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28.09.24

Rebelión en la granja

                                         «El discurso de la tarde». Erin Mulligan.

                        

     

      

         

     «Todos los animales son iguales, pero unos son más iguales que otros».

George Orwell. Rebelión en la granja

 

 

Rebelión en la granja (1945), es la obra más famosa de George Orwell. En la inicial intención del autor, una sátira ingeniosa sobre la Revolución rusa, pero, como veremos, con un rango de alcance mucho más amplio. Escrita con su característico estilo, llano y vívido, y de breve extensión, su lectura es placentera, pues, de entrada, es una novelita ligera que puede ser leída como una fábula olvidando la historia y la política, no en vano fue descrita modestamente por el propio Orwell como un cuento de hadas.

La historia se desarrolla en la Granja Manor, donde los animales, inspirados por las ideas del Viejo Mayor, un anciano y sabio cerdo, y liderados por otros dos cerdos, Snowball y Napoleón, deciden rebelarse contra sus dueños humanos para establecer un régimen basado en la libertad y la igualdad. Con el tiempo, los cerdos –auxiliados por los perros–, corrompen los ideales originales de la revolución, convirtiéndola en una dictadura similar –si no peor– a la que habían derrocado.

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22.09.24

El problema político

«La libertad guiando al pueblo», Delacroix (1798-1863), y «El niños geopolítico y el nacimiento del hombre nuevo», Dalí (1904-1989).

 

 

«No pongáis vuestra confianza en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar».

Salmo 146, 3


«Para resolver el problema político uno debe pasar por la estética, pues aquello que conduce a la libertad es la belleza».

Friedrich Schiller


«En toda cuestión política va envuelta una cuestión teológica».

Donoso Cortés

 

 

Los dos axiomas que encabezan este artículo semejan contradictorios. Podría ser; al menos a simple vista, pues, si bien los dos hacen referencia a la cuestión política, para resolverlos uno apela a la estética y otro a la teología.

Más, si prestamos algo de atención, veremos como esto no es en absoluto así. Schiller nos habla de un medio para llegar a algún lugar. ¿A dónde? Pues al lugar en el que reside el fondo de la cuestión y la solución a la cuestión misma (si es que la hay en esta vida nuestra, cosa que no creo): la teología de que nos habla Cortés.

Casi contemporáneo de Cortés, pero muy lejos de la meseta castellana, en medio de las estepas rusas, Dostoievski, en su obra, El Idiota, hizo decir a uno de sus personajes aquello de que «la belleza salvará el mundo». Muy probablemente, el genio ruso se estaba refiriendo a lo que acabo de comentar, utilizando el término Belleza como uno de los trascendentales del ser.

Y es que nuestro telos, nuestro destino, aquello para lo que hemos sido creados, no es algo de este mundo. El fin último de todo hombre está más allá de esta limitada existencia, y por ello ha de orientar sus fines próximos en esta vida a ese fin. De esta manera, nuestra vida aquí –particular y social– tiene un reflejo trascendente. Y por ello, todo problema que enfrentemos en nuestras vidas terrenales es, en último término, un problema teológico que tiene una respuesta teológica, aun cuando esta se haga esperar.

Y digo esperar, porque el Reino de los Cielos no está aquí. No está en ningún lugar en esta vida terrenal que nos ha tocado vivir. Y por ello, no existe, ni sistema político ideal, ni mucho menos un mesías político que conduzca a la humanidad a tal utopía.

Sin embargo, no aprendemos.

Pero, aún así, lo cierto es que el problema existe, y debe afrontarse de la mejor de las maneras posibles, siempre imperfecta.

Partiendo pues de la base de que un católico nunca puede poner todas sus esperanzas en la acción humana, social, política o económica, examinemos la cuestión de la política.

Como bien dijo Aristóteles, el hombre es por naturaleza un animal social, que desde su nacimiento y durante toda su infancia, depende de sus padres y hermanos para su bienestar y comprensión del mundo. Un ser que, al alcanzar la adultez, busca establecer vínculos con otros hombres, llegando a formar su propia familia y asumiendo responsabilidades tanto materiales como espirituales para con ella. Una criatura que, con el paso del tiempo, al llegar a la ancianidad, vuelve de nuevo a depender, esta vez de sus propios hijos. Así, durante gran parte de su vida se encuentra dependiente y/o responsable de otros miembros del género humano de alguna de estas maneras.

De esta forma, la familia se convierte, de forma natural, en el núcleo fundamental de nuestras relaciones sociales.

Y estas familias nucleares, naturalmente dan lugar a familias extensas, e históricamente estas a su vez dieron lugar a tribus y naciones. Y con ello surgió la necesidad de ordenar esa convivencia social. Una cuestión enormemente compleja, y sin duda, irresoluble en su totalidad.

Como hemos visto, tenemos obligaciones para con los demás que no hemos aceptado, que se imponen por naturaleza y que cristalizan en nuestras relaciones familiares. Igualmente, las sociedades complejas incluyen también obligaciones con la autoridad política, que es análoga a la autoridad paterna por ser natural y no artificial, y que incluye las obligaciones con el propio país, al que, como a la propia familia, debemos lealtad a pesar de no haber elegido nacer en él.. Por último, tenemos obligaciones para con Dios como creador y sustentador del mundo, del que forma parte el orden político/social.

Este orden político/social, basado en la ley natural y asociado a pensadores como Tomás de Aquino, dominó en Occidente durante siglos.

Se había encontrado una solución a la cuestión política –precaria como todas las soluciones terrenales, pero eficaz–, que radicaba en el concepto de bien común y su relación y primacía sobre el bien privado e individual. Una solución en la que no se enfrentaban dos sujetos como destinatarios y beneficiarios de esos bienes –como pasa en el enfrentamiento entre el individuo y el Estado u otro sujeto de poder–, sino en la que el destinatario y beneficiario era el mismo; en un caso individualmente considerado, y en el otro unido a los demás miembros de su sociedad, sin que, en realidad, esta primacía supusiera privación o mutilación del bien común, ya que, este es el mejor de los bienes para el hombre; porque, como escribió Yves Simon, «la parte principal del bien común está contenida en nuestras almas», dado que es el bien que le es propio al hombre en cuanto hombre, al ser el bien intrínseco a la naturaleza del ser humano y a su destino y fin (un bien, por eso mismo, común a todos los hombres, de ahí su nombre). Por ello, cualquier Estado correctamente gobernado habría de identificar el bien común como el telos o fin de la legislación y de la acción política .

Más, esta idea fue abandonándose poco a poco, y sustituyéndose, con nefastas consecuencias, por la dicotomía entre el bien privado (el individuo) y el bien público (el Estado u otro sujeto de poder político). Una nueva visión esta que introdujo la tensión irresoluble de la primacía entre ambos bienes.

Y así, a causa de dicha tensión, surgieron para resolverla dos enfoques aparentemente opuestos e irreconciliables. El primero, el colectivista, que sostiene que el mayor bien para todos no puede alcanzarse sino a través del grupo, con una sola voluntad y una sola energía (originada quizá en Rousseau, aunque Hobbes formuló sus líneas maestras). Así, la voluntad individual (de cada hombre) debía someterse a una voluntad superior (del estado u otra fórmula de poder político colectivo). El segundo, el enfoque individualista o liberal: lo que cada hombre elige para su bien es válido siempre que no interfiriera o impida la elección correspondiente de los demás. No existe pues ningún fin o bien común, sólo una suficiencia de bienes tangibles que conduzca a un confort meterial. Los valores son de cada uno, subjetivos, y se originan en una voluntad autónoma, no limitada por la naturaleza.

En todo caso, ambos enfoques están relacionados, ya que los dos sostienen que la naturaleza humana no supone límite alguno a la voluntad individual o colectiva. 

Desde el siglo XVII en adelante se tendió la subordinación del bien privado al bien público (el dominio absolutista del Leviatán de Hobbes). Pero las tornas se invirtieron con el auge de los totalitarismos estatales que desembocaron en la gran tragedia de la II Guerra Mundial y sus consecuencias posteriores. Tal y como había advertido la Iglesia en Rerum novarum, la identificación del bien público con el colectivismo condujo efectivamente a una deshumanización generalizada, y la devastadora guerra y la expansión del comunismo fueron sus consecuencias más atroces.

Así que la reacción no se hizo esperar. Uno de los promotores de esta inversión de prioridades fue el filósofo político de finales del siglo XX, John Rawls, con sus dos más conocidas obras, Teoría de la Justicia y Liberalismo Político. Según él, para evitar un nuevo totalitarismo, habría que primar el bien privado, integrando en la sociedad toda su diversidad nacida de la autonomía y derecho del individuo a determinar su propio bien sin limitaciones externas, sea cual fuere este. Esta construcción intelectual ha devenido imposible de facto, y ha conducido a una pseudo anarquía nihilista para la que se ahora se propone como solución un nuevo totalitarismo. Un régimen totalitario disfrazado de solidaridad, inclusión y diversidad, que exige como tributo la desaparición de los estados y la aparición de un Nuevo Orden Mundial dirigido por una oligarquía capitalista servida por una elite burocrática. Es de apuntar que, tristemente, a ello ha ayudado, y sigue haciéndolo, la jerarquía eclesial católica y gran parte de la teología y filosofía que de ella dimana.

Aunque en realidad, todo viene de mucho más atrás, y Ockham, Lutero, Descartes y, más recientemente, Kant, son sus más destacados promotores. Y el vehículo político para llevarlo a cabo ha sido, y sigue siendo, el liberalismo.

Pero el liberalismo en el que vivimos inmerso es una perversión política, la ideología del suicidio de Occidente. Una ideología nefasta y peligrosa, aunque, debemos reconocerlo, tremendamente atractiva para el hombre. Una ideología que, primando un instrumento (la libertad) sobre el fin al que habría de servir (el destino trascendental del hombre), termina frustrando este último.

La libertad es ciertamente algo extraordinariamente valioso, un medio imprescindible para tratar de alcanzar el Bien. Sin embargo, no puede ser el bien último, ya que no es un bien en sí mismo. La capacidad de elegir entre el bien y el mal, o entre varios bienes, solo tiene valor en relación con los bienes (o males) que trae consigo su ejercicio. Basar un orden social y político en esa primacía de la libertad da lugar, tal y como estamos comprobando hoy, a un sistema demoníaco.

Si acudimos a Aquino, esta fuerte afirmación se entenderá mejor. Recientemente un dominico, Urban Hannon, ha hecho una aproximación muy sugestiva al tema en un artículo titulado, La política del Infierno, donde profundiza en la comparación entre el orden político liberal y la estructura de poder de los demonios descrita por Santo Tomás. Hannon, muy persuasivamente, utiliza la doctrina tomista para argumentar que la política liberal moderna puede imitar, en muchos aspectos, la jerarquía demoníaca, y ofrece una crítica incisiva de las implicaciones morales y sociales de tal sistema. Como dice Hannon, «mientras que el liberalismo proclama la libertad individual como su objetivo más alto, en la práctica, esta búsqueda de libertad sin restricciones puede llevar a un aumento de la opresión. Esto ocurre porque, en ausencia de un marco moral común, la libertad de los poderosos a menudo se convierte en la opresión de los débiles, replicando así el orden jerárquico de los demonios, donde los demonios superiores dominan a los inferiores», surgiendo de todo ello una tiranía demoníaca. Por cierto, algo que Platón anticipó, hace ya más de 25 siglos, en su República.

A las mismas conclusiones llega el filósofo político italiano, Danilo Castellano, cuando dice:

«La experiencia del totalitarismo ha favorecido la elección liberal por distintos países, en la convicción de poder restablecer la libertad. No se tuvo en cuenta adecuadamente que la libertad tiene un plurisignificado y que la negativa (propia del liberalismo) favorece el nacimiento y la afirmación de la anarquía, a la que luego pone remedio –lo observó en su tiempo Platón– con la tiranía».

Por su parte, el también dominico, padre Aidan Nichols, siguiendo a Aquino nos dice, al respecto del valor liberal de la tan mentada hoy diversidad:

«Aquino, por tanto, consideraría que el malestar y la anomia de la sociedad liberal moderna se derivan de la falta de reconocimiento de dos verdades relacionadas. En primer lugar, la búsqueda racional de la meta del hombre consiste en encontrar dónde está la meta divinamente dada por Dios, más que en fijar lo que ha de ser. En segundo lugar, no podemos perseguir ninguna meta particular que no sea también, implícitamente, la persecución de una meta más amplia, en último término, la de toda la sociedad. Si los objetivos que se fijan los individuos o los grupos, y las visiones de lo que debería ser la sociedad que implican estos objetivos, son mutuamente reconciliables, entonces la sociedad no es radicalmente pluralista, sino homogénea, aunque también, y con razón, diversificada. Si, por el contrario, esos objetivos y relatos entran en conflicto, entonces el entorno humano en el que vivimos no es una sociedad en absoluto, sino una incómoda colección de sociedades potencialmente alternativas (secularista, cristiana, islámica, etc.)».

Sin perjuicio de la conveniencia e interés de tales lecturas, quizá podríamos intentar aquí acercarnos a este complejo asunto de la mano del medio mentado por Schiller (la estética), materializado en varias novelas. ¿Podrá darnos su lectura una solución al problema de la política humana? Por supuesto que no. Lo que quizá nos den son advertencias sobre aquellos sistemas políticos que nos venden como solución lo que en último término significa un agravamiento del problema.

De esta manera, una feróz crítica al liberalismo y a uno de sus hijos o consecuencias, el totalitarismo, podemos encontrarla en dos obras literarias accesibles a nuestros jóvenes como son, La colina de Watership (1972), de Richard Adams, y Rebelión en la granja (1945), de George Orwell.

¿Un libro sobre conejos y otro sobre cerdos, vacas y gallinas? Si. Pero no se inquieten. Espero en las próximas entradas poder convencerles de la conveniencia de su lectura, ya que quizá con ella podamos ayudar a nuestros jóvenes a ser conscientes de que, en ausencia de una clara determinación de qué es el Bien, las sociedades humanas corren el riesgo de replicar las estructuras de poder opresivas y desordenadas del Infierno, alejándose del orden divino y del verdadero bien común.

Y así, para terminar, volvemos a la cuestión religiosa, a la teología que decía Donoso Cortés.

Como escribió una vez el padre James V. Schall:

«Es curioso que los cristianos busquen lo divino en el orden social en un momento en que el propio orden social tiene tanto de inhumano. La rápida legalización de lo que en la teoría clásica del derecho natural se denominaban propiamente “vicios” ha hecho cada vez más imperativo que la teoría política mantenga su punto de apoyo basal en la teología y la metafísica, en una fuente que le impediría completar el proyecto moderno de Maquiavelo de identificar absolutamente lo que los hombres hacen con lo que deberían hacer».

Eso, «lo que los hombres deberían hacer» y no hacen, es la razón por la que, en último término, la teología deberá ser la piedra angular de cualquier cosa que nos propongamos hacer, incluida la acción política que examinamos hoy, aunque pueda resultar extraño para algunos. Porque, la organización del orden político/social sin la guía de una clara determinación de qué es el Bien, puede efectivamente conducir, como constata la historia de nuestra experiencia política real, a la persecución de los justos y honestos, y ello, únicamente, por haber intentado ser justos y honestos.

22.08.24

El retrato de Dorian Gray

                                    «El retrato de Dorian Gray». Autor desconocido.

 

 

«Hoy en día la gente sabe el precio de todo y el valor de nada».

Oscar Wilde. El retrato de Dorian Gray

 

 

Imaginen a un joven, elegante y apuesto caballero a quien un amigo pintor realiza un magnifico retrato. Acabada la obra, el joven observa el lienzo y a continuación, pide un terrible deseo: que el retrato envejezca, en tanto él permanece joven para siempre. Pero, ¿qué pasa con el retrato que nadie ve? ¿Y qué ocurre con el joven caballero a la vista de todos? Este curioso planteamiento es la trama de la novela de la que quiero hablarles: El retrato de Dorian Gray, escrita en 1890 por el poeta, dramaturgo y novelista de origen irlandés, Oscar Wilde.

La novela explora un tema clásico: el tema fáustico, abordado en las grandes obras de Christopher Marlow y W. A. Goethe. El tema del hombre rebelde frente al vasallo, del aprendiz de brujo que busca descubrir los misterios del mundo, casi siempre movido por el orgullo y por el deseo desordenado de poder, belleza, sexo o dinero. Este tema del plus ultra aparece también en obras posteriores a las de Goethe y Marlow, como el Frankenstein de Mary Shelley, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde de R. L. Stevenson, el William Wilson de E. A. Poe, y en la novela de Wilde que nos ocupa.

La obra puede verse exclusivamente como un mero ejercicio de literatura fantástica. Por ejemplo, H. P. Lovecraft, en su conocido ensayo, El terror en la literatura, nos dice:

«Oscar Wilde se le puede conceder un lugar entre los escritores sobrenaturales por algunas de sus exquisitas historias fantásticas, y por su intensa novela “El retrato de Dorian Gray”, en la cual un retrato mágico asume durante años el deber de envejecer y ajarse en lugar del original, quien entretanto se entrega a todo exceso de vicios y delitos sin la pérdida aparente de la juventud, belleza y frescura. Hay un súbito y potente clímax cuando Dorian Gray, finalmente convertido en asesino, trata de destruir el cuadro cuyas transformaciones atestiguan su degeneración moral. Él lo apuñala con un cuchillo, y se oyen un espantoso grito y un crujido, pero cuando los sirvientes entran, lo encuentran en un delicioso estado inmaculado. «Tendido sobre el suelo había un hombre muerto, en traje de etiqueta, con un cuchillo en el corazón. Estaba ajado, lleno de arrugas, y su cara era repugnante. Hasta que no examinaron sus anillos no reconocieron quién era».

En esta, su única novela, el fino e ingenioso Oscar Wilde puso al día ese mito de Fausto. Como dejó dicho Borges, «a diferencia de otros escritores que tratan de parecer profundos, Wilde, como Heine, esencialmente lo era y trataba de parecer frívolo». Este es el caso de la novela que nos ocupa, donde la víctima del trato demoníaco es Dorian Gray, un bello y presuntuoso joven a quien un amigo hace un retrato al óleo. Cuando Dorian trabe amistad con lord Henry Wotton, un cínico diletante con una filosofía diluyente, este le convencerá de que sus más valiosas posesiones son su belleza y su juventud. Y, a partir de ahí, su deseo de que su retrato envejezca mientras él permanece joven se hace realidad. Pero ¿a qué precio? Estamos, simple y llanamente, ante uno de los libros más bellos e ingeniosos que se hayan escrito. Luis Antonio de Villena dijo de él:

«Un libro lleno de fascinación y encanto, fácil y difícil a la vez, y cuyo único protagonista y tema esencial es la belleza. Una de las pasiones que hacen vivir y dan sentido y fuerza al mundo».

Pero esta historia es bastante más que un estudio sobre la belleza y sus implicaciones, bastante más. Aun así, Wilde no llega al fondo del asunto.

Según Ralph MacInnery, junto con el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, es un cuento moral, casi una parábola, tratando ambos de diferentes maneras la relación entre volverse malvado y envejecer. De hecho, y tal y como comenta Joseph Pearce, «el aforismo más citado de “El retrato de Dorian Gray", de Wilde, es probablemente la afirmación de que “no existe un libro moral o inmoral. Los libros están bien escritos o mal escritos. Eso es todo”. Es, por tanto, irónico que la primera y única novela de Wilde fuera en sí misma una viva contradicción de la máxima. Fue condenada como un libro inmoral cuando en realidad su único propósito era explícita e inequívocamente moral».

No obstante, la crítica de la época la tachó casi unánimemente de inmoral, lo que trajo consigo el ostracismo social para Wilde y su familia. De esta manera Wilde no solo sufrió socialmente, sino que también se vio incomprendido en su intención; en una carta a un amigo escribió sobre lo siguiente su obra:

«Ha sido atacada por motivos ridículos, pero creo que al final será reconocida como una verdadera obra de arte con una fuerte lección ética inherente en ella».

Y en otra carta dirigida a Conan Doyle (que consideró tratamiento del tema sutil y artístico), volvió sobre el asunto:

«No entiendo cómo califican Dorian Gray de inmoral. La dificultad contra la que luché fue mantener la moral inherente subordinada al efecto artístico y dramático, y aun así me parece que la moral es muy obvia».

Como ante les dije, la calificación de inmoral con que la atacó la crítica fue casi unánime, pues, lo cierto es que su obra fue elogiada por varias publicaciones cristianas de ambos lados del Atlántico; algunas la calificaron de parábola ética, y otras de obra de gran importancia espiritual.

Ahora bien, aun tocando el horror del pecado y de la conciencia manchada, sin embargo, no profundiza en él; no llega a sus últimas consecuencias, se queda en su aspecto material, y solo esboza ligeramente su trascendencia espiritual y eterna. Pero este, el tema de su Dorian Gray, vuelve a él en el final de su vida como una culminación. En forma de una respuesta. Wilde deja su preciosista retórica, y se abalanza sobre un poema; lo vital lo abruma, y con ello nos abruma también a nosotros, sus lectores. El pecado puede ser redimido. El hombre puede ser liberado de sus faltas. Ello solo logrará hacerlo Wilde en su ultima hora: cuando no solo se asome al abismo que, con distancia estética pergeña en Dorian, sino que se sumerja todo él en el infierno; en el infierno en vida. Quería «conocer el lado oscuro del jardín», como le comentó a André Gide, y a fe que lo conoció. Pero finamente es salvado. Cristo acude y salva. James Joyce, comentando la novela, y refiriéndose al propio Wilde, parafrasea un verso de Yeats:

«Y en mi miseria se me reveló que el hombre sólo puede llegar a ese Corazón a través del sentido de separación de Él que llamamos pecado».

Solo así puede Wilde escribir esa proeza poética que es La Balada de la Cárcel de Reading –quizá su obra maestra–, solo así puede lograrlo, pues, como dice el padre Leonardo Castellani, «el poeta triunfa de su horror tomando la mano de Cristo; de otro modo no hubiese podido describirlo sino solamente sufrirlo, o sea sucumbir a él. Solamente con el dolor “superado” es posible hacer poesía».

El retrato de Dorian Gray es una gran novela. Una novela magníficamente escrita –como era de esperar dado su autor–, y, a un tiempo, llena de grandes lecciones sobre la condición humana, y por todo ello de muy recomendable lectura.

13.08.24

Del peligro de abandonar la belleza en los libros, y del deber de no hacerlo

                    «La Bella Durmiente». Ilustración de Heinrich Lefler (1863-1919).

  

    

        

 

«Esta es una civilización fea. Es una civilización de ruido, humo, hedores y multitudes, de gente que se contenta con vivir entre el palpitar de sus máquinas, el humo y los olores de sus fábricas, las multitudes y las incomodidades de las ciudades de las que presume con orgullo».

Ralph Borsodi. Esta fea civilización (1928)

 

 

  

Nicolás Gómez Dávila escribió una vez que «el moderno destruye más cuando construye que cuando destruye». Y como en muchos de sus escolios, la verdad acompaña aquí al sabio colombiano. Una verdad aplicable a todo tipo de acción humana, pero que hoy voy a ceñir a una determinada forma de creación artística: la ilustración de los libros infantiles, ya que estos se encuentran dominados en nuestros días por un feísmo rampante. De ello ya les he hablado en varias ocasiones, alguna muy recientemente.

Quizá no lo hayan pensado, pero no resulta inocuo plegarse pasivamente ante ese feísmo, tal y como venimos haciendo desde hace algún tiempo padres y educadores (lo mismo que en otras muchas cosas, ciertamente). Como ya he dicho, no es la primera vez que llamo su atención (de una forma reiterada y cansina, lo sé) sobre ese feísmo ramplón y vacuo, mezcla de satánica oscuridad e inocente impostura, que representa la mayor parte de la ilustración gráfica de los libros infantiles de hoy. Y si insisto en ello es porque lo considero importante.

Así que, no se dejen engañar; no caigan en sus redes de seducción y engaño. Lo que quieren hacernos creer editoriales, ilustradores, críticos, académicos y «creadores de opinión», es que se trata únicamente de un inofensivo intento de aproximarse a los niños y a su simplicidad y, por tanto, a la preclara visión que los acompaña desde la cuna. Pero, no es así. En realidad, lo que esa inocentona y grimosa imitación del verdadero arte pretende es algo siniestro: tras su estúpida y naif superficie se esconde la aviesa intención de socavar aquello a lo que dice servir.

Y es que, ciertas formas de creación artística (o, mejor, pseudo artística) son peores que la misma destrucción. El nihilismo disolvente que acompaña a todo lo que huele a modernidad se vuelve activo, disfrazándose de creación en el caso del arte. Y la ilustración no es una excepción a ello.

 Ilustración en la belleza, la Alicia de Arthur Rackham y la Caperucita de Walter Crane.

Y digo que es peor que la destrucción misma, porque, además de devastar como aquella, trata de engañarnos. No nos permite detectar que, lo que verdaderamente persigue (incluso si muchos de sus ejecutores no se aperciben de ello, y devienen en “tontos útiles” de la destrucción), es borrar de la faz de la tierra todo vestigio de cultura cristiana, y acabar así con la primacía de la verdad, la belleza y la bondad.

Porque la destrucción, por traumática que sea, solo deja vacío tras ella; y un vacío puede rellenarse, incluso con los vestigios y ruinas de lo que se intentó destruir. Pero, cuando de lo que se trata es de acabar con algo a través de su sustitución por otra cosa, la reconstrucción es mucho más difícil. Es dudoso incluso que muchos se aperciban que ese algo ha sido aniquilado. Esa “creación” sustitutoria es presentada, más bien, como «una forma novedosa de ver las cosas», y «una fresca innovación que refleja el progreso del mundo», lo que la hace casi irresistible para muchos, incluso cuando se trata de fealdad.

Y es que, aun cuando suene extraño, la creación de fealdad que este tipo de ilustración supone, contamina activamente el mundo. Contamina el arte mismo, lo envenena y lo vicia, e infecta y pervierte las almas de los niños que la contemplan. No tiene otra finalidad que confundir y enturbiar: el bien con el mal, la belleza con la fealdad. Pues, no lo olviden, la ilustración contribuye a formar (o, en este caso, deformar) la concepción que de la realidad del mundo se lleve consigo el niño tras la lectura, y lo hace incluso con más facilidad que las historias y las palabras a las que dice servir e iluminar; tal es el poder de la imagen.

Lo cierto es que basta con pasearse por cualquier librería o biblioteca, en su sección infantil, para contemplar, con dolor, ese reino de la fealdad. Libros con colores planos y discordantes que se combinan con contornos distorsionados de figuras de seres humanos y animales, que lo único que parecen querer transmitir es desprecio y rechazo por los personajes y las historias. Es como si lo que se pretendiese (y creo que en muchos casos es así) es ahogar en los niños su natural sentido del asombro ante el mundo, tratando de presentarles cosas, personas y animales, para nada fascinantes, asombrosas o maravillosas, sino más bien sombrías y deformes. Y esto es, por supuesto, impulsado desde las más altas instancias y poderes. Vean un ejemplo: en el año 2014 se editó la versión de Caperucita roja que, en 1924, escribió la literata chilena Gabriela Mistral. La edición, ilustrada por Paloma Valdivia, recibió el premio al “Libro más Bello” de la Unesco de ese mismo año. A continuación les acompaño un ejemplo de este trabajo. Compárenlo con la anterior ilustración de Crane sobre Caperucita, y juzguen ustedes mismos.

    La fealdad: la Caperucita de Paloma Valdivia y la Alicia de Benjamín Lacombe.

Por ello les ruego que no permitan esta mutilación espiritual. Está en nuestras manos el impedirlo. Y es nuestro deber de padres y educadores el hacerlo. Pero no se engañen, como dice Borsodi en la frase que encabeza el artículo, el nuestro es un mundo feo, y por ello, el cumplimiento de este deber –como casi todo aquello que desde aquí promuevo–, será dificultoso, y constituirá un acto de rebelión que requerirá valor, decisión y arrojo. Así que, haciendo uso del grito de guerra del shakespeano Enrique V en la batalla de Azincourt, les digo:

«¡Una vez más, a la brecha, queridos amigos!».

  

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7.08.24

«Los habitantes de la medianoche» y «La caja de las delicias»: la inventiva de un poeta al servicio de los niños

                 Ilustración de “Los habitantes de medianoche". Autor desconocido. 

    

 

«Luego, un día maravilloso, cuando tenía poco más de cinco años. . . Entré en esa vida mayor; y esa vida entró en mí con un deleite que nunca podré olvidar. Descubrí que podía soñar seres imaginarios completos en cada detalle, con una perfección increíble, con un brillo que no es de este mundo».

John Masefield. So Long to Learn

 

 

Como ya traté en la última entrada, muchos padres albergan un temor, en mi opinión –y como ya les expliqué– infundado, al respecto de los efectos que la ficción de fantasía podría llegar a provocar en sus hijos, razón por la cual evitan poner en sus manos este tipo de libros, incluidos, muy especialmente, los cuentos de hadas.

Para ellos especialmente (y sin que deje de ser para todos) traigo hoy aquí un par de libros de un mismo autor. Me refiero a Los personajes de la medianoche (1927) y La caja de las delicias (1935), escritos por John Masefield (1878-1967). Masefield fue un poeta laureado, pero que, no obstante, gozaba también de talento para la prosa; su compatriota Muriel Spark lo describió como un «narrador nato», y uno de sus biógrafos, Margery Fisher, señala que la maestría narradora de este autor «hace que cada uno de sus lectores sienta que se le está leyendo la historia a él, y solo a él».

Las dos novelas pertenecen a ese subgénero, tan británico, de los huérfanos a cargo de un tutor y educados por una institutriz, que consagró espléndidamente el gran Dickens, pero, al mismo tiempo, son libros pertenecientes al género fantástico; de hecho, han sido calificados como «dos fantasías inigualables para los niños, nacidas de los mismos sueños e imaginaciones de la infancia». Pero…, un momento, ¿no acabo de decir que estas novelas ayudarían a esos padres escépticos y recelosos de las historias fantásticas? ¿Cómo puede ser esto así tratándose de dos relatos fantásticos? No se preocupen, pues, tal y como paso a mostrarles, dicha contradicción es tan solo aparente.

Lo que ocurre es que las dos historias compaginan la realidad y la fantasía de un modo que –espero– complacerá esos desconfiados padres a los que me he referido. Ambos planos se entremezclan en los relatos –como de hecho sucede en la mente de los niños–, pero cualquier lector –y especialmente los más pequeños–, se da cuenta de ello, distinguiendo fácilmente la una de la otra, pues Masefield traza una línea que las delimita claramente, remitiendo la fantasía al sueño y la realidad a la vigilia.

 

 

En la primera de las novelas, Los habitantes de la medianoche, el protagonista, el huérfano Kay Harker, vive en una mansión llamada Seekings en Gloucestershire, bajo la atenta mirada de un estúpido tutor y una rígida institutriz.

Además de Kay y su institutriz, la señorita Sylvia Daisy Pouncer, viven en la casa, Jane, la cocinera, Ellen, la doncella, y Nibbins, un gato negro. Nibbins es uno de los miembros de la familia de los pobladores de la medianoche, junto con Bitem el Zorro, Blinky el Búho, la Rata, la Nutria y muchos otros personajes con los que Kay traba amistad, como osos, perros, conejos, gatos y caballos. Todos ellos reúnen una característica peculiar: se trata de juguetes que cobran vida.

Al poco de iniciar la lectura nos veremos embarcados junto con Kay en la búsqueda del tesoro familiar perdido de los Harker, una peligrosa misión para cuya culminación contará con la inestimable ayuda de todos sus amigos de la medianoche.

Por momentos, Kay está convencido de que está soñando, pero otras veces parece haber indicios de que sus imaginarios vagabundeos nocturnos en busca del tesoro podrían ser reales. Lo que ocurre es que Kay, simplemente, vive sus fantasías de niño, y lo hace combinándolas con su vida cotidiana de cada día, entrelazándose de esta manera ambos mundos, el real y el imaginario, en el relato. De acuerdo con esta relación, y tratándose de una mente infantil, la institutriz que lo oprime durante el día se convierte para el niño en una bruja durante la noche, y quien ejerce el honesto oficio de guardabosques se torna tras la puesta de sol en el malvado mago Abner Brown.

Naturalmente, cuando Kay visita en sus ensoñaciones a los habitantes de la medianoche, de repente se encuentra en su país extraño y lejano, donde la magia está por todas partes, y donde él puede hablar con toda naturalidad con los animales y los juguetes, mientras se desarrolla antes sus ojos una gran contienda entre los poderes del bien y del mal. En ese mundo imaginario, Kay no tiene dificultad en cambiar de tamaño ni en descubrir que la casa está llena de pasadizos secretos.

El libro, como era de esperar, termina bien, con el protagonista logrando recuperar el tesoro de su familia frente a las malintencionadas maquinaciones de torvas brujas y demás habitantes malvados de la medianoche. Madelaine L´Angle lo expresa así:

«Los buenos habitantes de la medianoche vienen en ayuda de Kay mientras intenta encontrar el tesoro y restaurar tanto el honor de su bisabuelo como el del apellido Harker. Si el deseo de honrar el nombre es menos familiar hoy de lo que era antes de que dos guerras mundiales destrozaran la civilización occidental, no es un mal propósito traerlo de vuelta. Necesitamos recuperar el sentido del honor, y agradezco a Masefield que haya señalado su importancia».

Un libro poético que, a decir de L´Angle, exige mucho a los lectores, pero que, sin embargo, merece la pena leer, y donde un niño con imaginación encontrará muchas delicias, tantas como las que le esperarán en el siguiente libro a comentar.

La segunda de las novelas se titula La caja de las delicias (o cuando los lobos huyen), y fue escrita ocho años después de Los habitantes de la medianoche, y si bien en ella Masefield no continua la historia de la primera, al menos retoma la atmósfera y a muchos de sus personajes.

La historia empieza en el momento en que el joven Kay Harker sube al tren para volver a casa por Navidad. Al llegar a su estación de destino, el chico es abordado por un viejo mendigo que le transmite un misterioso mensaje: «Los lobos están huyendo». A partir de ahí, el peligro y el misterio comienzan a rodear a Kay, ya que una banda de criminales encabezada por el ya conocido y maléfico mago, Abner Brown, y su esposa, la bruja Sylvia Daisy Pouncer (los malvados en Los habitantes de la medianoche) comienzan a acecharle. ¿Qué quiere Abner Brown? La respuesta está en una misteriosa caja mágica que el anciano mendigo ha confiado a Kay, que permite viajar libremente, no solo por el espacio, sino también a través del tiempo. La banda de malhechores no se detendrá ante nada para llevar a cabo su plan, pero Kay recibirá de nuevo la ayuda de sus amigos de la medianoche a fin de frustrar tal complot y salvar la Navidad.

C. S. Lewis comentó sobre esta novela lo siguiente:

«Es una obra única y será releída a menudo… Las bellezas, todas las “delicias” que siguen emergiendo de la caja, son exquisitas y muy diferentes a todo lo que visto haya visto».

Los dos libros que aquí les presento discurren como un río de continuos acontecimientos por los que hay que dejarse envolver y llevar. Ambos responden a la perfección al siguiente párrafo escrito por el propio Masefield:

«Prefiero que las historias estén impregnadas de belleza y extrañeza; me gusta que se extiendan en varias direcciones, en un río de narración; y me gusta que los afluentes se unan a la corriente principal, y que se abran a exquisitas bahías y remansos, donde la mente pueda detenerse a explorar tras de haber sido atrapada por la corriente principal».

Como dice uno de sus críticos, «”Los habitantes de la medianoche“ y “La caja de las delicias” son quizás el mejor retrato de ficción que conozco sobre el poder de la imaginación infantil para crear un complejo mundo consolador a partir de los retazos del mundo real y de las infinitas riquezas de lo posible. En el mundo de Kay, el sueño y la realidad se unen: este es el logro audaz y soberbio de Masefield como narrador».

Estoy seguro de ello, pues ambos libros son absorbentes y cautivadores. La autora de literatura infantil y juvenil, Joan Aiken (hija del poeta Conrad Aiken), cuenta lo siguiente:

«Cuando tenía dieciséis años (más vale tarde que nunca) me topé con los dos preciosos libros de Masefield, “Los habitantes de la medianoche”, y “La caja de las delicias”. Me llevé este último a casa en las Navidades –cosa que se suponía que no debía hacer– ya que estaba atrapada por la historia y no podía dejar de leerlo; tanto es así que recuerdo dar vueltas y vueltas en la línea Circular, porque estaba tan inmersa en la novela que, una y otra vez, me olvidaba de salir en la estación Victoria».

Aunque, de lo que no estoy seguro es de que sean obras únicamente para niños: provistas de toda la fuerza de la imaginación y el arte del bardo Masefield, son historias que evocan, no solo al niño, sino igualmente al poeta que todos llevamos dentro, aun sin saberlo. Como escribe Margery Fisher, Masefield «tiene la inmediatez del verdadero narrador. Cualquier niño de seis a dieciséis años, cualquier persona de cualquier edad que se deleite con buenas historias bien contadas, puede oír su voz hablándole directamente».