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20.04.16

XXXIX. El primer pecado

La primera tentación

Después de la institución divina del matrimonio, se lee en el Génesis: «Pero la serpiente era más astuta que todos los animales de la tierra que había hecho el Señor Dios. Ésta dijo a la mujer: “¿Por qué os mandó Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?”»[1].

Nuestros primeros padres, por la perfección recibida por la gracia de Dios, no experimentaban tentaciones. Con la armonía perfecta y completa, que les proporcionaba la gracia recibida, no podían ser incitados interiormente a quebrantar la voluntad de Dios. La triple sujeción de su mente a Dios, de sus potencias a su mente y de su cuerpo al alma impedían cualquier tentación interior. Sin embargo, la armonía de la que disfrutaban no era absolutamente perfecta y podían ser tentados y pecar y, por tanto, perderla. La tentación les vino de fuera, de la serpiente.

No se trataba de cualquier serpiente, ni de la especie en general, sino de la serpiente en la que estaba escondido un espíritu maligno, Satanás. Así se indica en el Apocalipsis, al decirse: «aquella antigua serpiente que se llama Diablo y Satanás, que engaña a todo el mundo»[2].

Nota San Agustín que, en este versículo, se indica que: «la serpiente que era: “La más prudente de todos los animales”, esto es, la más astuta, por la astucia del diablo, puesto que en nombre de él y por él engañaba; del mismo modo que se dice prudente o astuta la lengua que es movida por el prudente o el astuto, a fin de persuadir con prudencia o con astucia. No tiene esta fuerza o virtud el miembro corporal que se llama lengua, sino la mente que usa de ella. Como se dice pluma mentirosa la de los escritores, a pesar de que la mentira es propia del que vive y siente; y llamase pluma mendaz porque el mentiroso obra mendazmente por ella. Del mismo modo fue llamada mentirosa la serpiente porque el diablo usó de ella como usa el escritor mendazmente de su pluma»[3].

Repara San Agustín en que: «no comprendió la serpiente el sentido de las palabras que por medio de ella se dirigieron a la mujer; pues si tampoco los mismos hombres, cuya naturaleza es racional, entienden lo que dicen, al hablar por ellos el demonio, cuando se ha posesionado con la posesión que exige el exorcismo, ¿cuánto menos entendería la serpiente el sentido de las palabras que por medio de ella y de aquel modo pronunciaba el diablo, siendo así que no entendería al oír al hombre que hablaba, estando ella libre de la posesión diabólica»[4].

Confiesa además: «Creí conveniente recordar esto para que ninguno juzgue que los animales carentes de razón poseen inteligencia humana, o que repentinamente se transforman en animales racionales, y, por lo tanto, caiga en la opinión ridícula y nociva de la trasmigración de las almas, según la cual las de los hombres pasan a las bestias o las de las bestias a los hombres. Luego habló la serpiente al hombre como habló al hombre el asna sobre la que cabalgaba Balaán(Nm 22, 28), con la diferencia de que aquélla fue obra diabólica y ésta angélica; pues los ángeles buenos y los malos ejecutan algunas obras semejantes»[5].

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5.04.16

XXXVIII. La inmortalidad primitiva

La inmortalidad del espíritu humano

En el estado de inocencia del hombre primitivo, a las sujeciones de la mente a Dios y de sus facultades a su razón, le seguía una tercera sujeción, la del cuerpo al alma. Al igual que a las dos primeras, en esta sujeción le acompañaba otro don preternatural, el don de la inmortalidad. Este nuevo don preservaba al cuerpo de la muerte, de la disgregación de sus elementos, que lo constituyen como materia viva, y que hacen que de manera natural se produzca su muerte.

No ocurre así con su alma espiritual, porque es una substancia simple y no puede descomponerse. Por ser un espíritu, no tiene elementos de desintegración, no puede, por ello, morir. Ningún espíritu posee la vida con elementos desintegradores, por ser incorpóreo. En cambio, los seres vivos corpóreos están formados por diversos elementos, que, al disgregarse accidentalmente por desgaste en su funcionamiento, o por algo externo que actúe de manera violenta, producen naturalmente la muerte.

El espíritu humanono puede morir, Es inmortal, porque, por tener un ser propio, que da el existir, o el estar presente en la realidad, a todo el compuesto humano –de alma espiritual y cuerpo–, su existencia no depende del cuerpo. Con la muerte del hombre, su espíritu, que hace de alma del cuerpo, le abandona. Ocurre cuando el cuerpo humano ya no es apto para recibir el ser que le comunica el alma. Entonces la unión del cuerpo y el alma termina, muere el hombre.

Con la muerte del hombre, su cuerpo, sin el elemento unificador, se descompone, pero el alma espiritual, que lo unificaba y vivificaba, continúa existiendo, porque conserva su ser, que hasta entonces era del compuesto humano. El hombre es completamente mortal, pero su alma, que es humana, pero no es el hombre, es inmortal. Al morir el hombre, cuando se da la separación del alma y del cuerpo, motivada por los cambios de este constitutivo, el alma, el otro constitutivo, conserva su ser, y, por ello, también su existencia.

Podría decirse que, con la muerte, no quedan afectados el ser y la existencia del hombre, porque son de su espíritu, que hace de alma corporal. El espíritu, por poseer un ser propio, recibido de Dios, cuando se separa del cuerpo, al que da la existencia, la vida y el ser, continúa existiendo. No puede quedar privado de la existencia, efecto del ser que conserva.

Santo Tomás da una profunda prueba metafísica sobre la inmortalidad del alma fundada en su original y, por ello, no siempre comprendida doctrina del ser (esse), Argumenta que mientras permanece la esencia, permanece también la entidad, porque por la esencia se hace la substancia recipiente propio del ser. En el ente espiritual, compuesto como todos los creados de esencia y ser, pero cuya esencia, a diferencia de la de los entes con una esencia compuesta de materia y forma, permanece siempre, La esencia de las substancias espirituales es simple y no puede descomponerse. No puede haber separación en su esencia o forma, que, sin embargo, es siempre recipiente del ser, su otro constitutivo entitativo, que le da la entidad y la existencia[1].

El alma espiritual humana, como cualquier otro espíritu, como el de los ángeles, sólo podría dejar de existir por aniquilación y por voluntad de Dios, su creador. No es posible que la aniquilación del espíritu sea por descomposición, porque carece de partes corpóreas.

Es únicamente posible por aniquilación del ser, y por tanto, por la vuelta a la nada. Sólo Dios podría aniquilar totalmente hacer volver a la nada a una criatura, porque, por tener un poder infinito, es el único que puede crear, hacer de la nada. Crear y aniquilar son poderes propios y exclusivos de Dios. El principio filosófico indiscutible que en la naturaleza nada se crea ni nada se destruye, sólo se transforma, lo confirma.

Sin embargo, se puede afirmar que Dios no destruirá los espíritus inmortales. Ciertamente, Dios, con su poder absoluto, podría aniquilarlos. Sin embargo, se tiene la seguridad que de hecho no lo hará, al considerar, por una parte, su sabiduría infinita, que no lleva a rectificar lo que ha hecho inmortal, por otra, su bondad infinita, que quiere satisfacer el deseo de inmortalidad que El mismo ha puesto en los espíritus humanos. Dios no es destructor, sino creador.

El don de la inmortalidad

En el estado de inocencia el hombre gozaba de la inmortalidad completa, no sólo la del alma, sino también la del cuerpo. Dios le había dado el don preternatural de la inmortalidad corporal con el que el alma sujetaba perfectamente al cuerpo y le hacía participar de su inmortalidad. Así se desprende del mandato y aviso que le dio Dios: «De todo árbol del paraíso comerás, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día en que comas de él, morirás»[2].

La amenaza de la muerte, si infringía la prohibición divina, implica que el hombre era inmortal. Así lo confirma la sentencia de Dios cuando quebrantó el precepto: «Por cuanto escuchaste la voz de tu mujer y comiste del árbol que te había mandado que no comieras, maldita será la tierra por tu causa; con fatigas comerás de ella todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá y comerás la hierba de la tierra. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado; porque polvo eres y en polvo te convertirás»[3].

La muerte es consecuencia de este primer pecado y, por consiguiente, no la hubiera sufrido de no haberlo cometido. Se lee igualmente en el libro de la Sabiduría: «Dios no hizo la muerte ni se goza con la perdición de los vivos»[4]. Más adelante se afirma explícitamente que: «Dios creó al hombre inmortal y lo hizo a la imagen de su semejanza. Pero por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo y le imitan los que son de su partido»[5].

Así lo afirma también explícitamente San Pablo: «por un hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte»[6]. Indica también que: «como la muerte vino por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos»[7]. Si el hombre no hubiera pecado y conservado este don, hay que pensar que después de un tiempo de permanencia en la tierra hubiera pasado a tener la visión beatífica en otra vida, pero sin sufrir el trance de la muerte.

Santo Tomás, al comentar el primer pasaje citado de la epístola de San Pablo, presenta la siguiente objeción: «Parece que el pecado original no entró en el mundo por un hombre, Adán, sino más bien por una mujer, Eva, que pecó primero, según aquello del Eclesiástico 23, 33: «En la mujer tuvo principio el pecado y por ella morimos todos».

Responde con dos contestaciones bíblicas, que encuentra en la Glosa. La primera es la siguiente: «La costumbre de la Escritura es entrelazar las genealogías no por la mujer sino por los varones, como se ve por Mateo, 1, y Lucas, 3. Y por eso queriendo aquí (en Rom 5, 12) el Apóstol mostrar una especie de genealogía del pecado, no hizo mención de la mujer, sino sólo del varón».

En la segunda respuesta que completa y explica la anterior, se da esta razón: «porque también la mujer está tomada del varón (cf. Gen 2, 21-22), y por lo tanto lo que es de la mujer se atribuye al varón».

Otra objeción, que seguidamente tiene en cuenta en este lugar el Aquinate es que: «Parece que la muerte no proviene del pecado, sino más bien de la naturaleza como proveniente por necesidad de la materia. Porque el cuerpo humano se compone de contrarios. Por lo cual es naturalmente corruptible».

Para responder advierte que: «De dos maneras se puede considerar la naturaleza humana. De la una, según principios intrínsecos, y así la muerte le es natural (…) De la otra manera se puede considerar la naturaleza del hombre tal como por divina providencia le fue dada por justicia original».

Recuerda a continuación que: «La cual justicia era cierta rectitud, de modo que la mente del hombre estuviese sujeta a Dios, y las facultades inferiores estuviesen sujetas al espíritu, y el cuerpo al alma; de tal manera que mientras la mente del hombre se sujetara a Dios, las facultades inferiores se sujetarían a la razón, y el cuerpo al alma, que de ésta recibiría la vida sin fin, y las cosas exteriores al hombre, para que todas las cosas le sirvieren y ningún perjuicio recibiera de ellas».

En este estado de rectitud o perfecta justicia respecto a Dios, además de la gracia santificante, que permitía la primera sujeción y hacia posible el don preternatural del dominio perfecto sobre todas las cosas, se poseían los dones preternaturales de integridad y de impasibilidad, que perfeccionaban la sujeción de la potencias inferiores a la razón. En cuanto a la sujeción del cuerpo al alma, se había recibido el don preternatural de la inmortalidad completa.

Explica Santo Tomás que: «Esto lo dispuso la divina providencia en atención a la dignidad al alma racional, pues siendo naturalmente incorruptible le convenía un cuerpo incorruptible; pero como el cuerpo, que está compuesto de elementos contrarios, debía ser el órgano de los sentidos, y tal cuerpo según su naturaleza no puede ser incorruptible, el poder divino suplió lo que a la humana naturaleza faltaba dándole al alma la virtud de mantener al cuerpo incorruptible, así como el artesano, si pudiera, le daría al hierro del que hace un cuchillo la cualidad de no contraer ningún orín. Y así, por lo tanto, habiéndose apartado de Dios la mente humana por el pecado, perdió la virtud de sujetar las facultades inferiores, así como el cuerpo y las cosas exteriores; y de esta manera incurrió en la muerte natural por causas intrínsecas y es tiranizada por los daños exteriores»[8].

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