Literatura cristiana, ¿ayuda u obstáculo?
«San Jerónimo» (detalle). Obra de Jan Massys (1509-1575). |
«El ojo del poeta ve menos claramente, pero ve más allá que el ojo del científico».
Peter Kreeft
Hace no mucho hablé de escritores católicos, de los modernos y los contemporáneos, de su grandeza, de las dificultades de su oficio y del difícil mundo en el que se desenvuelven. Hoy quiero detenerme en la conveniencia o no de servirnos de sus obras. Y a ese respecto me asaltan una serie de preguntas aunque, ni son mías ni son nuevas.
¿Puede la lectura de estas obras ayudar espiritualmente al indeciso, al extraviado, incluso al alejado o al hostil? ¿O podría tratarse de medios de distracción o, incluso, de corrupción? ¿Deben o no deben ser leídas? ¿por quien y cómo? Y, sobre todo, ¿deben serlo en la busca de un apoyo, de una ayuda espiritual, o esto sería un error?
Todas estas preguntas arraigan en un tema más general, ampliamente tratado y discutido desde Platón: si la lectura sirve o no sirve de educadora y de acicate moral y espiritual, o, por el contrario, es un mero divertimento indiferente a la acción y a la conformación del carácter del lector.
Si bien Platón, en el último libro de La República, se manifiesta contrario a la actividad lectora, no lo hace por su inutilidad, sino por su peligrosidad, lo que habla en favor de su influencia (sea esta buena o mala). Aristóteles, por su parte, en su Poética, se muestra a favor de la lectura, al afirmar que el hombre purga así el exceso de emoción y obtiene una visión más racional de las cosas que le rodean.
Ya en el Renacimiento, en Una apología de la poesía (1583), Sir Philip Sidney, siguiendo a Aristóteles, defendió que la poesía revela universales y por ello es profundamente filosófica, para, yendo todavía más lejos que el filósofo, afirmar que es un mejor educador ético que la filosofía, pues toca las emociones y nos mueve a la acción moral, mientras que la filosofía puede enseñar lo bueno, pero no mover nuestros corazones para actuar respecto a ese conocimiento.
Hoy día la polémica continua. Como muestra de una de las posiciones, el poeta y crítico W. H. Auden, en una famosa línea de su poema En memoria de W. B. Yeats, dice lo siguiente: «La poesía no hace que nada suceda». Auden explicitó en uno de sus ensayos a qué se refería, señalando que la poesía no se ocupa de decirle a la gente qué hacer, sino que solo la empuja a realizar una elección racional y moral, pero sin determinar su sentido. Como ejemplo de la otra, el también poeta contemporáneo Ezra Pound, señala: «propiamente, deberíamos leer para actuar eficazmente. El hombre de lectura debería ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en la mano de uno».
Pero, ¿qué hay de nuestros escritores católicos, más allá de la discutida cripto-confesionalidad de sir Philip Sidney? Para responder a esta pregunta, quizá deberíamos acudir a la opinión de quién, seguramente, es el primer y, por ahora, único santo novelista (a expensas de lo que ocurra con Chesterton): el cardenal Newman.
Apenas una década antes de escribir su primera novela, Perder y ganar (1848), un Newman todavía anglicano había advertido a sus feligreses en el sermón titulado El peligro de los logros, contra los riesgos de leer o escribir novelas: «hacemos daño a nuestro sistema moral interno, al igual que podríamos estropear un reloj u otro mecanismo jugando con las ruedas del mismo. Debilitamos sus resortes y estos dejan de actuar eficazmente» (…) «el peligro de una educación literaria es que separa el sentimiento de la acción. Cuando leemos novelas no tenemos nada que hacer; leemos, somos afectados, somos enternecidos o somos provocados; pero eso es todo. Nos enfriamos de nuevo y nada resulta de ello». Estos recelos, basados en la posible influencia corruptora, o como mínimo, paralizadora, de la lectura de novelas, son casi tan antiguos como la propia novela como género, o incluso la propia lectura, pues ya hemos visto que de tal rechazo puede seguirse rastro hasta Platón. Así pues, que la lectura de novelas podía conducir a una disipación del sentimiento moral a expensas de la acción moral era una posición conocida en aquel tiempo. A pesar de este inicial recelo, sabemos por sus cartas, que Newman comenzó a disfrutar de la lectura de novelas —por ejemplo, elogió a Walter Scott— y, sobre todo, que finalmente superó sus escrúpulos morales a las mismas, o, la menos, consideró sus efectos beneficiosos superiores a los perniciosos.
En la serie de conferencias recogidas bajo el título Idea de la Universidad (1852), el cardenal escribe en términos elogiosos lo siguiente:
«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia y la sabiduría perpetuada, si por los grandes autores los muchos son llevados a la unidad, el carácter nacional se fija, un pueblo habla, el pasado y el futuro, el Oriente y el Occidente se comunican entre sí, si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio».
Aquí, Newman hace una defensa del arte literario, y no solo artística (en referencia a una posible via pulchritudinis), sino de igual manera instrumental, aunque esta utilidad instrumental lo sea para algo tan inmaterial como es el beneficio del corazón y el alma. Se trataba de una defensa intelectual de la bondad de la novela que, a un tiempo, se volvería práctica.
Y es que, cuatro años antes, en 1848, Newman había escrito su primera novela (Perder y ganar, parcialmente autobiográfica) y ocho años después escribiría la segunda (Calixta, 1856). Ambas obras tienen la misma temática ––la experiencia de una conversión––, aunque en diversos escenarios y épocas: el Oxford de su tiempo, la primera, y el Imperio romano de mediados del siglo III bajo las persecuciones del emperador Decio, la segunda.
¿Qué fue lo que llevó a Newman a cambiar de opinión?: El convencimiento de que el arte literario puede ser beneficioso, de acuerdo a la idea (parafraseando lo que C. S. Lewis diría casi cien años después), de que «a veces los cuentos [de hadas] dicen mejor lo que hay que decir».
Newman escribió sus dos novelas movido por dos motivos:
Primero, de acuerdo a sus palabras, como respuesta a un «cuento, dirigido contra los conversos de Oxford a la fe católica». Ese cuento era la novela anti católica titulada De Oxford a Roma (1847), de Elizabeth Harris, que incidía en una temática ya iniciada por otras obras del mismo estilo, como la de su compañero tractariano William Sewall, Hawkstone, publicada en 1845. Newman quiso hacer frente a esos ataques a los conversos al catolicismo con las mismas armas con que eran perpetrados.
Y segundo, para tratar de hacer algo que con sus escritos teológicos y filosóficos sabía que no podría hacer: mover a la fe a sus lectores. Estos dos relatos tienen el poder conmover a quien los lea, independientemente de su fe, y llevarlo a sentir simpatía por el converso, e incluso a identificarse con él. Newman esperaba que esta simpatía eliminara los obstáculos emocionales a la conversión potencial del propio lector, obstáculos que él conocía bien por haberlos padecido. Respecto de Calixta, señaló que se trataba de «un intento de imaginar y expresar, desde un punto de vista católico, los sentimientos y relaciones mutuas de cristianos y paganos en el período al que pertenece», y especialmente, el sentimiento de una conversión en un ambiente hostil al cristianismo.
¿Y qué hay del citado Chesterton? En Herejes (1905), un Chesterton temprano nos habla de la lectura de novelas con su original y sorprendente visión:
«En cierto sentido, es más valioso leer literatura mala que buena. La buena literatura puede hablarnos de la mente de un hombre; pero la mala literatura puede revelarnos la mente de muchos hombres. Una buena novela nos cuenta la verdad de su héroe; pero una mala novela nos cuenta la verdad de su autor. Y mucho más que eso, nos cuenta la verdad de sus lectores. Además, por curioso que parezca, nos dice más cosas cuanto más cínico e inmoral sea el motivo de su creación. Cuanto más insincero es un libro en tanto que libro, más sincero resulta en tanto que documento público. Una novela sincera muestra la simplicidad de un hombre concreto; una novela insincera muestra la simplicidad de toda la humanidad. Las decisiones pedantes y los ajustes definibles de los hombres pueden hallarse en papiros, en libros fundacionales y en escrituras; pero las ideas básicas y las energías eternas deben buscarse en las novelitas de a un penique [las “chuches” de la época]. Así, un hombre, como muchos hombres de auténtica cultura de nuestro tiempo, puede no aprender nada en la buena literatura más allá del poder de apreciar la buena literatura. Pero de la mala literatura podría aprender a gobernar imperios y recorrer el mapa de la humanidad».
Chesterton habla aquí, entre otras cosas, de los «buenos libros malos» (que más tarde serían también elogiados por George Orwell), en referencia a aquellos que logran un efecto sorprendentemente estimulante y beneficioso para el alma a pesar de los defectos de estilo y construcción, que los descalifican como literatura. Siguiendo con Herejes, continúa el autor inglés diciendo:
«La gente se pregunta por qué se leen más novelas que ensayos científicos, que obras sobre metafísica. La razón es muy simple: sencillamente porque la novela es más verdadera que las otras obras. En ocasiones, legítimamente, la vida aparece en forma de ensayo científico. A veces, más legítimamente aún, la vida aparece en forma de obra de metafísica. Pero la vida es siempre una novela. Nuestra existencia puede dejar de ser canción; puede dejar incluso de ser un lamento hermoso. Tal vez nuestra existencia no sea una justicia inteligible, o incluso puede ser un mal cognoscible. Pero nuestra existencia sigue siendo una historia».
Soy de la opinión de Newman, de que la literatura (la gran literatura, la buena literatura e incluso la buena mala literatura ––las “chuches”––, cada una en su medida) puede ser útil para el corazón y para el alma, como una suerte de bendición. Este es, además, el estilo de Dios, observable en la propia Biblia y en la forma de expresarse de Nuestro Señor, al igual que en la forma y manera que ha dado a nuestras vidas, que, como dice Chesterton, no son otra cosa que una historia. En esta misma línea, George MacDonald decía que desdeñaba las abstracciones, considerándolas «momias de prosa sin vida». Él, como cristiano, prefirió la imaginación y la parábola como formas de liberar la verdad de la prisión de los argumentos y del discurso estrictamente racional, y así despertar la fe moribunda. Estoy de acuerdo con MacDonald y su dramatización de la ética y de la fe, con el arte literario como instrumento, bien sea para reflejar, a través de la belleza, la huella del hacer divino que habita en el corazón de las cosas, bien sea, como dijo Flannery O´Connor, para reflejar solo «nuestra condición rota y, a través de ella, el rostro del diablo que nos posee», pues, como ella decía «este es un logro modesto, pero quizás necesario».
No obstante, la lectura no puede ser la única, ni siquiera la principal de las ayudas que ofrezcamos a nuestros hijos. Los libros deben limitarse a ser lo que deben ser: guías, muestrarios, ejemplos, o incluso distracciones. Nuestros hijos no deben dejar de frecuentar, en la mayor medida posible, la propia vida, la vida real, la que da sentido a esos mapas y guías, pues si el sentimiento y la voluntad, si el deseo de hacer el bien, de alcanzar la verdad y de contemplar la belleza quedan circunscritos al interior de unos libros, por muy buenos y bellos que estos sean, la misión estará abocada al fracaso. No se trata simplemente de sustituir las pantallas por los libros. Por ello el libro y la lectura habrán de ser un medio y nunca un fin. Quizá a este riesgo se refería Newman cuando advertía de que «el peligro de una educación literaria es que separa el sentimiento de la acción».
Así que ya termino. Y lo hago con un ejemplo muy gráfico de alguien que hizo uso, junto al rezo y la ayuda de la gracia, de esas buenas lecturas católicas para apuntalar su fe. Para ello les invito a acercarse al Diario de oración de la citada Flannerty O’Connor. Este diario (editado en castellano por Encuentro), abarca desde enero de 1946 hasta septiembre de 1947. O’Connor tiene en ese momento veinte años, está muy lejos de casa, estudiando en la Universidad de Iowa, y su futuro, no ya como escritora sino como católica, pende de un hilo. Por primera vez en su vida se encuentra sola, bajo la influencia de maestros eruditos pero sin fe y compañeros igual de extraviados, que la arrastran a una situación de crisis espiritual. Ella solo puede aferrarse a la fe de su infancia, pero… ¿será suficiente? O’Connor clama en oración: «Temo, oh Señor, perder mi fe. Mi mente no es fuerte. Es una presa de todo tipo de charlatanería intelectual». Ella continúa diciendo que tiene «miedo de las manos insidiosas, oh Señor, que andan a tientas en la oscuridad de mi alma», y le ruega que la proteja.
Flannery rezó y rezó, rogó por su alma y se dejó abrazar por la gracia, pero también participó en la lucha con su propio esfuerzo. Siguiendo el consejo de san Agustín rezó «como si todo dependiera de Dios» y se esforzó «como si todo dependiera de ella», y en este «esfuerzo» tuvieron parte destacada sus buenas lecturas. Ella comienza leyendo a Kafka, pero la pesadumbre del autor checo la atenaza, al darse cuenta que en él la acción de la gracia es prácticamente inexistente. Así que recurre a los franceses Georges Bernanos y su Diario de un cura rural (1936), y Léon Bloy. Y en ellos descubre a la gracia operar sobre las almas. Se trata de escritores católicos que tratan lo sobrenatural con gran seriedad, pero al mismo tiempo, con naturalidad. O’Connor toma a Bloy como modelo de cómo reaccionar ante el mundo contemporáneo; su lectura la perturbaría sanamente. Ella lo describió así: «Bloy es un “iceberg” lanzado contra mí para romper mi Titanic y espero que mi Titanic se rompa». Más tarde llega a sus manos Arte y Escolástica (1947) de Jacques Maritain, de donde la escritora toma con entusiasmo una ars poetica propia; escribe tras leerlo: «Quiero ser la mejor artista que pueda ser bajo la luz de Dios.» (…) «Dios me ha dado todo, todas las herramientas, incluso las instrucciones para su uso, incluso un buen cerebro para usarlas, un cerebro creativo para hacerlas inmediatas a los demás». Todas sus dudas se van disipando y va creciendo en ella la fe; su catolicismo se va manifestando a través de su naturaleza artística. Flannerty O’Connor salvó finalmente el escollo y en ello la ayudó, aunque fuera levemente, sus lecturas, sus buenas lecturas católicas.
¿Qué más quieren que les diga…? Creo que las preguntas han sido respondidas, al menos para mí. Espero que lo aquí escrito les sirva a ustedes de ayuda.
24 comentarios
He sido y soy un lector ávido. Como niño y adolescente cometí todos los errores que pueden cometerse porque cogía libros al azar dentro del gran número de los que había en casa. Mirándolo ahora en retrospectiva, veo que muchas novelas del XIX (francesas e inglesas básicamente), siendo fantásticas, me hicieron mucho daño por leerlas demasiado pronto. Exacerbaron mi sensibilidad, que ya de por sí lo estaba, justo en el sentido que el Cardenal Newman indicaba.
Afortunadamente, un día cayeron en mis manos las novelas de Francois Mauriac. La impresión fue tremenda, lo recuerdo como si fuera hoy. Probablemente no las entendí en toda su profundidad, pero sus personajes me tocaron el alma porque, de una manera que no puedo explicar, percibí a Dios en ellos como nunca lo había hecho.
En fin ,no me enrollo. Gracias por el blog y por los consejos. Los usaré para guiar a mis hijos pequeños.
Para sorpresa mía vi que el mismo efecto producían en otras personas cuando leí el relato de Hugo Wast, que intentó imitar a George Washington, que se nos presentaba como modelo de niño sincero en la famosa anécdota del cerezo:
- ¿Quién ha hachado mi hermoso cerezo? - rugió su padre lleno de ira.
- He sido yo, padre - dijo el pequeño George valientemente.
En una reciente serie sobre los primeros presidentes americanos dicen que mentía como un ladrón y, quieras que no, mi alma de niña ha quedado resentida. Ya solo me falta que me demuestren que a Androcles se lo comió el león.
¡Qué felices éramos con estos modelos y en mi caso cuánto me han servido!
No hay cosa peor que hacer críticos a los niños antes de que la vida les decepcione.
- ¿Quién ha escrito esto? - Dicen aquellos a los que no les gusta el comentario.
- He sido yo, amigos.
Tarde me ha llegado la noticia de que el sincero George era un embustero, pero me gusta el que siempre conocí, si una falsa anécdota ha hecho de mí una persona sincera la daré como buena.
Cuando yo era pequeño (mediado el siglo XIX) disfrutaba con el mundo Bruguera y sus "Tio vivos" "DDT" y "DINDANES"; pero también había una colección llamada "Vidas ejemplares"que eran vidas de santos, de de la mejicana editorial Novaro. Estos últimos comics, te dejaban tras su lectura un poso diferente.
Cuando crecí un poco (1875), leí libros "sin santos" (entrañable expresión esta cuando en los libros de la época las únicas ilustraciones era imágines de ellos) y descubrí maravillas.
Yo seré poquita cosa, pero sin las lecturas de Newman, Chesterton, Lewis Tolkien, Bernanos, Péguy, Frossard, Thibon y el deslumbrante Bloy, entre otros, todavía sería más pequeño.
Lo más cercano que hay es la apelación de los santos padres al estudio de las artes liberales, pero éstas se hacían para poder estudiar filosofía y teología, cosa que a su vez compete a unos pocos católicos, no a todos. Así que tampoco.
Por otra parte, santos doctores como san Agustín o santa Teresa nos enseñan más bien a evitar la poesía y las novelas, para dedicarnos al estudio de las Sagradas Escrituras y las cosas santas. Y con santo Tomás de Aquino podemos afirmar que ciertas novelas, no todas, pueden ser usadas como una diversión para relajarse y nada más, siempre y cuando el que haga uso de ellas no tenga el peligro de aficionarse.
La afirmación de Chesterton hay que entenderlo bien, si queremos bien pensar de este autor, y es que cuando dice que «La gente se pregunta por qué se leen más novelas que ensayos científicos, que obras sobre metafísica. La razón es muy simple: sencillamente porque la novela es más verdadera que las otras obras» tenemos que entender que se refiere a los ensayos científicos y metafísicos de su tiempo, que eran en su mayoría muy falsos. Por eso una simple novela tiene más cosas verdaderas que esos ensayos; lo cual no deja a dudas de que irónicamente decía que hasta los relatos de ficción son más reales que la filosofía de su tiempo.
Pero tampoco hay que excusarlo de todo error. Lo cierto es que más gente lee las novelas que los escritos metafísicos porque las novelas causan placer al leerlas, y aquellos escritos no. Y como el hombre carnal está inquieto por buscar el placer, prefiere una lectura placentera antes que una "árida, fría" (De aquí el llamar a ciertos escritos como escritos fríos, porque al hombre carnal no le causa placer). Por eso Tolkien es bestseller y a Lagrange O.P. casi ningún católico le conoce, aunque los escritos de éste último tengan 10.00.000 de veces más verdad que los de Tolkien, por decir un número pequeño.
Siempre me sorprende en este blog el poco peso que tiene en la educación moral y espiritual de los lectores la literatura clásica española, donde todos los temas que se tratan en él han tenido una maravillosa acogida, pensamiento y discusión, que dejaron abierta después de la meditación, como en el capítulo 48 de la primera parte del Quijote.
El pseudónimo no necesariamente oculta la identidad, Palas. También es, como sabíamos cuando las religiones (en castellano clásico, las órdenes religiosas que diríamos hoy con este castellano pervertido y puñeteramente explícito) estaban presentes en nuestro horizonte, superación de nuestra identidad, metanomasia, por decirlo en neologismo griego.
En cuanto a las novelas, yo he sido más lectora de novelas que de filosofía, mi hermano al revés, y no veo por qué ciertas novelas o teatro clásico no impliquen meditaciones filosóficas. Es el caso de Cervantes, Shakespeare o Dostoyevski. La lectura de Macbeth, Crimen y Castigo o el Quijote dan lugar mucho pensamiento de tipo filosófico.
Personajes como Cordelia del Rey Lear, Rodión R. Raskólnikov o Alonso de Quijano son arquetipos. Leídos en la juventud estas novelas son altamente educativas.
"No insistas en que te deje y me vaya lejos de ti; donde vayas tú, iré yo; donde mores tú, moraré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios; donde mueras tú, allí moriré y seré sepultada yo. Que Yavé me castigue con dureza si algo, fuera de la muerte, me separa de ti" (Rut 1, 16-17)
Quizá se haya meditado poco en la fidelidad y el amor que destila este libro. Fidelidad representa también la figura de Cordelia.
Mi nick no representaba nada en concreto, solo obedecía al hecho de que estaba leyendo los dioses olímpicos y había tres diosas que comenzaban por A: Artemisa, Afrodita y Atenea. No pudiendo ser las dos primeras escogí la tercera. Sin más. Por cierto Afrodita y África tienen la misma raíz etimológica, pero hubiera sido absurdo que me hubiera tenido por tal ya que la tal diosa se distinguía por su físico, es decir por su belleza. Parece que -afr es un prefijo que indica templado o cálido y es el nombre que los griegos dieron a la costa sur del Mediterráneo.
En el Cristianismo África ha sido el lugar de origen de muchos Padres de la Iglesia desde San Atanasio de Alejandría hasta San Agustín de Hipona. Desgraciadamente el Islam llegó después, pero las aguas del Mar Mediterráneo siguen trayendo su mensaje,
Así escribió "Hoja de Niggle", un cuento donde llega a la conclusión de que el artista puede distraerse quizá demasiado y no atender bien a su vecino, pero que aún así tiene el deber de comunicar a los hombres aquello que ve del Misterio y de la vida, como en la caverna de Platón, y tiene el deber de hacerlo artísticamente. Que eso sigue dando gloria a Dios y que la belleza que se hace en la Tierra no se pierde para el Cielo.
La realidad es que todo lo que hacemos son dibujitos de niño pequeño para nuestro Padre Dios; Él luego puede bendecirlo y convertir la semilla de mostaza en un gran árbol... las fantasías de Tolkien que nadie leía hoy han llegado a millones de personas y han ayudado a muchos a abrirse a Dios.
Yo digo, que lo que hacen es crear una atmósfera saludable y a veces, te pueden ayudar y nunca obstaculizar.
Es curioso que Santa Teresa dijera que hay que evitar la poesía cuando ella misma fue poeta, igual que San Juan de la Cruz. La mística, que aquí no se ha nombrado, se expresa mucha veces a través de la poesía, la poesía tiene una estrecha relación con la música y ambas son artes.
Tampoco creo que sea muy afortunado decir que los escritos del P. Garrigou-Lagrangre contengan más "verdad" que los de Tolkien, son más profundos y tratan de Dios de manera más directa.
No podemos medir el valor de un escrito para la Fe por su característica de frío-caliente; sencillo-complicado; profundo-superficial porque entonces dejamos afuera a los pequeños de Dios.
Uno de los teólogos más difíciles de hincar el diente que he intentado leer es Karl Ranher pero me late, como dicen los mexicanos, que Tolkien, Chesterton o C.S.Lewis han hecho más conversos en su sencillez que él.
No faltan casos de literatura de conversión. Donde la conversión propia se pone por ejemplo y aun por modelo de la que pueda suceder en otro. Desde las Confesiones de san Agustín a los diarios de los Leseur. De la literatura actual ando desconectado. La ilustración francesa produjo unos cuantos ejemplos que aquí tuvieron su quintaesencia en el Evangelio en triunfo de Olavide, de gran aceptación europea, por su mezcla entre literatura romántica (todo aquel ambiente conventual, los sueños con muertos saliendo de las tumbas...), dogma y apologética contra el mal de sus días.
El problema, doña África, es quién sirve a quién: si el arte al dogma o el dogma al arte. Llevo años intentando que mi cuñado se enfrente a la verdad de la religión, él como lector sistemático de Tolkien, y no soy capaz de sacarlo de ahí. Mira el dedo y no la luna. Ya casi no hago más que rezar. Con él he notado que hay una sensibilidad cristiana para acercarse a literatura como la suya y una sensibilidad mundana que se pierde en la fascinación literaria, se pierde entre los espejos. Y ahí doy la razón a Ecclesiam. La poesía de santa TEresa está al servicio de la fe. Mientras que puedes leer a Tolkien (al de la ficción, como las ficciones de los otros ingleses, que no sé hasta qué punto se les puede atribuir a ellas y no a sus otros escritos esas conversiones de las que usted habla) sin fe y no entrar nunca a ella desde él. Cosa que resulta más difícil, creo, en nuestra tradición literaria. El Quijote puede despistar, pero no el Persiles.
Lleve cuidao con el Rahner.
P.D. Usted me conoce. He tenido más trato con usted que con alguno de mis vecinos, y seguramente con menos empeño.
Es que la metanomasia, del cambio de nombre cristiano, siempre es con sentido. Nos lo enseñó el Señor con PEdro.
...Despiértenme las aves/ con su cantar sabroso no aprendido,/ no los cuidados graves/ de que es siempre seguido/ el que al ajeno arbitrio está atenido... /Del monte en la ladera/ por mi mano plantado tengo un huerto/ que, con la primavera,/ de bella flor cubierto,/ ya muestra en esperanza el fruto cierto... No se cambia un amanecer, un instante de tarde entre el olor del azahar de los naranjos, limoneros, cidros y pomelos por todos aquellos malgastados en contiendas vanas, las que no traen como fruto la virtud.
Creo que para aclarar la discusión habría que distinguir la literatura cristiana que es indiferente para el mundo pero significativa para el cristiano, literatura literatura, que nos reconforta y nos proporciona un recreo santo (y por ahí iba Ecclesiam). Y luego está la de utilidad religiosa, para expresión de la fe, bien sea como un poema, para esforzarnos en esa fe, como una autobiografía de conversión, o la que sirve para hacernos conocerla mejor, como un tratado teológico (que, como nuestras letras demuestran, no tiene que ir reñido con el estilo y la belleza, al contrario). Y ambas nos hacen la vida mejor. Pero de lo que dudo es que la primera, para el no creyente, sirva para lo segundo. Hay que ir con ese apriori en términos kantianos que dice su hermano. PEro lo segundo tampoco. Ha de ser Dios el que toque esa alma, cuando quiera, y la determine hacia lo uno o lo otro para traerlo a Él.
Lo bueno de la fe es que no necesita cociente intelectual, al contrario: se oculta a los soberbios. Gracias a Dios.
Algo de eso intuía yo cuando te leía con el nick de Palas. Recuerdo de aquellos tiempos de "Dignitae"
Pido disculpas al señor Sanmartín por mis apuntes fuera de tema
Saludos.
África, es usted muy amable (de una amabilidad inmerecida en lo que a mí se refiere). A mis padres seguro que les hará ilusión leer lo que ha escrito.
Muchas gracias.
Miguel Sanmartin Fenollera
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