Cuando no es una mosca la muerta sino millones de inocentes
Entre los proverbios y sentencias más interesantes que pueden encontrarse en la Escritura, hay una que de siempre me ha llamado mucho la atención por la gran verdad que encierra. Está en el libro del Eclesiastés:
Eccl 10,1
Una mosca muerta pudre una copa de ungüento de perfumista y un poco de locura puede pesar más que la sabiduría y la honra.
No hay que ser muy inteligente para explicar lo que quiere decir ese versículo. El error y el pecado destacan especialmente cuando los comete aquel que tiene la reputación de ser una persona sabia y santa. Y a veces basta con un poco de necedad para que la credibilidad de una persona se caiga abajo de forma irremisible. Y no digamos nada si dicha persona desarrolla una actividad de gran repercusión pública.
Digo esto a cuenta de la gran polémica que está teniendo lugar en los medios de comunicación católicos tras la muerte del senador Edward (Ted) Kennedy, hermano de los desdichados John Fitgerald y Robert Kennedy. De todos es conocido que la saga Kennedy ha marcado la historia de los Estados Unidos en el último medio siglo. John fue el primer presidente católico de esa nación y sin duda uno de los mandatarios más carismáticos de su historia. Su trágica muerte conmocionó al mundo entero. Y cuando su hermano Robert iba camino de la presidencia, murió igualmente asesinado. Del resto de la familia, fue Ted quien desempeñó una carrera política más destacada. Pero siendo ya senador por Massachusetts se vio involucrado en un percance que marcaría el resto de su vida. En 1969 sufrió un accidente de coche, al salirse del puente por el que transitaba. La mujer que iba con él en el vehículo falleció y se dio la circunstancia de que el senador había abandonado el lugar del accidente sin prestar ayuda a la víctima. Por ello fue condenado a dos meses de cárcel, sentencia que no llegó a ejecutarse. Sus posibilidades de llegar a ser presidente de su nación quedaron enterradas en aquel accidente, aunque llegó a disputar a Jimmy Carter la candidatura demócrata a la presidencia. Por tanto, un “pequeño error” -si es que abandonar a una mujer moribunda puede llamarse así- tuvo en este hombre consecuencias importantes.
Como senador, Ted Kennedy ha tenido fama de estar a la izquierda del partido demócrata en cuestiones sociales: derechos civiles, educación, salario mínimo o la reforma sanitaria, en la que tanto se está implicando el presidente Obama. El problema es que entre esos “derechos” defendidos por el senador Kennedy se ha colado no una mosca muerta, sino millones de muertos inocentes. Este hombre ha sido ardiente defensor del derecho de las mujeres a abortar. Desgraciadamente vivimos en una sociedad en la que tal cosa no parece especialmente grave. Si estuviéramos ante un ardiente defensor de la legitimidad de la esclavitud, todo el mundo se echaría las manos a la cabeza y le consideraría un indeseable. Pero no, abogar porque los seres humanos no puedan nacer parece menos grave que el permitir que los ya nacidos sufran la lacra de la esclavitud. Los cristianos, lógicamente, tenemos otra perspectiva de la situación. Pero hete aquí que Ted Kennedy, como el resto de su familia, era católico.
Si ya de por sí es condenable que una personalidad política abogue por la legalización del aborto, lo que clama al cielo es que lo haga desde la condición de católico. Y ese ha sido el caso del último gran patriarca de esa familia de origen irlandés que ha marcado un antes y un después en la nación norteamericana. Con la particularidad de que empezó siendo un pro-life, un defensor de la dignidad vida humana desde su concepción. ¿Y saben ustedes cómo dejó de ser un defensor de la vida a un campeón de la cultura de la muerte? Pues porque un grupo de teólogos católicos disidentes, mayormente jesuitas, le convencieron para dar ese cambio. Patrick Madrid lo explica muy bien en un artículo de febrero de este mismo año. O sea, los “Masiá yankees” convirtieron en un defensor del aborto al senador pro-life que en 1971 escribía que la historia mirará a esta generación como aquella que, entre otras barbaridades, no ha hecho nada para proteger la vida humana desde el mismo momento de su concepción. Para que luego digan que los teólogos heterodoxos no pueden hacer daño a los fieles. Claro que pueden. Lo hacen. Aunque está claro que la responsabilidad final radica en el fiel que prefiere escuchar a los herejes en vez de al magisterio de la Iglesia.
Y es que, efectivamente, Ted Kennedy no tenía excusa para convertirse en un maldito pro-choice. La Iglesia a la que pertenecía siempre fue clara y rotunda en la condena del aborto. Y en los últimos años, si cabe más. Sin embargo, cuando al morir el senador, los articulistas católicos “conservadores” han recordado esa “faceta” de su vida, los “católico-progres useños” se han rasgado las vestiduras apelando a sus muchas obras buenas y acusando a los otros de no tener caridad. O sea, lo de siempre.
No se trata de negar que Ted Kennedy hizo cosas buenas. Pero, se quiera o no, millones y millones de abortos pesan como una losa a la hora de hacer un juicio moral sobre su acción política. Cierto que el juicio definitivo está sólo en las manos de Dios, pero es objetivamente cierto que apoyar el aborto es incompatible con la condición de católico, apostólico y romano. Si el senador se ha arrepentido privadamente de ello en la fase final de su vida, no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que ese posible arrepentimiento no ha sido público, que es lo que cabría esperar cuando el pecado ha sido igualmente público y continuo. Pero en todo caso, eso queda entre Ted y Dios. Nosotros sólo podemos elevar una oración por su alma y rogar al Señor para que ilumine las conciencias del resto de políticos católicos que apoyan el aborto o mantienen una postura tibia ante el mismo.
Luis Fernando Pérez