La piedad, una virtud olvidada
La tumba del padre. Obra de Georg Osterwald (1803-1884).
«No hubo otro Rey más justo por su piedad ni más grande por sus hazañas guerreras, que Eneas».
Virgilio. Eneida (I, 544).
«¿Qué mejor muerte puede haber
que enfrentar una suerte adversa
por las cenizas de sus padres
y los templos de sus dioses?»Thomas Macaulay. Horacio
«La piedad, ésta es la sabiduría, y huir del mal, ésta es la inteligencia».Job, 28,28.
«Para los antiguos la palabra “pietas” significaba en primer término el amor filial, el sentimiento de los hijos para con sus padres; de donde impío en latín significaba lo que el criollo llama desmadrado, que luego por extensión se aplicaba a Dios, de modo que en castellano la impiedad conservó solamente ese segundo sentido de animadversión contra Dios; con lo cual la sabiduría de los pueblos aludía quizá a un lazo misterioso que existe entre el amor a los padres y la reverencia a Dios.
De hecho, el 5º Mandamiento del Decálogo ––4º para nosotros––, “Honrar padre y madre”, está colocado en la primera tabla de la Ley, que contiene las obligaciones del hombre para con Dios; porque los padres son representantes vivientes de Dios».
Quien habla así es el padre Leonardo Castellani en su obra, El Evangelio según Jesucristo (1957). Y sea o no este el origen de la palabra, lo cierto es que se trata de algo importante que hoy es olvidado por muchos y mal entendido por casi todos los demás.
Los antiguos la tenían por una de sus virtudes más valiosas.
En uno de sus diálogos, Eutifrón (399 a. de C.), Platón discute por boca de Sócrates el concepto de piedad y de piadoso.
Platón nos dice que Piedad viene de la palabra griega «hosion». Esta palabra también puede traducirse como la santidad religiosa o corrección religiosa y es discutida por Sócrates y Eutifrón en dos sentidos: En un sentido estricto, como conocer y hacer lo que es correcto en los rituales religiosos dando agrado a los dioses, y un sentido amplio, como una parte de lo justo mediante la que nos inclinamos a reconocer nuestra dependencia de una realidad más grande que nosotros mismos, de lo que también hablará más adelante santo Tomás de Aquino.
Eutifrón comienza apoyando el primer sentido, el concepto más estrecho de piedad. Pero Sócrates, fiel a su punto de vista general, defiende su sentido más amplio. Él está menos interesado en el ritual correcto que en vivir moralmente. No obstante, el diálogo queda inconcluso.
La salida de Eneas de Troya. Ilustración de Bartolomeo Pinelli (1781-1835).
Ya en la Roma clásica, su gran poeta, Virgilio, escribió su obra magna, La Eneida, (19, a. de C.) sobre la base de esa virtud. Eneas, el protagonista, es el héroe que representa la pietas, el amor debido a los antepasados y a los dioses, frente a la ira y fortaleza de Aquiles y la astucia e inteligencia de Odiseo. Este amor de piedad se originaba en un aspecto particular de la virtud de la justicia como el deber doméstico de respeto a los padres y continuaba ascendiendo hacia los dioses del hogar/domus, la patria y las grandes deidades del Panteón. Así y todo, Virgilio dio un nuevo alcance al concepto al incorporarle la misericordia hacia sus compañeros de sufrimiento en esta vida, universalizando su alcance.
Así que, desde siempre ––al menos hasta tiempos muy recientes––, esa condición fue basal para la vida de los hombres; la relación paterno-filial, pilar y fundamento de la familia, y su reflejo trascendente, fundamento de toda religión, estuvo en el centro de la vida del hombre de toda condición, raza, religión o pensamiento. Por tanto, la piedad constituyó el alimento y argamasa de todas nuestras relaciones, desde el origen de los tiempos.
Pero el concepto no alcanza su pleno sentido sino con el cristianismo. De esta forma, el cristianismo aportó algo más, algo trascendente, que nos explicita y aclara aquello que el Creador gravó a hierro y fuego en nuestro corazón.
Así que, quizá sea conveniente adentrarse y profundizar un poco en busca de ese su verdadero significado.
Y para ello, nada mejor que acercarnos a las explicaciones claras y precisas de santo Tomás de Aquino.
¿Cuál sería para un cristiano la condición radical del ser humano? Sin duda ser hijo, esa es nuestra condición revelada y es la condición que el propio Dios asumió como hombre y que humanizó en su relación de amor trinitario.
Así que, lo que el cristianismo aporta, lo que hace crecer de forma gigantesca la anciana virtud pagana es su inversión y su carácter recíproco, propio del amor, de la caridad en la que se integra. La piedad pierde su aspecto timorato y servil, y como parte del amor, desciende del Cielo, para luego, de vuelta, elevarse con gratitud y amor, al tiempo que se extiende en este mundo con reciprocidad de lo más alto a lo más bajo, y viceversa. Y ello, aunque su origen esté siempre en lo alto, puesto que, en todo caso, toda paternidad proviene de Dios y toda filiación conduce a Dios.
De esta forma, santo Tomás nos dice en su Suma Teológica (1265-1274) que, en origen, la piedad es «cierto testimonio de la caridad con que uno ama a sus padres y a su patria», pero «la religión y la piedad son partes de la justicia, y difieren entre sí en que la religión es culto de Dios; mas como Dios no solo es creador sino también es padre, debémosle, por consiguiente, además del culto como a creador, amor y culto como a padre. Y por eso algunas veces tómase la piedad por el culto a Dios». De este modo, «La piedad dice cierta inclinación por afecto a su principio; y principio de la generación es el padre y la patria. Por eso es necesario que el hombre para con ellos sea benévolo. Y Padre de todos es Dios».
Por tanto, santo Tomás establece entre estos tres ámbitos (familia, patria, Dios) una jerarquía y prevalencia en cuya cima está la Divinidad. El profesor Alejandro Llano en su obra La vida lograda (2002) nos lo explicita muy gráficamente:
«Cultivamos la tierra que nos nutre y la tradición que espiritualmente nos hace ser quienes somos, seres en la verdad y en el tiempo. Los padres cuidan de los hijos; el político, de la ciudadanía; y la divinidad cuida de todos. Pero este movimiento descendente encuentra una respuesta en la aceptación y el reconocimiento. El hijo maduro cuida de sus padres. El ciudadano responsable se preocupa de la suerte de la ciudad y cuida de que el estadista no utilice la cosa pública para sus intereses parciales. Y el hombre y la mujer ofrecen a Dios su culto».
Se trata de una virtud a rescatar hoy, pues en estos tiempos, como decía Ovidio en sus Metamorfosis (8 d. de C.), «Vencida yace la piedad». De hecho, la impiedad es probablemente uno de los vicios definitorios de la modernidad, instalados en la cual los hombres respondemos como nunca a la descripción del apóstol: «desobedientes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados» (Rm 1, 30-31). En palabras llanas, nos falta el reconocimiento de las deudas y el agradecimiento a lo debido. Nos falta humildad porque no hay piedad en aquel que es autosuficiente, que cree que nada y a nadie debe. El hombre, en su ser más íntimo, debe ante todo reconocer y venerar de quien, de dónde y de que manera proviene, pues sin eso, no solo no sabe quién es, sino que no es nada. Como dice Josef Pieper en su obra Las virtudes fundamentales (1976), sin «la íntima experiencia de una deuda impagable» no es posible la piedad.
Pero sobre todo nos falta amor, nos falta el sentirnos hijos de un Padre. Por eso es tan extraordinaria la mayor historia jamás contada, la de Aquel que nada debe y que todo Es, que nada pide y que todo da, que se humilló ante sus creaturas para pagar las deudas de estas, regalándoles la inmensa gratitud que eso supone, y todo por amor, amor al Padre, a los hijos y los hermanos. Nacemos con una deuda, una deuda impagable, y mientras no lo reconozcamos careceremos de piedad.
Leyendo el devocionario al abuelo. Obra de Alfred Anker (1831-1910).
De esta forma, sin pietas no hay recompensa ni salvación, pues quien no muestra agradecimiento, no ama y quien no ama no podrá jamás habitar «en la luz inaccesible» hacia la que debemos ir (I Tim., 6,16).
¿Y qué libros pueden hablar a nuestros hijos de esta virtud? Podemos hacer aquí una distinción de grado. No nos ha de caber duda al respecto de que la mayor muestra de la piedad se encuentra en la persona de Nuestro Señor Jesucristo y en los libros que nos hablan de Él, Los Evangelios. Nos dio el ejemplo: «Jesús les dijo: «Cuando hayáis alzado al Hijo del hombre, entonces conoceréis que soy Yo (el Cristo), y que de Mí mismo no hago nada, sino que hablo como mi Padre me enseñó. Y El que me envió, está conmigo. Él no me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que le agrada» (Juan, 8, 28-29). La dedicación, la devoción y la atención primera de Jesús hacia el Padre es constante y expresa. Él nos dice que bajó del cielo «para honrar a mi Padre», «para hacer no mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» y por ello él hace siempre «lo que le agrada». No hay mayor muestra de piedad que esta, una piedad que culmina en la cruz («está cumplido»).
Pero, si volvemos la vista a la inmanencia de nuestro mundo sublunar, a nuestra pequeña humanidad, La Eneida parece una obra adeucada, pues la piedad es su leitmotiv y Eneas, su héroe, la personificación de lo piadoso. Cuando todo parece perdido durante el asedio de Troya y Eneas había resuelto morir con su familia luchando contra los invasores, la diosa Afrodita lo disuade y le muestra un camino de escape. Eneas coge a su padre, Anquises, sobre sus hombros, toma los Lares y los Penates de Troya, y acompañado de su esposa, su hijo Ascanio y un pequeño grupo de seguidores, escapa del asedio. Con el tiempo, llegará al Lacio y se convertirá en el progenitor del pueblo romano, antepasado de Rómulo y Remo. Los Julianos (es decir, la familia de Julio y Augusto) remontan su linaje a Ascanio y a Eneas. Todo esto nos cuenta Virgilio en su magna obra. Dante, nos dice al respecto:
«La piedad hace que se espere el máximo bien de una persona, hace que todas las demás bondades brillen con su luz. Por esta razón Virgilio, hablando de Eneas, en su más alta alabanza lo llama piadoso».
De hecho, en su Divina Comedia, sitúa a los piadosos en el Paraíso, en el sexto cielo, el cielo de Júpiter, el cielo de los Justos, desde dónde las almas de los justos y piadosos le cantan:
«Per esser giusto e pio
Son io qui essaltato a quella gloria
Che non si lascia vincere»
(Por ser justo y pio
Estoy aquí exaltado a esa gloria
Que no puede ser vencida por el deseo)
Divina Comedia. Canto XIX
Pero, La Eneida es una obra compleja, elevada y profunda; hoy quizás inaccesible para el común de nuestros jóvenes. ¿Qué, entonces? La literatura medieval también es prolija en muestras de piedad, y además de una piedad cristianizada. Una de las cualidades de todo buen caballero es la pietas, y el poema medieval Sir Gawain y el Caballero Verde (1400), es una muestra. Un caballero cristiano debe poseer las cinco virtudes, que Tolkien, al traducir al inglés el poema, enumera como generosidad, camaradería, castidad, caballerosidad y «como virtud más destacada, la piedad».
«Por debajo de ellos el valeroso caballero cabalgaba sobre Gringolet; cruzaba solitario pantanos y lodazales, temeroso de no poder asistir, por mala fortuna, al oficio del Señor, que esa misma noche había nacido de virgen para redimirnos de nuestras aflicciones. Y suspirando, decía:
—Te suplico, Señor, y a ti, María, la más dulce y querida de las madres, que encuentre un refugio donde pueda oír misa con el debido recogimiento, y maitines por la mañana: humildemente lo pido, y rezo el padrenuestro y el avemaría y el credo. Y se santiguó y lloró por sus pecados, exclamando, mientras espoleaba al caballo:
—¡Qué Cristo ampare mi causa, y su Cruz me guíe!»
Y quedándonos ya con Tolkien, en su obra literaria podemos ver trazas de esta virtud de la piedad. No se trata solo de que la realización de la gigantesca empresa de su trilogía y de las obras adyacentes es sin duda fruto de su propia piedad religiosa, sino que en el interior de estos relatos podemos ver muestras de tal devoción o de su falta. Por ejemplo, en El señor de los Anillos (1954-55), tenemos el caso del Reino caído de Númenor, el reino humano más noble jamás fundado, que fracasó en su piedad, abrazó una cultura de muerte rebelándose contra el Creador, y acabó siendo tragado por las olas. O la figura de Faramir, quien no deja de mostrar reverencia hacia sus ancestros y el pasado mítico donde estos moran. Esta piedad se manifiesta cuando le vemos a él y a sus hombres observar rituales de culto y veneración, deteniéndose antes de comer para mirar hacia «Númenor que fue, y más allá de Elvenhome que es, y hacia lo que está más allá de Elvenhome y lo que siempre será». Este respeto por las cosas elevadas, por los antepasados y la divinidad, le aproxima a la figura de Eneas. Pero quien de verdad reúne similitudes con el héroe virgiliano es Aragorn, aunque esta afinidad no es solo con Eneas, sino también con Ulises, reuniéndose en él lo bueno de uno y otro. Así, Aragorn representa, como los dos personajes clásicos, el arquetipo de héroe errante, encontrándose en él la astuta inteligencia de Ulises combinada con la piedad y el alto destino de Eneas.
Las muestras de personajes piadosos no se agotan aquí. Como no podía ser de otra manera, el personaje principal de la trilogía debe hacer gala de tan valiosa virtud. Frodo ha de soportar la “carga” del Anillo y el deber de su destrucción, y lo hace por piedad. De esta manera, Tolkien nos lo muestra como un héroe piadoso desde el principio, debido a su conciencia del «deber hacia la familia [y] hacia el pueblo».
Y termino con otro héroe griego, que, aunque no era piadoso, una vez la piedad le fue invocada y penetró en su corazón:
«––Acuérdate de tu padre…
Y el corazón de Aquiles, embravecido de furores como el negro mar, se aplacó al instante y sus ojos se humedecieron».
Iliada. Canto XXIV
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Muy querido D. Miguel:
¡Alabanza sin fin a Dios Padre, de parte de nuestro santísimo Señor y Salvador Jesucristo, y de parte de todos nosotros, ángeles y hombres, hechos por pura gracia a su imagen y semejanza!
Su exposición de la piedad filial, D. Miguel, me ha parecido colosal, además de maravillosamente resumida y “acrisolada”.
Es colosal que usted trate sobre un asunto que, como bien nos indica, es crucial y decisivo para todos nosotros, los desterrados hijos de Eva, aquí exiliados, y es colosal sobre todo que usted lo trate así, con unción y agradecimiento filial.
Su resumen también me ha parecido maravilloso: “la relación paterno-filial, pilar y fundamento de la familia, y su reflejo trascendente, fundamento de toda religión, estuvo en el centro de la vida del hombre de toda condición, raza, religión o pensamiento. Por tanto, la piedad constituyó el alimento y argamasa de todas nuestras relaciones, desde el origen de los tiempos”.
Hace unos pocos años, le leí (creo que a D. Juan Manuel de Prada) que nuestra condición de hijos y hermanos es anterior y más profunda que nuestra condición de hombres y mujeres.
No sé si D. Juan Manuel (aunque tal vez el articulista era otro) lo decía exactamente de esta manera, pero su observación me pareció que “daba en el clavo” y que era muy actual ayer, hoy y siempre, aunque seguramente hoy día sea todavía más actual que hace varias décadas.
Todos llevamos en nuestra carne la huella del cordón umbilical que nos une a nuestra madre, y toda madre concibe un hijo gracias a un padre (conocido o desconocido) y, en definitiva, gracias al Padre invisible.
A mi parecer, querido D. Miguel, el amor de piedad es una virtud olvidada porque, durante varias décadas, la filiación ha sido magullada y “ninguneada” casi sistemáticamente, tal vez en la literatura en primer lugar (¡no lo sé y no puedo afirmarlo!), pero sí ciertamente en las costumbres sencillas de cada día y en los modos de hablar y de vivir que hemos ido adoptando con nuestros padres y con las personas mayores.
Y ahora, al cabo de varias generaciones, aparece con una crudeza no esperada para la mayoría (¡pero sí prevista y anunciada por una minoría!) que sin filiación no puede existir la piedad, ni tampoco la fraternidad entre los hombres, dado que, entretanto, en estas décadas, los hombres nos hemos convertido más bien en unos pobres huérfanos autómatas que, creyéndose libres, en realidad vagan sin rumbo de la ceca a la meca, llevando consigo su inevitable desconcierto y su incomprendida soledad.
“No hay piedad en aquel que es autosuficiente, que cree que nada y a nadie debe. El hombre, en su ser más íntimo, debe ante todo reconocer y venerar de quien, de dónde y de qué manera proviene, pues sin eso, no solo no sabe quién es, sino que no es nada”. Y en palabras que usted recoge de Pieper: “sin «la íntima experiencia de una deuda impagable» no es posible la piedad.
Junto con el P. Leonardo Castellani, santo Tomás y usted mismo (“toda filiación conduce a Dios”), yo también creo que quien más nos falta, D. Miguel, es el Hijo por antonomasia venido hasta nosotros, Jesucristo, el Amado, el Predilecto, y por eso mismo quien más nos falta, juntamente con Él e inseparablemente de Él, es el Padre invisible, su Padre y nuestro Padre.
Parafraseándole a san Pablo, el que más nos falta, creo, es el Primogénito de entre muchos hermanos, el Primogénito de entre los muertos y el Primogénito de toda criatura (en el cielo y en la tierra).
Y el Hijo nos hace falta tanto porque “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mateo 11, 27). “A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (Juan 1, 18).
“Por eso es tan extraordinaria la mayor historia jamás contada, la de Aquel que nada debe y que todo Es, que nada pide y que todo da, que se humilló ante sus creaturas para pagar las deudas de estas, regalándoles la inmensa gratitud que eso supone, y todo por amor, amor al Padre, a los hijos y los hermanos. Nacemos con una deuda, una deuda impagable, y mientras no lo reconozcamos careceremos de piedad”.
Sí, “no nos ha de caber duda al respecto de que la mayor muestra de la piedad se encuentra en la persona de Nuestro Señor Jesucristo y en los libros que nos hablan de Él, Los Evangelios”.
Por lo demás, D. Miguel, siguiendo su consejo, pongo a la “Eneida” en la lista de los muchos libros de base que me toca leer, sin olvidarme, a ser posible, de “Sir Gawain y el Caballero Verde”. Y, por supuesto, tendré que leerle bastante más a Tolkien, al que le tengo “aparcado y estancado” en la estantería desde hace décadas.
Recordando mis relaciones con mi padre, veo también mi parentesco y cercanía con Aquiles, mi hermano, y pido perdón a Dios a mi manera siempre torpe y enrevesada.
Muchísimas gracias a usted, D. Miguel, y un abrazo muy fuerte:
José Mari, franciscano
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