Del Oficio de Lecturas del martes de la decimocuarta semana del Tiempo Ordinario:
Cuando emprendas alguna obra buena, lo primero que has de hacer es pedir constantemente a Dios que sea él quien la lleve a término, y así nunca lo contristaremos con nuestras malas acciones, a él, que se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, ya que en todo tiempo debemos someternos a él en el uso de los bienes que pone a nuestra disposición, no sea que algún día, como un padre que se enfada con sus hijos, nos desherede, o, como un amo temible, irritado por nuestra maldad, nos entregue al castigo eterno, como a servidores perversos que han rehusado seguirlo a la gloria.
Por lo tanto, despertémonos ya de una vez, obedientes a la llamada que nos hace la Escritura: Ya es hora que despertéis del sueño. Y, abiertos nuestros ojos a la luz divina, escuchemos bien atentos la advertencia que nos hace cada día la voz de Dios: Hoy, si escucháis su voz, no endurezcáis el corazón; y también: El que tenga oídos oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias.
¿Y qué es lo que dice? Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Caminad mientras tenéis luz, para que las tinieblas de la muerte no os sorprendan.
Y el Señor, buscando entre la multitud de los hombres a uno que realmente quisiera ser operario suyo, dirige a todos esta invitación: ¿Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad? Y si tú, al oír esta invitación, respondes: «Yo», entonces Dios te dice: «Si amas la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella. Si así lo hacéis, mis ojos estarán sobre vosotros y mis oídos atentos a vuestras plegarias; y, antes de que me invoquéis, os diré: Aquí estoy.»
¿Qué hay para nosotros más dulce, hermanos muy amados, que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo el Señor, con su amor paternal, nos muestra el camino de la vida.
Ceñida, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras, avancemos por sus caminos, tomando por guía el Evangelio, para que alcancemos a ver a aquél que nos ha llamado a su reino. Porque, si queremos tener nuestra morada en las estancias de su reino, hemos de tener presente que para llegar allí hemos de caminar aprisa por el camino de las buenas obras.
Así como hay un celo malo, lleno de amargura, que separa de Dios y lleva al infierno, así también hay un celo bueno, que separa de los vicios y lleva a Dios y a la vida eterna. Éste es el celo que han de practicar con ferviente amor los monjes, esto es: tengan por más dignos a los demás; soporten con una paciencia sin límites sus debilidades, tanto corporales como espirituales; pongan todo su empeño en obedecerse los unos a los otros; procuren todos el bien de los demás, antes que el suyo propio; pongan en práctica un sincero amor fraterno; vivan siempre en el temor y amor de Dios; amen a su abad con una caridad sincera y humilde; no antepongan nada absolutamente a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna.
De la Regla de san Benito, abad
(Prólogo, 4-22; cap. 72, 1-12: CSEL 75, 2-5. 162-163)
Como enseña el concilio de Orange en su vigésimo canon “Dios hace en el hombre muchas cosas buenas que el hombre no hace, mas en verdad ninguna cosa buena hace el hombre que Dios no dé que haga". Tal verdad, que aparec con claridad a lo largo de la Escritura (p.e, Fil 2,13). De ahí que San Benito nos dice que si tenemos intención de emprender una buena obra, debemos pedir a Dios que sea el autor, causa primera, de la misma.