El cardenal Rouco y la decadencia de Europa

Estoy convencido de que esto es una conspiración cardenalicia contra mi persona. Los dos cardenales, sin desmerecer al resto, con más presencia mediática en este país se han empeñado en darme mucho trabajo justo ahora que estoy a punto de tomarme vacaciones. Les enviaría una carta a los secretarios generales de UGT y CCOO si pensara que detrás de esas siglas hubiera de verdad sindicatos que defienden a los trabajadores y no burócratas de la subvención que se forran del dinero que sacan de los múltiples EREs que sufre España.

Bromas aparte, es de justicia reconocer que en los últimos tres días da gusto leer lo que dicen los cardenales mencionados. Matizaciones aparte, han venido a señalar algo que por otra parte es obvio. Una sociedad que se niega a tener hijos y que los mata antes de nacer, no puede tener futuro. De hecho, se está suicidando.

Dijo ayer el cardenal Rouco que el proceso de envejecimiento que arrastran las sociedades europeas desde hace casi cuatro décadas está acelerando su “desaparición". A lo que yo añadiría que dicha desaparición es no sólo una consecuencia natural -sin descendencia no hay “permanencia"- sino la justa recompensa a lo que en realidad es un mal espiritual. Cuando la familia deja de ser una institución estable y perdurable, cuando los hijos se tienen, se dejan de tener o se les mata antes de nacer atendiendo a criterios económicos y de comodidad de los padres, es de todo punto imposible que el futuro depare otra cosa que la decadencia más espantosa.

El caso es que cuando una civilización muere, suele ser objeto de invasión por otras civilizaciones más o menos avanzadas, más o menos próximas a la moribunda. Cuando el Imperio romano cae, se ve tomado por hordas de bárbaros procedentes no sólo de sus fronteras inmediatas sino de algunas bien lejanas. Hoy parece evidente que ante la caída de Occidente, es el Islam quien, siquiera demográficamente, parece tener la capacidad de ocupar el lugar vacío.

Es cierto que el cristianismo salvó lo salvable de la civilización greco-romana, pero aquella civilización era pre-cristiana y tardó siglos en recibir el abono de la fe que evitó su total desaparición. Sin embargo la civilización que hoy está muriendo es fundamentalmente cristiana, y la fe es precisamente el objeto de su desprecio.

Lo que vemos hoy es la cosecha de las dos semillas sembradas siglos atrás. La Reforma protestante y la Ilustración. La Reforma puso fin a la Cristiandad, aunque es justo reconocer que la misma andaba bastante tocada del ala tras el Cisma de Occidente. Trento supuso un freno importante en los países que no cayeron bajo los efectos de la obra propiciada por Lutero y, sobre todo, Calvino, pero el germen de la oposición a la autoridad de la Iglesia ya estaba implantado en el corazón de Europa. La Ilustración dio el siguiente paso, por otra parte lógico y natural, que consistió en la oposición a la autoridad divina.

Con todos los defectos que se quieran, y está claro que los había en gran cantidad, la civilización occidental tenía a Cristo por verdadero Rey de reyes y a su evangelio como norma por la cual guiarse, todo ello bajo el cuidado maternal de una Iglesia que era capaz de sobrevivir incluso a prelados nepotistas y papas corruptos. Los santos eran siempre savia nueva que renovaba el Cuerpo de Cristo con su testimonio y sus enseñanzas.

Eliminado Dios del espacio de lo público y reducida la Iglesia y su fe al terreno de lo privado, la otrora civilización cristiana se paganizó, se hedonizó y se entregó en manos del agnosticismo y ateísmo más rampante. Los totalitarismos más aberrantes, marxismo y nazismo, nacieron en la Europa atea y pagana que se había apartado de sus raíces. Hoy el totalitarismo tiene el rostro amable de la democracia, pero no puede esconder su verdadera naturaleza, que se encuentra sobre todo en los contenedores de basura de las clínicas abortivas. Es allí donde vemos el verdadero rostro de Europa y de esa hija que se asentó en el continente americano.

En resumidas cuentas, lo que tanto el cardenal Cañizares como el cardenal Rouco describen es el epitafio de una civilización en vías de desaparición. Va siendo hora de pensar, liberados de los males del postconcilio, qué podemos hacer los católicos, hoy clara minoría, para intentar salvar lo salvable y evitar que las nuevas hordas de “infieles” se hagan con el poder. Más que nada porque esos “infieles” sí tienen una fe fuerte, aunque equivocada, capaz de moldear el futuro de nuestras naciones. Europa volverá a ser cristiana o será colonizada por el Islam. No tiene otra opción. Y créanme que tendría su gracia que tuviera que ser la Gran Rusia quien marcara el camino a seguir para evitar que el viejo continente vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser.

Luis Fernando Pérez