La cruz que me bendijo Juan Pablo II. Breve evocación personal
La cruz que me bendijo Juan Pablo II. Breve evocación personal
Tengo siempre sobre mi escritorio una cruz de bronce que posee un gran valor para mí: El Papa Juan Pablo II me la bendijo personalmente hace ya años al final de la visita Ad Limina de mi Obispo, Mons. Juan Martí. Al final de la audiencia pude saludar al Papa y le pedí que me bendijera la cruz. Me puso su mano sobre mi hombro mientras yo le presentaba la cruz y la bendecía. Era un hombre que irradiaba a Cristo. Siempre tengo en la memoria aquel inicio de pontificado cuando el nuevo Papa venido de Polonia gritaba: “No tengáis miedo, abrid las puertas a Jesucristo”. Luego, en 1984, tuve mi primer encuentro personal con él. Yo era entonces seminarista y estaba iniciando mis estudios de licenciatura en teología en la Pontificia Universidad Gregoriana. Aquel mes de noviembre tenía lugar un gran acontecimiento: un sacerdote de mi pueblo, de Tremp, iba a ser proclamado beato. Se trataba de José Manyanet, hoy San José Manyanet, fundador de dos congregaciones (Hijos e Hijas de la Sagrada familia) y gran inspirador de Gaudí para construir el espléndido templo de la Sagrada Familia de Barcelona. En aquella ocasión tuve la alegría de ejercer de acólito en la ceremonia de beatificación. Su saludo era siempre cálido y muy personal, aunque tuviera que hacerlo a centenares de personas. Luego, ya ordenado sacerdote, puede concelebrar la Santa Misa con el Papa en diversas ocasiones. Algunas muy íntimas como las de su Capilla privada, en la Misa de diario, donde estábamos pocas personas. Otras veces, en San Pedro u otra gran basílica romana. Siempre me impresionó la piedad y devoción de Juan Pablo II celebrando la Santa Misa. Con su gesto personal y con su rico magisterio a los sacerdotes, el Papa nos enseñaba que la Santa Misa está en el mismo corazón del sacerdocio católico y que celebrarla con fe, devoción y piedad, los sacerdotes podemos ejercer nuestro mayor servicio al Pueblo de Dios.
Recuerdo su capacidad de comunicarse y empatizar con todos: jóvenes, niños, ancianos. Todo brotaba de la autenticidad de su corazón.
Recuerdo su gran espíritu de oración. Nos impresionaba llegar a su capilla del Palazzo Apostólico y verle arrodillado ante el sagrario preparándose para la Santa Misa. Después de la sagrada comunión, otra vez una intensa oración y de nuevo al finalizar, una sentida acción de gracias. ¡Vaya catequesis que nos dio a los sacerdotes con su ejemplo! Y ¡la que se montó el día en que se puso en el confesionario de la Basílica Vaticana!
Magisterio firme, claro, valiente, sin concesiones a la galería. Líder moral mundial indiscutible. Acogedor y animador de los nuevos carismas que el Espíritu ha suscitado y que han rejuvenecido la Iglesia.
Heroico en el cumplimiento del deber y de la misión encomendada, hasta el final.
Cada día beso con reverencia esta preciosa cruz bendecida por un beato y le encomiendo mis apostolados sacerdotales. No tengo ninguna duda sobre su santidad y confío que esta cruz será un día una cruz bendecida por un Santo.