargo, tampoco quiero dejar pasar sin pena ni gloria una perla que encontré en un correo de protesta recibido por InfoCatólica y que su Director me transmitió, ya que hacía referencia a mí.

El lector que firmaba dicha carta, cuyo nombre no tiene sentido mencionar, se desahogaba a gusto sobre InfoCatólica y su gestión. Junto a otras muchas cosas sobre otros temas, afirmaba en concreto de este blog, Espada de Doble Filo, que “no reúne los mínimos de calidad exigibles en cualquier portal que se tenga por serio”.

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17.01.10

Como niños malcriados

Los católicos estamos muy malacostumbrados. Somos como niños malcriados, que están tan habituados a tenerlo todo que ya no aprecian nada. Y eso se nota en toda nuestra vida cristiana: estamos tan acostumbrados a que Dios exista, a que nos quiera, a que su Hijo se haya encarnado, a que se nos dé como comida, a que perdone nuestros pecados, a que mande a sus ángeles a que cuiden de nosotros, a que nos haya regalado su Iglesia y a mil cosas más que ya no nos sorprenden esos prodigios.

Quizá el ámbito en el que más se nota esto sea la liturgia. Nuestra liturgia está cuajada de tesoros para la oración y la meditación. Como una corona real, está engarzada con piedras preciosas de una belleza única y singular, ansiada y envidiada por los pueblos que no conocen a Dios… Y, sin embargo, apenas prestamos atención a lo que se dice en la Misa. Apenas rezamos con las oraciones, ni alabamos con sus himnos. Ni siquiera se nos ocurre conservar ansiosamente en nuestra memoria todo lo que podamos abarcar. Somos como un Alí Babá tan tonto que no piensa en llenarse los bolsillos al pasar por la cueva del tesoro.

Demos un ejemplo. Si preguntase cuál ha sido la frase cantada o recitada en el Aleluya del Evangelio de este domingo, dudo que se acordase de ella más de uno de cada mil católicos. Y la frase se las trae. Si de verdad escucháramos en Misa y pensásemos lo que se dice, esta frase habría dejado boquiabiertos a todos los que allí estaban, como me dejó boquiabierto a mí. Y, muy probablemente, habría suscitado protestas, preguntas, murmullos e incomprensiones. Otros, en cambio, no habrían podido evitar postrarse de rodillas para dar gracias a Dios en ese mismo instante. Nadie habría quedado indiferente.

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