(Mundo Negro/Javier Fariñas Martín y Jean-Arsène Yao) Si nadie te lo explica, Tenga es un lugar más. Un grupo de gente más. Como aquí sobran los calificativos que establecen cualidades ubicadas entre lo mejor, lo regular o lo menos bueno, Tenga podría ser una misión como cualquier otra. Un colegio, un instituto, una capilla, un centro sanitario, gente –mucha gente–, niños –muchos más niños–, palmeras y plátanos en el entorno, un camino de barro ahora, un barrizal impracticable dentro en un rato, un misionero avezado en mil y una pastorales… Una misión más, fabulosa, pero una más.
Eso sí, si nadie tiene en consideración que acabas de llegar, que miras ojiplático todo lo que se mueve a tu alrededor y que no conoces la historia de este lugar, puede pasar desapercibido que Tenga es un símbolo por su historia y por sus gentes. Podemos hablar de un símbolo, pero si tomamos prestadas las palabras del P. Germán Arconada, misionero de África (PP. Blancos), con más de medio siglo de vida en tierras burundesas, tendremos que decir que «Tenga es una obra de Dios».
Para llegar allí hay que abandonar Buyumbura, la capital de Burundi. Aunque, para ser más precisos, nunca se sabe si terminas de salir de la ciudad. A falta de señalización y placas que indiquen por dónde vas, la ciudad se extiende como si fueran la masa de una pizza que, después de cada vuelo, cae un poco más grande que antes del despegue en las mismas manos enharinadas. No hay punto de entrada ni salida a Buyumbura. Aun así, vamos a Tenga con el P. Germán, 51 años en Burundi, para ser más exactos. Dirección norte. A medida que nos alejamos del origen y nos aproximamos al destino, el transporte se complica. Bicicletas, peatones y coches compiten en desasosiego. Alternamos, en una carretera recta y bacheada a partes iguales, zonas más y menos prósperas. Las primeras, más calladas. Las segundas, más bulliciosas. ¿Diez kilómetros? ¿Doce? Después de un rato sin tiempo añadido, giramos a la derecha. Vamos en un coche azul, gastado, fiable y, ante todo, reconocible por los mayores (paradojas del lenguaje, aquí hablamos de mayores cuando la esperanza de vida apenas supera los 50 años) y los menos mayores.
Un detalle que hemos pasado por alto en el relato de la travesía hacia Tenga justifica, también, que esta misión no es una más. En el entorno de esa carretera –bacheada y recta al 50 por ciento– que te saca (o no) de Buyumbura, los rebeldes y el Ejército jugaron sus partidas de ajedrez a través del uso de la fuerza o de la astucia. Aquí estaba la línea del frente. De esto hace dos décadas. El P. Arconada, que se conoce al dedillo la historia de este país, nos cuenta que lo que el Ejército tenía (la fuerza y el armamento), los rebeldes lo suplían con la astucia. Así pues, aquellos años se escribieron mortero va y guerrilla viene. «Este lugar fue el horror. Tenga era un lugar muy recurrente incluso en la radio, porque se sucedieron los combates. Fue un lugar de mucha muerte», recuerda el misionero palentino que conoce bien lo que aquí pasó, aunque en aquel momento de esta dolorosísima historia se encontraba trabajando en Gitega.
Rescoldos de la guerra
Así transcurrió la historia de entonces. Pero, además, la escuela de la misión católica de Tenga está construida sobre uno de los infinitos cráteres que dejaron aquellos bombardeos eternos. Por eso también es un símbolo. Las letras, las palabras y los conocimientos han cubierto, como un encofrado de hormigón, lo que dejó el conflicto. No es necesario levantar grandes monumentos para dejar constancia de la importancia de algo. Una simple escuela también es suficiente. O, si nos fijamos en los números, algo más que una escuela. Son más de 1.000 los alumnos que estudian sobre las cicatrices de la guerra. Entre estudiantes de Primaria y Secundaria conforman una amalgama de inquieta juventud que antes de la construcción de este centro tenía que recorrer tres kilómetros de ida, y otros tres de vuelta, para acercar el conocimiento a su vidas.
Cuando los índices de desarrollo a veces te desaniman incluso de intentarlo, cuando debes compaginar las clases con el trabajo, con recoger leña, con preocuparte de que a tus hermanos pequeños no les atropelle cualquier coche por cualquier carretera o camino, todo lo que sea suavizar la orografía de la vida a través de la educación es la mejor inversión que recibe la sociedad en Burundi o en cualquier punto del planeta.
Ordenados, educados y metódicos, los alumnos del colegio de Tenga levantan la mano cuando llevas unos pocos minutos en el aula y te comentan que no tienen ordenadores, que los pupitres están astillados o que las mochilas para llevar los bártulos propios de la edad tienen más agujeros que algunas de las camisetas que se ponen los domingos. Porque, eso sí, cuando se trata del colegio, el uniforme es intocable. Es, como en tantos lugares del país y de todo el continente, la imagen de la homogeneidad de lo diverso. Distintas edades, distintas sonrisas, distinta altura o talla del pie, pero el mismo uniforme, en este caso compuesto por pantalón gris oscuro (marengo, dirían algunos expertos) y camisa blanca; o por pantalón y camisa beis, según el curso en el que cada uno se encuentre.
Los gastados bancos también están tatuados con tinta de boli azul o negro. En uno de ellos está incrustado en la madera God is good (Dios es bueno). Una frase –en inglés casi capicúa– que muestra la importancia que lo sagrado y lo trascendente tienen para esta gente. O, al menos, para el que la escribió. Con una tipografía compleja y una elaboración bastante precisa, cabe intuir que ese día, aquel que estaba sentado en ese pupitre –el artista anónimo del mensaje–, se dejó algo por el camino de lo que explicó el profesor. De alguna manera, allá y acá, hay cosas en las que las personas somos exactamente iguales.
Las aulas de Primaria dan al patio central de la misión. Hoy, día y hora de clase, vacío de alumnos. Los sábados y domingos (como seremos testigos también de ello) desbordantes de vida. Los factores comunes a la soledad y al bullicio son la bandera del país –como una Puerta del Sol de Tenga–, en el centro geográfico de ese espacio, a medio camino entre la iglesia y las clases; y también un banco vacío que, según nos cuentan, ha quedado ahí hasta que el carpintero lo pueda reparar. En un lado, un grifo con un simbólico ‘No’ pintado junto a él. Pudiera ser que no fuera potable en su momento, aunque ahora casi hay que coger turno para poder beber o llenar algunas garrafas para llevar a casa.
Una iglesia y una comunidad
Y frente a la fuente, el templo, que fue la construcción originaria de la misión. El sentido común dictó que el iglesia era la primera necesidad de la gente. Un detalle hace intuirlo: cuando termina la lectura del Evangelio, la gente se pone a aplaudir; así demuestran que eso es importante para ellos, que no es baladí. La Misa no es una forma de pasar un rato del domingo o de cualquier día de diario. Es algo más. La iglesia se llena sí o sí. Por eso, desde que se levantó la primera y pequeña capilla, se ha tenido que ampliar hasta en cinco ocasiones. Hoy es una iglesia con una capacidad considerable.
Ambas, iglesia y comunidad, han crecido de forma armónica. ¿Se queda pequeño el templo? Se amplía. Nunca al revés. En Tenga, la iglesia nunca ha sido un reclamo para que venga la gente. Esta ha sido la que, con su convicción, ha manifestado que necesita a Dios. Castellano recio, el P. Arconada diría que la casa nunca se empieza por el tejado. Y aquí, al menos, así ha sido. Y este hecho ha hecho mella en el misionero que reconoce, sin rubor, que «para mí, Tenga es un regalo».
Nuestra presencia en Tenga coincide con los últimos días en Burundi del P. Germán Arconada, ahora de regreso en España. Después de la Eucaristía nos lleva a comer a la orilla del Tanganika. En ese entorno –en el que esporádicamente aparecen hipopótamos– nos disponemos a hablar a la espera de un pescado que tarda demasiado en llegar. Libreta en mano le preguntamos por los detalles de la misión, por las curiosidades del día a día. Él se revuelve y nos lleva de los hechos a las ideas, al repaso a este medio siglo que es posible que con el jaleo propio de la vuelta no le haya dado tiempo a plasmar en un papel. Al menos es la impresión que queda.
El relato comienza con un honroso mea culpa que sorprende en un hombre entregado a los demás. «Mis primeros 30 años aquí estaba despistado; hacía el Evangelio del ‘Cristo de los milagros’. Sí. Hacías milagros, dabas de comer e ibas al cielo. Y encima me aplaudían», reconoce con dolor. En una burda comparación, el tono del misionero en este examen de conciencia es parecido al del alumno que pierde tardes y tardes de estudio, de las que se arrepiente media hora antes de irse a la cama el día antes de la prueba. Pero él habla de 30 años.
Aunque la historia reciente de Burundi marca una secuencia de guerras, intentonas golpistas y sucesiones presidenciales atropelladas, el período más doloroso que recuerda el P. Arconada es la guerra de primeros de los 90 del siglo pasado. Él, entonces, estaba en Gitega, responsabilizado de la reconstrucción de lo que se destruía. A pesar de ser tiempo propio para esos milagros a los que aludía con dolor, él percibió que el verdadero test de la Iglesia en estas circunstancias era lograr la convivencia de las distintas comunidades, de los hutu y los tutsi: «La mejor defensa para unos y otros en la guerra es que unos y otros se quieran. El cambio se logra a través del cambio de las ideas, nunca a través del exterminio del otro».
Y continúa, como si tuviera un amplificador conectado a su conciencia: «Me pedían que separara a los lobos de los corderos –en relación a los militares y los guerrilleros–, pero logramos que al final hasta los soldados vinieran a rezar el Rosario al mediodía. La guerra es horrible, pero también se puede aprovechar para ver al otro como hijo de Dios».
Por eso, entre las victorias que este misionero de África apunta en este largo trayecto vital en Burundi, la mayor parte de la lista está ocupada por intangibles: «Tienes las alegrías más profundas cuando logras o eres testigo de que Dios los ha cambiado. Se trata de dar esperanza más allá de lo evidente». Y continúa: «Lo primero en Tenga fue la Iglesia. El error, personalmente, es que pensamos que lo primero es el desarrollo. Y esto me lleva a una reflexión: ¿Por qué hay falta de vocaciones en España? Si de lo que se trata es de hacer obras sociales, ¿por qué te has hecho sacerdote?». Este misionero palentino, poco amigo de preguntas retóricas, completa el cuestionario: «Lo importante es dar valor a la vida de cada uno, y reconocer el valor de Dios. Porque para hacer bobadas, tenemos que eliminar a Dios. Mi primera vida era eso».
Este torpedo en la línea de flotación de la vida misionera se produce a la espera del pescado y bajo el diluvio centroafricano que se ha cebado con nosotros. La lluvia parece que quiere rellenar el Tanganika. Sin pistas de los hipopótamos, nos refugiamos debajo de un pequeño toldo en el que también se han congregado cuatro o cinco jóvenes cerveza en mano y una pareja de novios que, por lo que parece, habían venido a este lugar para hacerse las fotos de rigor ¿antes de la boda?
Recolocamos la libreta y, sin darnos opción a preguntar, propone de nuevo el examen de conciencia encima de la mesa. «La Iglesia debe avanzar ella misma en la creación y formación de líderes sociales y políticos. Por ello la misión va a cambiar; tiene que cambiar. La Iglesia tenía que estar invadida por los pobres». Punto y seguido y el curtido misionero se nos vuelve a anticipar.
Esta Iglesia viva, pujante, joven, que valora lo religioso por encima de casi todo, también se desarrolla gracias al empuje de numerosas iniciativas que favorecen la promoción humana. Y Tenga no es una excepción. Primero fue el templo, luego la escuela. Y ahora, con la ayuda de Manos Unidas, el centro médico y la maternidad. «¿Que si hago cosas?, pues claro que hago cosas». De hecho, en esas últimas jornadas en Burundi el coche azul del misionero era un habitual de esa carretera larguirucha que une Tenga con Buyumbura en busca de atar los últimos cabos para que la sanidad llegue a esa población que, salvo en los tiempos de la guerra, no ha salido nunca en los medios de comunicación.
Salud en Tenga
Hay ocasiones en las que la simple contemplación de la realidad te permite llegar a conclusiones sólidas. Solo mirar la vida cotidiana de Tenga te reafirma en la oportunidad de contar con un buen centro médico. Pero como siempre es bueno cotejar la mirada con los hechos que acontecen fuera de tu perspectiva, comprobamos a través de las cifras que las mujeres y los niños son los que más sufren la malaria, que afecta a unos dos millones de personas cada año. También que necesitaron una conducción de nueve kilómetros para acercar el agua a la misión. Que los 10.000 habitantes de la parroquia y los 70.000 de la municipalidad de Mutimbuzi no cuentan ni con un médico. Que las parturientas dan a luz en condiciones, obviamente, no óptimas. Frente a ello, en la nueva maternidad esperan atender, cada año, 800 partos.
¿El nombre del centro?, Nuestra Señora de Lourdes. Aunque es fácil asimilar la denominación con todo lo referente a los milagros, este centro de salud y la maternidad no tienen nada de milagroso. «Con tanta gente joven aquí, siempre es fácil que los proyectos salgan adelante, porque siempre hay gente dispuesta a empujar el carro, sea el que sea», reconoce el P. Germán.
Y junto al empuje de la comunidad local y los donantes de Manos Unidas, nos encontramos con las aportaciones de la archidiócesis de Buyumbura –que ha donado el terreno y colabora con el 25 por ciento del equipamiento–, y del Gobierno –que proporcionará el personal sanitario–. Además, todos los trabajos no cualificados quedarán en manos de los beneficiaros del proyecto. O sea, la pescadilla de la solidaridad que se muerde la cola: los ayudados son los primeros que ayudan.
Por eso, porque la construcción de este pequeño hospital también es una forma de hacer una Iglesia desbordada de pobres, el P. Germán se ha desvelado en estos últimos días burundeses para lograr los últimos permisos, para conseguir que todo quedara en marcha antes de salir. Y lo ha dejado todo bien atado, porque las manos que allí se encallecen son las de las religiosas de Santa Margarita María de Alacoque, una joven congregación africana cuyo carisma es el trabajo con los más pobres. «Cuando ves a unas monjas trabajar descalzas con la gente, igual que la gente… Eso me produce un gran respeto». Otro símbolo. Y van…
Unos nubarrones acordes al tono de piel de los habitantes de Tenga cubren la misión. No es una metáfora, es una realidad. Si la lluvia es una bendición, nuestra despedida fue un diluvio de gratitud. Y ahí, con pocos días todavía en aquellas tierras, la sorpresa no fue mayúscula.
Con las primeras gotas, rebosantes, llegaron las primeras carreras. La chiquillería, arriba y abajo, iba en paralelo al muro de la nueva maternidad. Algunos, los que dudaban entre ir o venir, entre moverse o quedarse, se divertían mientras se empapaban. Podíamos ver más sonrisas que ráfagas de lluvia; y a un chico con una camiseta roja con el escudo del Real Madrid llevar a una chica en la parte de atrás de su bicicleta. Levantado sobre su sillín, las piernas hacían un esfuerzo baldío para evitar los efectos de la lluvia. Y en un pequeño zaguán, apelotonados unos contra otros, fuimos testigos del agua que caía, que divertía el terreno y lo embarraba. Ya solo nos quedaba montarnos en el coche y arrancar. Nos esperaba, camino de Buyumbura, una carretera recta y bacheada a partes iguales.