(Ecclesia Digital/InfoCatólica) A continuación reproducimos la homilía de Mons. Martínez en la eucaristía celebrada en el día de la memoria litúrgica de los mártires del siglo XX, en el marco de la Jornada de Formación Permanente del Clero, con la asistencia de fieles, en presencia de las reliquias del beato Andrés Molina Muñoz, beatificado el 25 de marzo en Aguadulce (Almería) en la Causa José Álvarez-Benavides y de la Torre y 114 mártires de Cristo en la persecución religiosa en España en el siglo XX.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, reunido hoy para venerar los restos del beato Andrés Molina, que retornan a su parroquia, para ser depositados allí, venerados allí;
muy querido D. Ángel, sacerdotes concelebrantes (saludo especialmente a los que sois naturales de aquí: son un buen grupo, son siete, lo cual habla también de la fecundidad de esta comunidad cristiana, de esta comunidad parroquial);
familiares de D. Andrés, que habéis venido de otros lugares;
hermanos y amigos todos:
Es una dulzura el convivir los hermanos unidos –dice el Salmo-. Es un gozo estar juntos. Y es un gozo estar juntos para dar gracias a Dios por la glorificación de un hermano nuestro, nacido de nuestro pueblo, nacido de nuestra carne, como nosotros, sin duda también portador de cualidades y portador de defectos. Y sin embargo, cuya vida es un testimonio de que -como dice también otro pasaje de otro Salmo- «Tu Gracia vale más que la vida».
Quiero subrayar este aspecto porque me parece especialmente importante. Nosotros estamos acostumbrados a celebrar a los artistas, a los grandes -según las medidas del mundo-, a los atletas, que son triunfadores, que han batido un record. Y diariamente, nuestro espacio comunicativo está lleno de elogios a personas que han sido destacados de alguna manera. Espontáneamente, a base de celebrar las cosas así, tendemos en los santos a celebrar sus virtudes, y además tendemos también fácilmente a tratar de explicar esas virtudes: nació en una familia muy cristiana, sus padres desde niño le enseñaron a querer al Señor, era muy bueno… Y los padres con frecuencia valoramos así a los seres humanos. En los santos, claro que hay virtudes, virtudes cristianas. Pero las virtudes cristianas nacen todas de la Gracia, también las que llamamos humanas, porque todo lo que somos lo hemos recibido, absolutamente todo lo que somos. Ésa ha sido la gran enseñanza verdaderamente radical de San Agustín. Absolutamente todo: los dones naturales, las cualidades, las capacidades humanas, incluso la capacidad de desarrollarlas -porque hay muchas personas en la historia llenas de capacidades y que no han tenido nunca la posibilidad de desarrollarlas adecuadamente; o las circunstancias de su vida, o del entorno, o de las personas que lo rodeaban, han impedido que se desarrollarán-.
Todo lo que somos lo hemos recibido del Señor. Por lo tanto, quiero decir: no veneramos las cualidades de una persona. No lo proclamamos, en un cierto sentido, sólo como proclamamos a los atletas o a los grandes que han triunfado. Claro que elogiamos su fe, sin duda. Pero la fe es una virtud teologal. Si algo nos ha enseñado el catecismo de niños, el catecismo de nuestras parroquias, es que la fe es un don de Dios, lo cual tiene una cosa buena y es que nos impide juzgar a quienes no la tienen, nos impide ponernos por encima de los que no tienen fe, nos impide mirar a los hombres que no tienen fe como si nosotros fuéramos superiores, como si nosotros fuéramos mejores. Cuánto resentimiento el que hay a veces en el mundo contra la Iglesia, cuánto de ese odio -del que hablaba el Evangelio- nace justo de que los que no son cristianos perciben en nosotros no la gratitud de haber recibido un regalo sin ningún mérito nuestro, sino una especie de sentimiento de superioridad sobre los demás que nos permite juzgarlos. Algo que prohibió el Señor en el Evangelio: «No juzguéis y no seréis juzgados». Pero cuántas veces nosotros nos situamos, y usamos incluso la figura de los santos y la figura de los mártires para echarles en cara a los que no creen… Cómo puedo yo echar en cara algo que en mí es un regalo.
Cuando yo voy a la cárcel -suelo ir una vez al año por lo menos-, siempre, siempre, siempre, siempre, la mirada de quienes están en la cárcel, que son delincuentes, que algunos me han confesado a mí mismo, en las ocasiones en las que voy a visitar, el haber cometido un homicidio, porque te preguntan: ¿pero podrá haberme Dios a mi perdonado cuando uno ha cometido un homicidio, o más, muchos homicidios? Y les digo: si yo no estoy con vosotros…, yo no he hecho nada para no ser yo el delincuente, porque yo no he escogido a los padres que el Señor me dio; yo no he escogido el haber crecido en un ambiente cristiano; yo no he escogido, me lo ha puesto el Señor; yo no he escogido las amistades que me han acompañado y que me han sido testimonio en la fe en mi vida y que me han hecho, en los momentos de dificultad, posible el saber que, pase lo que pase, Señor, Tú estás presente, Tú triunfas, Tu Amor y Tu misericordia triunfan sobre todas nuestras mezquindades, sobre todas nuestras pequeñeces, sobre todos nuestros juicios.
Honrar a un santo (y repito, me parece muy importante recordarlo y nos olvidamos de recordarlo)… No hace mucho el Papa Francisco decía: el gran peligro de nuestra Iglesia en estos momentos es el pelagianismo -nos hablaba José Carlos, hacía referencia él al hablar de San Agustín-. ¿Qué es el pelagianismo? Pensar que la salvación es una cosa que hacemos nosotros; que la salvación es un esfuerzo moral que hacemos nosotros. Y eso lo tenemos metido en la sangre de siglos. Y venimos a la iglesia para aprender a ser mejores, y para hacer más esfuerzo, y para comprometernos más. Y cuando miramos a los santos, miramos el ejemplo que nos dan para que nos comprometamos más. Y cuando hablamos de la fe, hablamos de la fe como si fuera una cosa subjetiva, algo que nace en nosotros sin la conciencia de que la fe es un don para todos, sólo por el hecho de que no la hemos inventado nosotros. La hemos recibido, todos, sin excepción, de nuestras madres, de un pueblo cristiano, de testimonios vivos de esa comunidad cristiana.
Por lo tanto, venerar a los santos es venerar el triunfo de la Gracia. En los tiempos de persecución también ha habido la tendencia de decir «vamos a ser mártires!». Y la Iglesia ha reprobado eso siempre. El martirio es una Gracia de Dios. No se busca, no se pretende, se lo encuentra uno. La Gracia se la encuentra uno siempre, no es fruto de un proyecto humano. Qué equivocado es eso cuando uno dice «yo me voy a proponer ser santo». Pero, ¿qué te han enseñado a ti de la fe? Es decir, cuando uno ha recibido la Gracia lo que Le pide al Señor es «Señor, no me abandones, que no me pierda». Es lo que pide la Iglesia cuando ora. O tengo certeza de que Tu misericordia no me abandonará a pesar de todo, y a pesar de mis pequeñeces, y a pesar de mis miserias (que son muchas, siempre son muchas, en cualquiera de nosotros, en unos se ve más en otro se ve menos). Y la distancia entre nosotros y la vida que el Señor nos da es infinita para todos. Un infinito más largo y un infinito más pequeño siguen siendo los dos igual de infinitos. Por lo tanto, nuestra diferencia entre unos y otros es mínima en cuanto a cualidades. No hay nadie que merezca el Cielo. No hay nadie que merezca –por así decir- la santidad. Cuando la Iglesia reconoce las Virtudes Heroicas, las virtudes cristianas, incluso las virtudes morales, son dones de Dios. Es una humanidad enriquecida, fecundada, hecha bella, hecha floreciente por la Gracia de Dios.
Por lo tanto, hoy damos gracias al Señor. Y damos gracias al Señor porque nos ha puesto cerca tantos testigos. De esa manera los testigos serán fecundos. Si hacemos de ellos simplemente ejemplos a imitar, concibiendo su imitación como un esfuerzo humano para imitar unas cualidades humanas -aunque esas cualidades humanas sean lo que llamamos fe, lo que llamamos esperanza, lo que llamamos cualidad, pero lo entendemos como cualidades humanas- estamos perdidos. Nuestra vida como Iglesia seguirá siendo estéril, no llegará a nadie porque uno dice «es que tú eres así de bueno» o «es que esta persona es muy buena». Si no se trata de ser buenos. Se trata de acoger la Buena Noticia, el don de Dios. «Si conocieras el don de Dios». Se lo decía a una mujer que llevaba cinco maridos, estaba viviendo con uno que no era su marido, y le dice el Señor: «Si conocieras el don de Dios, tú me pedirías a mi dame de beber».
Señor, somos hijos tuyos. Nos hemos criado en la Iglesia. Todos somos -quienes estamos aquí-, todos conocemos, hemos sido educados en la fe cristiana. Pero a veces es como si nos faltara la clave. La clave es que la vida cristiana no es algo que hacemos nosotros por Ti; es algo que Tú haces por nosotros y que nosotros, Señor, si Tú nos das la gracia, acogemos para vivir gozosos, contentos, rebosantes de alegría y de gratitud. ¿Por qué se llama la Eucaristía, Eucaristía?, ¿por qué cuando rezamos, rezamos siempre para dar gracias?, ¿por qué en el funeral de un niño decimos que «es justo darte gracias» y que «es nuestro deber y salvación»? cuando ese niño se ha ido de junto a nosotros en la flor de la vida, antes incluso de florecer quizás en muchos casos. Y sin embargo, Te damos gracias. ¿Cómo es posible eso? Porque es Tu Gracia la que nos acompaña siempre; es Tu Gracia la que nos sostiene en la esperanza; es la certeza de que Tu Amor vence a la muerte, lo que es realmente la roca sobre la que podemos edificar nuestra casa, es decir, nuestra humanidad. Ser cristiano es poder dar gracias.
José Carlos nos enseñaba cómo San Agustín nos enseña a no tener miedo a afrontar la muerte y a afrontar las angustias. Quienes hemos conocido un poco la vida de la Madre Teresa sabemos que pasó por largas noches oscuras de temor, de silencio de Dios. Pero el miedo a la muerte no es algo que excluya la santidad. Y eso es una belleza de enseñanza riquísima de San Agustín. Santa Teresa de Lisieux, Doctora de la Iglesia, estaba literalmente asediada por el temo, y sin embargo es la santa del camino pequeño, la santa que enseña justamente a confiar en medio de la noche, a confiar sin límites. Ése es el camino pequeño: confiar sin límites. Que todo es gracia. Si uno tuviera que resumir la enseñanza de Teresa de Lisieux: todo es gracia, todo es gracia.
La Gracia nos «primerea», dice el Papa Francisco, una y otra vez. El Señor nos «primerea». En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios. Pero quién es tan presumido, y tan estúpido, y tan vano como para creerse que nosotros podemos amar a Dios. El amor consiste en que Dios nos ha amado primero. Y la experiencia de ese Amor hace, a veces, florecer en nosotros unas gotitas de amor. Y esas gotitas de amor son tan bellas, pero son fruto de un océano de Amor que nos rodea por todas partes y que nos precede; que precede al más pequeño gesto de amor que yo podría hacer, incluso al deseo de hacerlo. «No me desearías -decía el propio San Agustín- si no me hubieras encontrado». Si yo soy capaz de desear ser un buen cristiano, de desear vivir como un hijo de Dios, si yo soy capaz, tengo el deseo de serlo aunque no lo sea, ese deseo ya es Gracia Tuya, ya es regalo Tuyo, ya es algo por lo que puedo darTe las gracias, porque quien es capaz de ver su propio mal ya no pertenece a ese mal, tiene los ojos en otro lugar desde el que lo puede ver. Quien no ha recibido esa Gracia ni siquiera ve el mal. Y eso es lo que pasa en nuestro mundo muchas veces. También lo decía un pensador como Kierkegaard: «El hombre verdaderamente desesperado se nota en que no es capaz de darse cuenta de que lo está». Quien es capaz de darse cuenta de la propia desesperación ya ha recibido una gracia, ya ha recibido un don.
Señor, que toda nuestra vida sea agradecerte. (…)
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
6 de noviembre de 2017
Parroquia Nuestra Señora de la Cabeza (Ogíjares)