Vamos a ayudar a Dios a que haga de Dios

No, no me he vuelto loco. No he caído en la herejía pelagiana o semipelagiana. No he desechado las enseñanzas de las Escrituras, especialmente las de San Pablo, ni las de grandes santos y doctores de la Iglesia como San Agustín y Santo Tomás. Simplemente señalo algo que muchos cristianos creen que pueden hacer: ayudar a Dios.

No es nueva esa idea. Cuando Yavé le dijo a Abraham que iba a ser padre siendo ya ancianos tanto él como su mujer Sara, nuestro padre en la fe decidió, por consejo precisamente de su esposa, que iba a ayudar a Dios a cumplir su promesa acostándose con una de sus criadas. De aquella unión, obviamente, no salió el hijo de la promesa. Finalmente Dios cumplió su palabra y Sara fue madre en su vejez.

Cuando Cristo anunció que iba a bajar a Jerusalén para ser crucificado, san Pedro se puso enfrente de Él y le dijo que no osara hacer tal cosa. ¿Cómo iba el Mesías a cumplir su función mesiánica dejándose matar? Había que ayudarle a entender mejor su misión. Las palabras del Señor fueron contundentes: “apártate de mí, Satanás".

Salvando las distancias, a muchos nos ha pasado algo parecido a lo largo de nuestra vida. En vez de buscar que Dios cumpla su voluntad a su modo y manera, buscamos la forma de que se cumpla según nos parece más adecuado. De hecho, en no pocas ocasiones lo que hacemos es disfrazar nuestros deseos, nuestros actos fruto de nuestra propia voluntad, con la pretensión de estar obrando para que se cumpla la voluntad divina. El santo abandono en la voluntad de Dios -que no tiene nada que ver con un quietismo estéril- no está precisamente de moda.

Buena parte del fracaso de las “vocaciones” al sacerdocio y la vida religiosa nace precisamente del error de confudir la voluntad del Señor con el deseo del seminarista o novicio. Confunden el “Dios así lo quiere” con el “a mí me gustaría”. El proceso de discernimiento no es fácil, pero es absolutamente necesario.

Precisamente la Iglesia, en tiempos de sequía vocacional, suele cometer el error de querer “facilitar” el acceso a la vida sacerdotal y consagrada, como si Dios no fuera capaz, por sí solo, de llamar a quien quiere y confirmar a los que ha llamado. Una cosa es pedir al Señor que envíe obreros a la mies y otra que seamos nosotros quienes decidamos el número y la identidad de los obreros necesarios.

Imagínense ustedes la necedad que supondría rebajar las exigencias de la clausura para lograr que haya más vocaciones a la vida religiosa que vive en esa condición. ¿Acaso el poder de la gracia de Dios será más efectivo si reducimos las exigencias, y los dones, de santidad para ese tipo de religiosos? Hacer caso a quienes se han equivocado de vocación es el camino seguro para poner un gran obstáculo a quienes son fieles a la vocación recibida. Y mala cosa es dar coces contra el aguijón.

Dios, en su infinita paciencia, permite que muchas veces nos alejemos de su voluntad, no solo a través del pecado, sino tomando decisiones que parecen buenas pero no son las que Él quiere para nuestras vidas. Pero su infinita misericordia nos conduce, si andamos en su gracia, a retomar el camino que ha determinado para que le sirvamos mejor, para que demos buen fruto, para que vivamos plenamente conformes a su voluntad. 

Necesitamos la humildad de reconocer que todo bien que hagamos procede de Dios como causa primera. Que nosotros, como mucho, seremos los siervos inútiles de los que habló Cristo en el evangelio. Y que hasta nuestros posibles méritos, ciertamente nuestros, son fruto de la gracia divina operando en nuestras vidas, de manera que nadie se ensoberbezca y todo sea para gloria de Dios.

No ayudamos a Dios a ser Dios. Es Dios quien nos ayuda, quien obra en nosotros, para que seamos buenos hijos suyos. 

Luis Fernando Pérez Bustamante

PD: Versículos a tener en cuenta

Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada.
Jn 15, 5

Porque Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito.
Fil 2,13