XXIX. Ser, conocer y querer divinos

Providencia, predestinación y reprobación

            Una síntesis muy clara y precisa de la doctrina de la predestinación y de la reprobación de Santo Tomás, la ofrece Francisco P. Muñiz. En su Introducción a la cuestión del «Tratado de Dios Uno», de la Primera parte de la Suma Teológica, de la edición bilingüe de la BAC, y que desarrolla y completa en su extenso apéndice al primer volumen de la obra[1], que incluye este tratado, Muñiz ofrece la enseñanza del Aquinate, según los principios de la interpretación del tomista Francisco Marín-Sola.

            Después de indicar que la cuestión de la predestinación pertenece a la más amplia de la providencia sobrenatural –providencia que recae sobre las criaturas racionales, porque Dios quiere conferir al hombre la bienaventuranza sobrenatural  y para ello dispone, ordenar y conferir medios sobrenaturales–, define la predestinación como: «El acto del divino entendimiento, que se llama imperio (praecipere), el cual supone otro acto previo de la voluntad, que es la intención o deseo de conferir al hombre la vida eterna».

            Explica seguidamente que: «Supuesta en la voluntad divina la intención o deseo de dar gratuitamente al hombre la eterna bienaventuranza, entra en juego la providencia para ocuparse de los medios con cuya ayuda el hombre ha de conseguir ciertamente el fin a que Dios le destina»[2].

            Nota Muñiz que la predestinación se diferencia totalmente de la reprobación. «La divina predestinación es causa de todos los efectos que aparecen en el predestinado, desde el primero hasta el último; es efectivamente causa de la gracia y del buen uso de la misma, de la perseverancia final y de la glorificación».

            Por el contrario: «La reprobación no es causa del pecado. La única causa del pecado es la libre voluntad del hombre. Dios es causa indirecta de la impenitencia final, en cuanto que, en castigo de los pecados precedentes, no confiere la gracia eficaz con la cual pudiera el hombre levantarse del estado de pecado; y además es causa directa de la imposición de la pena eterna merecida por sus infidelidades y pecados. La causa merecedora de la impenitencia final y de la pena eterna es el pecado, y nada más que el pecado»[3].

            Precisa respecto a la predestinación que: «Todo cuanto hay en el predestinado, que le encamina y dirige a su salvación, es efecto de la gracia».

            Indica que, con esta tesis, quiere decirse que: «La gracia es la que le prepara a la fe, la que le hace creer, la que le dispone a la justificación, la que le justifica, la que le hace usar bien de la gracia santificante y demás hábitos sobrenaturales, la que le da la perseverancia final y la que, finalmente, le corona en el cielo. Todo esto se hace por la gracia y bajo la gracia»[4].

            La gracia es gratuita y, en consecuencia, también las obras que se hacen por ella. De manera que: «Todo cuanto hay en el hombre que le ordena a la vida eterna, es puesto gratuitamente por Dios en él, y es posterior a la benevolencia y a la acción divina y nunca anterior y previo a ella».

            En cambio, si la predestinación: «se hiciera en atención a méritos y obras no adquiridos por la gracia», no predestinaría, porque: «tales méritos y tales obras no pueden encaminar ni dirigir al hombre a la vida eterna ni tienen con ella ninguna relación de mérito o de mera disposición».[5]

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El amor de Dios

            La gratuidad de la gracia y de la gloria implica que: «la predestinación supone el amor o dilección de los predestinados. Y como este amor de Dios prefiere unos hombres a otros, por eso implica elección: es amor de predilección»[6].

            En una cuestión anterior a la de la predestinación, afirma Santo Tomás que: «Dios ama cuanto existe». La razón es porque: «Todo lo que existe, por el hecho de ser, es bueno, ya que el ser de cada cosa es un bien, como asimismo lo es cada una de sus perfecciones»[7]. El Aquinate cita también lo que se lee en la Sagrada Escritura: «Amas todas las cosas que existen y no aborreces ninguna de las que hiciste»[8].

            En un salmo también se dice: «Odias a todos los que obran iniquidad»[9].  Se presenta así la dificultad que: «Es imposible amar y odiar simultáneamente una misma cosa. Luego no a todas las cosas ama Dios»[10].

            Sin embargo, nota Santo Tomás que: «No hay inconveniente en que una misma cosa sea, en un aspecto, objeto de amor, y en otro, objeto de odio. Dios ama, pues, a los pecadores en cuanto son seres de determinada naturaleza, ya que, como tales, tienen ser y proceden de Él. Pero en cuanto  pecadores no existen, les falta el ser, y esto no lo han recibido de Dios, y, por consiguiente, en este aspecto son para El objeto de odio»[11].

            Comenta Muñiz sobre esta solución del Aquinate que: «Dios ama todas las cosas, pero no ama todo lo que hay en las cosas, pues (…) Dios no puede querer, ni siquiera indirectamente el pecado. Pero téngase presente que el pecado no lo recibe el hombre de Dios, sino que nace de su propia fragilidad y miseria, de su propia nada. Dios aborrece en el pecador el pecado y ama cuanto en él hay de bueno: el ser, la vida, la inteligencia, etc.»[12].

            Explica también Santo Tomás, en este mismo lugar, que: «Dios ama todo lo que existe. Sin embargo, no lo ama como nosotros, porque como nuestra voluntad no es la causa de la bondad de las cosas, sino que al contrario, es ésta la que como objeto la mueve, el amor por el que queremos el bien para alguien no es causa de su bondad, sino que su bondad, real o aparente, es lo que provoca el amor por el cual queremos que conserve el bien que tiene y adquiera el que no posee, y en ello ponemos nuestro empeño. En cambio, el de Dios es un amor que crea e infunde la bondad en las criaturas»[13].

            El amor de Dios es un amor de dilección o de preferencia. «Como amar es querer el bien para alguien, que una cosa se ame más o menos puede suceder de dos maneras. Una, por parte del acto de la voluntad, que puede ser más o menos intenso, y de este modo Dios no ama más unas cosas que otras, porque lo ama todo con un solo y simple acto de voluntad que no varía jamás».

            Sin embargo, hay predilección en el amor divino, porque, de la otra manera:  «por parte del bien que se quiere para lo amado, y en este sentido amamos más a aquel para quien queremos mayor bien, aunque la intensidad del querer sea la misma. Así, pues, es necesario decir que de este modo Dios ama más unas cosas más que otras, porque, como su amor es causa de la bondad de los seres, no habría unos mejores que otros si Dios no hubiese querido bienes mayores para los primeros que para los segundos»[14].

            Por el amor preferencial de unos a otros: «Es necesario decir que Dios ama más las cosas que son mejores. Se ha dicho que amar Dios más una cosa es querer para ella un bien mayor. Pues bien, como la voluntad de Dios es la causa de la bondad que tienen los seres, la razón de que unas cosas sean mejores que otras es porque Dios quiere para ellas mayores bienes. Por consiguiente, ama más a las mejores»[15]

            En el proceso de la predestinación, concluye, por ello, Muñiz: «Dios comienza  amando a los predestinados, en cuanto que les desea la vida eterna; este amor hace que los distinga de entre muchos para quienes no desea eficazmente este mismo fin; por último, este amor y esta elección hacen que Dios confiera a los así amados y elegidos los medios necesarios que los han de conducir eficazmente a la consecución del bien, previamente querido y elegido»[16].

 

La ciencia divina

Dios conoce a cada uno de los predestinados así como su número no sólo en su eternidad, cuya visión es indiferente para la predestinación, ya que está última es anterior a los méritos previstos por su visión, sino que también los conoce por los decretos de su voluntad, que han determinado predestinar quiénes son los que se han de salvar y cuántos son. Escribe Santo Tomás: «Adviértase que el número de los predestinados es cierto para Dios no sólo por razón de su conocimiento, esto es, porque sabe cuántos son los que se han de salvar (pues así conoce también el número de las gotas de lluvia o el de las arenas del mar), sino por razón de la elección y de cierta selección», es decir, por lo que ha determinado por su voluntad. Por consiguiente: «Para Dios es cierto el número de los predestinados, y no sólo por modo de conocimiento, sino también, y principalmente, por modo de determinación previa»[17].

Para comprender de algún modo la predestinación divina, es preciso tener en cuenta la explicación teológica del conocimiento de Dios o ciencia divina. La cuestión de la predestinación y de la reprobación está directamente relacionada con la ciencia divina, o conocimiento en grado perfectísimo e infinito, que es, por ello, un conocimiento cierto e infalible de todas las cosas.

Argumenta Santo Tomás para probarlo que: «Es indudable que la inmaterialidad de una cosa es la razón de que tenga conocimiento, y según el grado de inmaterialidad, así será el grado de conocimiento; y por esto dice también el Filósofo,  en el II De Anima (c. 12, n. 4), que las plantas no conocen, debido a su materialidad; pero el sentido es ya apto para conocer, porque recibe especies sin materia; y el entendimiento  es mucho más cognoscitivo, porque está más separado de la materia y no se mezcla con ella, tal como se dice en III De Anima  (c. 4, n. 3.6). Por lo tanto, Dios, por ser el grado sumo de la inmaterialidad, tiene el grado sumo de conocimiento»[18].

La ciencia divina, por ser Dios infinitamente inteligente, es también infinita. Todo es conocido por Dios. Enseña Santo Tomás que en Dios, su entender se identifica con su ser, y también la esencia de lo entendido con su misma esencia. El objeto primero y propio del entendimiento divino, por tanto, es el mismo Dios, que se conoce perfectamente a sí mismo.

Al tratar, en la Suma Teológica, la cuestión de que Dios se conoce a sí mismo por sí mismo, cita el siguiente pasaje del libro neoplatónico De causis: «todo cognoscente que conoce su esencia vuelve a su esencia»[19], y explica: «”Volver a su esencia” sólo quiere decir que una cosa subsiste en sí misma, ya que la forma, en cuanto perfecciona a la materia dándole el ser, en cierto modo se difunde por ella, y, en cambio, en cuanto retiene el ser, se repliega sobre sí misma. Por tanto, las facultades cognoscitivas que no son subsistentes, sino actos de algún órgano corporal, no se conocen a sí mismas, como se comprueba en los sentidos, y, en cambio, las subsistentes se conocen a sí mismas».

El subsistir por sí mismo, o existir por sí y en sí de manera inmaterial, con un ser propio, que no informe también a la materia, implica el autoconocimiento, el «volver» a la propia esencia por el conocimiento. Concluye, por ello, el Aquinate: «Subsistir por sí es lo que compete a Dios en grado máximo, y, por consiguiente, empleando el mismo lenguaje, Dios será quien más retorne a su esencia y más se entiende a sí mismo»[20].

También debe afirmarse, respecto al objeto de la ciencia divina, que:  «Es necesario que Dios conozca lo distinto a El. Es evidente que Dios se conoce a sí mismo perfectamente: en caso contrario, su ser no sería perfecto, ya que su ser es su entender». Dios además conoce todo lo creado. «Para saber cómo conoce algo distinto a El, hay que tener presente que algo puede ser conocido de una doble manera: una,en sí mismo; otra, en otro. Se conoce algo en sí mismo cuando lo conocemos por su propia especie adecuada a lo cognoscible. (…) Se conoce algo en otro cuando se ve lo que se ve por la especie del que la contiene (…) Por lo tanto, hay que decir que Dios se ve a sí mismo en sí mismo, ya que a sí mismo se ve por su esencia. Las cosas distintas a El las ve no en sí mismas, sino en sí mismo, en cuanto que su esencia contiene la imagen de lo que no es El»[21].

Dios conoce a los otros entes, todo lo creado y creable, en sí mismo, en su propia esencia divina, porque es su causa ejemplar y eficiente. «Dios es, en virtud de su propia esencia, la causa de ser de los otros seres. Y, por consiguiente, es necesario admitir que conoce a los otros seres, por conocer plenamente su propia esencia»[22].

El entendimiento divino no conoce las cosas como el entendimiento humano. Si Dios conociera las cosas contemplándolas fuera de sí mismo, como las entiende el entendimiento humano, que recibe lo inteligible, implicaría potencia y dependencia. Al conocerlas en sí mismo, las conoce de un modo más perfecto y propio que si las conociera del primer modo o en sí mismas.

El modo de conocimiento de Dios en sí mismo es más perfecto que el conocimiento de las cosas en sí mismas, incluso en el grado perfecto de este último conocimiento, porque, conoce en qué imitan la perfección su esencia divina y en que se apartan de ella. Al conocer Dios su propia esencia, conoce la razón propia de cada uno de los entes, porque la esencia divina es la causa ejemplar de todos ellos. Los conoce con un conocimiento perfectísimo y no sólo de una manera general, sino también en particular, en sus últimos detalles y diferencias.

El hombre conoce siempre intelectualmente sólo lo general o universal. «Pero en Dios no sucede así. Pues cualquier perfección que hay en cualquier criatura, preexiste y está contenida totalmente en Dios de modo sublime». Además: «Es evidente que los actos imperfectos pueden ser conocidos, no sólo en general, sino también con conocimiento propio por el acto perfecto. Como el que conoce al hombre, conoce al animal con conocimiento propio; y el que conoce el seis, conoce el tres con conocimiento propio. Así, pues, como la esencia de Dios tiene en sí misma todas las perfecciones que tiene la esencia de cualquier otra cosa, y muchas más, Dios puede, en sí mismo, conocerlo todo con conocimiento propio».

Hay también otra razón por la que Dios conoce por completo de todas las cosas. «La naturaleza propia de alguna cosa consiste en que de algún modo participa de la naturaleza divina. Tan es así que Dios no se conocería a sí mismo perfectamente si no conociera  todos los modos posibles con que otros pueden  participar de su perfección. Como tampoco conocería perfectamente la naturaleza de su ser si no conociera todos los modos de ser. Por lo tanto, es evidente que Dios conoce todas las cosas con conocimiento propio, en cuanto unas se distinguen de otras»[23].

Si Dios conoce  las cosas en sí mismo y en causa, no conoce las cosas  por conceptos adquiridos. Las conoce por un único concepto, que es su propio Verbo o Palabra, imagen o ejemplar de todo. Al conocerse a sí mismo, por concebir su Verbo, Dios no sólo se conoce a sí perfectamente, sino también todas las cosas, porque este único concepto o  Verbo de Dios, además de ser  el mismo Dios entendido, es también el Concepto de todas las cosas de quienes la esencia divina es la semejanza.

Argumenta Santo Tomás: «El entendimiento divino no conoce por otra especie que por su esencia. Pero su esencia es la semejanza de todos los seres. Y esto nos hace concluir que la concepción del entendimiento divino, en cuanto se conoce a sí mismo, y que es su propio verbo, no sólo es semejanza del mismo Dios entendido, sino también de todos los seres de quienes la esencia divina es la semejanza. Y, por lo tanto, Dios puede conocer la multitud de los seres mediante una sola especie inteligible, que es la esencia divina, y una única intención, que es el verbo divino»[24]. Dios conoce la multitud de los entes en su misma esencia inteligible, entendida en un único Concepto o Verbo, que coincide totalmente con ella en su esencia y en su ser.

 

Causalidad de la ciencia divina      

            Afirma además  el Aquinate, en la cuestión de la Suma Teológica de la ciencia divina, quela ciencia de Dios es causa de todas las cosas. «La ciencia de Dios es causa de las cosas. La ciencia divina es, respecto a los seres creados, lo que la del artífice respecto a lo que fabrica. La ciencia del artífice es causa de lo fabricado, porque el artífice obra guiado por su pensamiento, por lo cual la forma que tiene en el entendimiento, es principio de su operación, como el calor lo es de la calefacción».

            La ciencia divina es causa primera ejemplar o modélica de todo lo creado, como la idea que tiene un artista de lo que realiza en su obra. Es también causa eficiente de todo, pero entonces con la voluntad de crearlo. La idea ejemplar: «no es principio de acción si no se le añade tendencia a producir un efecto, cosa que hace la voluntad (…) Si, pues, no hay duda que Dios produce las cosas por su entendimiento, ya que su ser es su entender, es necesario que la ciencia divina sea causa de las cosas en cuanto lleva adjunta la voluntad, y por este motivo suele llamársela ciencia de aprobación»[25]. La ciencia divina es de aprobación por ser causa eficiente de las cosas aprobada o conformada por su voluntad que quiere causarlas

            De la ciencia divina creadora de Dios se sigue que: «Si alguna cosa ha de existir, se sigue que Dios la conoce de antemano, pero sin que ella sea la causa de que la conozca Dios»[26].

            Como consecuencia: «Las cosas naturales ocupan un lugar medio entre la ciencia de Dios y la nuestra, ya que la nuestra la tomamos de las cosas que Dios produce por la suya. Por tanto, si es cierto que las cosas naturales son anteriores a nuestra ciencia y la miden, también lo es que la ciencia divina es anterior y medida de las cosas naturales. Algo parecido a un edificio, que es una cosa media entre la ciencia del artífice que lo levantó y la del que lo conoce después de hecho»[27].

            La ciencia de Dios es anterior a toda criatura y a todas sus acciones, ya sean necesarias, contingentes o libres, porque todo depende esencial y absolutamente de la ciencia divina, que es su causa eficiente primera  de todo lo que hay y ocurre. San Agustín lo había explicado de este modo: «Todas sus criaturas, espirituales y corporales, existen porque Él las conoce, no porque existen las conoce. No ignoró las cosas que había de crear, y porque las conoció las creó, no porque las creó las conoció Y no conoció las cosas creadas de modo diferente a como las conoció antes de su creación. Nada añaden las criaturas a su sabiduría; al contrario, de ella reciben su existencia en la medida y momento oportunos; mas la sabiduría permanece como era. Así está escrito en el Eclesiástico: “Antes de ser creadas, todas las cosas ya eran para Él conocidas; lo mismo después de acabadas” (Eccli 23,29). Las conoció lo mismo, no de otra manera, antes de ser creadas y después de estar acabadas».

            En cambio, añade: «¡Cuán diferente de esta ciencia es la nuestra! La ciencia de Dios es su misma sabiduría; la sabiduría, su misma esencia o substancia. En la maravillosa simplicidad de su naturaleza, el saber no difiere del ser; ciencia y existencia se identifican, según con frecuencia hemos afirmado en los libros precedentes. En cambio, nuestra ciencia es admisible y se puede volver a recuperar, pues para nosotros no es una misma cosa el ser y el saber: podemos existir sin saberlo, y no siempre conocemos ni gustamos (sapimus) las cosas que una vez aprendimos»[28].

            También en las Confesiones habíaescrito San Agustín: «Nosotros, pues, vemos estas cosas, que has hecho, porque son; pero tú, porque las ves, son. Nosotros las vemos externamente, porque son, e internamente, porque son buenas; pero tú las viste hechas allí donde viste que debían ser hechas»[29]

            La ciencia de Dios es causa eficiente de todas las cosas, pero en cuanto está determinada por su voluntad, que quiere que lo conocido exista. De manera que: «en la ciencia de Dios no entra que las cosas existan, sino que puedan existir». Sin embargo: «La ciencia e Dios es causa de las cosas, porque lleva adjunta la voluntad, y por esto no es indispensable que exista, o que haya existido, o que tenga que existir todo lo que Dios conoce, sino sólo lo que Él quiere o permite que exista»[30]. La ciencia de Dios con los decretos de su voluntad es apobativa para lo bueno y permisa para lo malo.

 

Causalidad de la voluntad divina

La voluntad de Dios es, por tanto, también la primera causa de todo lo creado. De manera que: «Es necesario decir que Dios es causa de las cosas por su voluntad y no por necesidad de su naturaleza»[31].

Lo demuestra Santo Tomás: «Por las relaciones entre el efecto y la causa. Los efectos proceden de las causas según el modo como preexisten en ellas, porque todo agente produce algo parecido a él. Ahora bien, los efectos preexisten en sus causas según el modo de ser de la causa, y, por tanto, como el ser divino es su propio entender, los efectos preexisten en Dios de modo inteligible. Luego proceden de Él de modo inteligible, y, por consiguiente, por vía de voluntad, ya que la inclinación a hacer lo que el entendimiento concibe pertenece a la voluntad. Por consiguiente, la voluntad de Dios es causa de los seres».

Otra demostración que tal causalidad es libre es «por el concepto de agente natural, que se concreta a producir un mismo efecto, porque la naturaleza, cuando no se la impide, obra siempre de la misma manera. La razón de esto es porque el agente natural obra en cuanto es tal ser, y claro que mientras lo sea no produce más que tal efecto, ya que todo agente natural tiene un determinado ser. Por tanto, como el ser divino no es un ser determinado, sino que contiene en sí toda la perfección el ser, no es posible que obre por necesidad de naturaleza, a menos que produjese un ser ilimitado e infinito, cosa por lo demás imposible, según se ha dicho (q. 7, a. 2). Por consiguiente, Dios no obra por necesidad de naturaleza, sino que de su infinita perfección proceden determinados efectos, porque su voluntad y entendimiento lo determinan»[32].

Debe decirse, por consiguiente, que las criaturas tienen dos causas divinas, su ciencia y su voluntad. La ciencia divina es causa dirigente y la voluntad divina es causa ejecutora. Explica Santo Tomás que: «Incluso en nosotros sucede que en un mismo efecto intervienen la ciencia como causa dirigente, pues es la que concibe la forma de lo que se hace, y la voluntad como ordenando la ejecución, porque la forma, tal como se halla en el entendimiento, no está determinada a existir o no en el efecto, si no es por intervención de la voluntad, y de aquí que el entendimiento especulativo en nada se refiere a la ejecución, y, en cambio, el poder es causa ejecutora por ser principio inmediato de operación»[33].

 

Inmutabilidad de la voluntad divina

            La ciencia de Dios es absolutamente inmutable. Se infiere que no varia, porque: «la ciencia de Dios es su substancia (…) y la substancia divina (…) es del todo inmutable, así también preciso que su ciencia sea completamente invariable»[34]. La ciencia divina es idéntica a la esencia de Dios, que es completamente inmodificable, consecuencia de su perfección infinita, que hace que no pueda adquirir o perder algún bien o aumentarlo o disminuirlo. Es imposible, por tanto, que el conocimiento de Dios que tiene por objeto toda su esencia y el de todas las cosas no sea inmutable o fijo.

            Una dificultad a esta conclusión es que si las criaturas cambian, parece que la ciencia de Dios para ser fiel a su objeto tendría también que cambiar de acuerdo con él[35]. Santo Tomás la resuelve al precisar que: «La ciencia divina dice relación a las criaturas como están en Dios, ya que las cosas se conocen según el modo de ser que tienen en el que las conoce. Pues bien, las criaturas tienen en Dios un modo de ser invariable, aunque el que tienen en sí mismas sea variable»[36].

            De la inmutabilidad absoluta de la ciencia divina se sigue la de su voluntad. Afirma Santo Tomás: «La voluntad de Dios es absolutamente inmutable. Pero adviértase que una cosa es mudar de querer y otra querer que alguna cosa se mude, pues bien puede alguien, sin que cambie en lo más mínimo su voluntad, querer que primero se haga una cosa y después se haga lo contrario».

            Queda justificada esta distinción, porque: «La voluntad se muda cuando alguien empieza a querer lo que antes no quiso o deja de querer lo que anteriormente quería, cosas que no pueden ocurrir si no se presupone alguna mudanza por parte del conocimiento o alguna modificación de disposiciones en la substancia del que quiere».

            Explica  seguidamente que: «La razón es porque, como la voluntad tiene por objeto el bien, de dos maneras puede alguien empezar a querer de nuevo una cosa: o porque ésta empieza de nuevo a ser un bien para él, como por ejemplo, al llegar el frío empieza a ser un bien sentarse a la lumbre, cosa que antes no lo era, o, porque empieza a conocer de nuevo que es bien suyo lo que antes ignoraba que lo fuese, y si deliberamos, es precisamente para averiguar cuál es nuestro bien».

            Si además se tiene en cuenta que «tanto la substancia de Dios como su ciencia son absolutamente inmutables», debe concluirse que: «es necesario que sea también absolutamente inmutable su voluntad»[37].

            Como Dios no puede cambiar como sujeto en su substancia, ni tampoco pude mudar su conocimiento perfecto, al que nada puede hacerle rectificar, lo querido o rechazado por Dios permanece desde siempre. Sin embargo, surge la dificultad, que el Aquinate presenta como objeción a esta conclusión: «Todo lo que Dios hace, lo hace voluntariamente. Pero ocurre que no siempre hace lo mismo, pues hubo un tiempo en que mandó observar los preceptos legales y otro en que lo prohibió. Luego tiene una voluntad mudable»[38].

            La respuesta de Santo Tomás es muy breve: «De la razón alegada no se puede deducir que la voluntad de Dios sea mudable, sino que quiere la mudanza»[39]. Dios quería inmutablemente que la ley antigua, que hasta Cristo era obligatoria, se mudara por la ley de su evangelio.

            Otra dificultad, pero de otro orden, la presentan muchos pasajes de la Sagrada Escritura, que parecen afirmar un cambio en la voluntad divina. Santo Tomás refiere, como ejemplo, las siguientes palabras del Génesis: «Viendo, pues, Dios que era grande la maldad de los hombres sobre la tierra, y que todos los pensamientos de su corazón estaban inclinados al mal en todo tiempo, se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra. Tocado de íntimo dolor de corazón, dijo: “Borraré de la faz de la tierra al hombre que he creado, desde el hombre hasta los animales, desde los reptiles hasta las aves del cielo; porque me arrepiento de haberlos hecho”»[40].

            Explica que: «Las citadas palabras del Señor se han de entender en sentido metafórico, por analogía con lo que hacemos nosotros, que, cuando nos arrepentimos, destruimos lo que hemos hecho. Cosa que, por otra parte, puede ocurrir sin mudanza de la voluntad, como en el caso de un hombre que, sin cambiar de voluntad, quiere a veces hacer algo con el propósito simultáneo de destruirlo después. Por consiguiente, se dice que Dios se arrepintió por motivo de semejanza con nuestras acciones, pues exterminó de la superficie de la tierra al hombre que había hecho»[41].Dios pudo tomar esta decisión, porque ya, desde toda la eternidad, tenía previsto castigar al se humano por su malicia y pecados.

           

La voluntad de Dios y la libertad humana

            Aunquela voluntad divina es inmutable no impone necesidad alguna a las cosas. Al estudiar la cuestión de si voluntad humana es movida necesariamente por Dios escribe: «Se dice, en Los nombres divinos, de Dionisio (c. 4, 33), que: “a la providencia divina pertenece no destruir la naturaleza de las cosas, sino conservarla”. Por eso mueve a todos los seres según su condición, de tal modo que, bajo la moción divina, las causas necesarias producen efectos necesarios, y las causas contingentes, efectos contingentes».

            Dios mueve necesariamente a la voluntad humana, pero sin afectar a su libertad. «Siendo la voluntad un principio activo no determinado a una cosa, sino indiferente a muchas, de tal manera Dios la mueve, que no la determina por necesidad a una sola cosa, sino que su movimiento permanece contingente y no necesario, excepto respecto de los bienes a los que se inclina naturalmente»[42], como es al bien en general, querido racional y necesariamente.

            Debe afirmarse, por tanto, como indica Santo Tomás en la cuestión sobre la divina providencia, que: «La providencia divina impone necesidad a ciertas cosas, pero no a todas, como algunos han creído».

            La razón que aporta es la siguiente: «A la providencia pertenece ordenar las cosas al fin. Pues bien, después de la bondad divina, que es un fin independiente de las cosas, el principal bien que en ellas existe es la perfección del universo, que no existiría si en el mundo no se encontrasen todos los grados del ser».

            Añade que, como consecuencia: «corresponde a la providencia divina producir el ser en todos sus grados, y por ello señaló a unos efectos causas necesarias, para que se produjesen necesariamente, y a otros, causas contingentes, con objeto de que se produzcan de modo contingente, según sea la condición de las causas próximas»[43].

            La voluntad de Dios mueve a las causas segundas necesarias para que actúen necesariamente, y, por ello, de manera necesaria, y, en cambio, a las causas continentes o libres las mueve dándoles la misma contingencia o libertad. De manera que: «Es efecto de la providencia divina no sólo que suceda una cosa cualquiera, sino que suceda de modo necesario o contingente, y, por tanto, sucede infalible y necesariamente lo que la divina providencia dispone que suceda de modo infalible y necesario, y contingentemente lo que en la razón de la providencia divina está que haya de suceder de modo contingente»[44].   

            Otra consecuencia de esta doctrina es que: «La predestinación consigue su efecto ciertísima e infaliblemente, y, sin embargo, no impone necesidad, o sea no hace que su efecto se produzca de modo necesario».

            El motivo es porque: «No todo lo sujeto a la providencia se produce necesariamente y que hay cosas que se producen de modo contingente, debido a la condición de las causas próximas que para tales efectos destina la providencia divina, no obstante lo cual, el orden de la providencia es infalible. Por consiguiente, es asimismo cierto el orden de la predestinación, y, sin embargo, no destruye la libertad del albedrío, del que proviene que su efecto sea contingente»[45]

            Se debe afirmar de la providencia y de la predestinación, al igual que «de la ciencia y de la voluntad divinas, que no destruyen la contingencia de las cosas, no obstante ser ella ciertísimas i infalibles»[46].

 

La ciencia de lo individual

            Además de probar queDios conoce todo lo creado o creable y explicar la manera o el modo que las conoce, Santo Tomás también se ocupa de algunos objetos de conocimiento, que parece que pueden ofrecer dificultades especiales en Dios, como es lo singular, el mal y los futuros contingentes y libres, y que guardan relación con la predestinación.

De la afirmación del conocimiento claro y perfecto que tiene Dios de todas las cosas creadas, se sigue que conoce también los singulares. Dios conoce lo singular, incluido lo singular material, que no es entendido por los hombres por ser material, sino que únicamente lo perciben por los sentidos en cuanto singular, y solo lo conocen intelectualmente en su esencia universal.

Explica Santo Tomás: «Nuestro entendimiento abstrae la especie inteligible de los principios individuantes, y precisamente por esto no es nuestra especie inteligible semejanza de los elementos individuales, y de aquí que nuestro entendimiento no conozca lo singular. En cambio, la especie inteligible del entendimiento divino, que es la misma esencia de Dios, no es inmaterial por abstracción, sino por sí misma, como principio que es de todos los principios que entran en la composición de los seres, lo mismo de los específicos que de los individuales, y por ella entiende Dios no sólo lo universal, sino también lo singular»[47].

Puede argumentarse, por una parte, que Dios conoce el singular, porque su conocimiento  se extiende tanto como su causalidad. «Como Dios (…) es causa de las cosas por su ciencia, tanto se extenderá la causalidad de Dios cuanto se extienda la ciencia divina. Si pues, el poder activo de Dios se extiende no sólo a las formas, de las que se toma la razón de lo universal, sino también a la materia (…) es forzoso que la ciencia divina alcance hasta lo singular individualizado por la materia; pues así como conoce los seres distintos de Él en su esencia, que en calidad de principio activo de las cosas contiene su semejanza, así también es necesario que su esencia sea principio suficiente para conocer todo lo que hace, y no sólo en general, sino en particular. Algo parecido sería la ciencia del artífice si fuese capaz de producir no sólo la forma del objeto de arte, sino todo su ser».

Se  concluye así que Dios conoce el singular en sí mismo y como en causa, causa ejemplar, en su esencia, y causa eficiente, en la determinación de su voluntad. También, por otra parte, se puede probar desde el principio que la singularidad o individualidad, sea o no material, es también una perfección, que, como tal, preexiste en su esencia divina.

Argumenta el Aquinate que, por otra parte: «Es necesario afirmar que Dios conoce lo singular. Cuantas perfecciones hay en las criaturas preexisten, como se ha dicho, en Dios de un modo m’as elevado. Pues conocer lo singular es una de nuestras perfecciones y, por tanto, es forzoso que Dios conozca también lo singular (…) las perfecciones, que en los seres inferiores están como diseminadas, existen unidas y simplificadas en Dios, y debido a esto, aunque nosotros conocemos lo inmaterial y universal por una facultad, y lo singular y material por otras. Dios conoce ambas cosas con una simple intelección»[48].

 

La ciencia del mal

La ciencia de Dios, que es causa de todas las cosas, puede también conocer el mal, que no causa. Parece que se puede dudar que Dios conozca perfectamente el mal y todos los males, porque el conocimiento o ciencia es causa de lo conocido o bien es causada por lo que conoce. La ciencia divina no puede ser causa del mal, ni éste causar su ciencia. Tal como se dice en la objeción que recoge Santo Tomás:  «Toda ciencia, o es causa de su objeto o está causada por él. Pues, como ni la ciencia de Dios es causa del mal ni está causada por él, sílguese que Dios no tiene ciencia de los males»[49].

La respuesta es la siguiente: «La ciencia de Dios no es causa del mal, pero es causa del bien por el que el mal se conoce».

Aunque Dios no causa el mal, lo conoce en el bien, que si causa, como privación del mismo, porque: «Todo el que conoce algo perfectamente es necesario que conozca todo lo que le puede ocurrir. Hay algunos bienes a los que les puede ocurrir que sean corrompidos por el mal. Luego Dios no conocería perfectamente el bien si no conociera el mal. Además, todo lo que es cognoscible, lo es según lo que es. De ahí que, como el mal es privación de bien, por lo mismo que Dios conoce el bien, conoce también el mal, como las tinieblas son conocidas por la luz»[50]. El mal, por consiguiente, no es cognoscible en sí mismo, porque no es ente, sino privación del ente, un no-ente, pero se puede conocer en el bien, su opuesto, del que está privando, al igual que las tinieblas por la luz que falta.

 

La confianza en Dios

Por último, debe advertirse que la consideración de la ciencia y la voluntad divinas y de su relación con las criaturas, lleva a una consecuencia práctica: la confianza en Dios. Si la divina providencia es sabia y buena, la actitud práctica del hombre es la de abandonarse a ella.

El tomista Garrigou-Lagrange, desde los principios explicados del tratado De Dios uno, de la Primera parte de la Suma Teológica, lo justificaba con la siguiente reflexión: «Nada sucede, que de toda eternidad no haya Dios previsto y querido, o por lo menos permitido. Nada sucede, sea en el mundo material, sea en el espiritual, que Dios no haya previsto de toda la eternidad; porque Dios no pasa, como los hombres, de la ignorancia al conocimiento, ni saca enseñanza de los acontecimientos. No sólo ha previsto cuanto sucede y ha de suceder, mas también ha querido cuanto de real y de bueno hay en las cosas, con excepción del mal, del desorden moral, que sólo permite con miras a bienes mayores»[51].

            Estas verdades hacen al hombre «desconfiado de sí mismo (…) y más confiado en la divina Misericordia»[52]. Le enseñan: «que nada sucede que no haya Dios previsto o por lo menos permitido; que cuanto Dios quiere o permite es para la manifestación de su bondad y de sus infinitas perfecciones, para gloria de su Hijo y para bien de los que le aman. De aquí se desprende que nuestra confianza en la Providencia nunca pecará de excesivamente filial y firme; y aun podemos añadir que debe ser tan ciega como la fe, la cual versa sobre los misterios no evidentes no vistos, fides est de non visis. Sabemos con certeza que la divina Providencia dirige todas las cosas hacia el bien y estamos más seguros de la rectitud de sus designios que de la pureza de nuestras mejores intenciones»[53].

Santa Teresa de Jesús expresó admirablemente esta doctrina en estos conocidos versos: «Vuestra soy, para Vos nací, // ¿Qué mandáis hacer de mí? // Soberana Majestad. // Eterna sabiduría, // Bondad buena al alma mía, // Dios, alteza, un ser, bondad. // La gran vileza mirad // Que hoy os canta amor así, // ¿Qué mandáis hacer de mí?»[54].

 

Eudaldo Forment

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Francisco P. MUÑIZ, OP, Apéndice II, en SANTO TOMÁS, Suma Teológica, edición bilingüe, Madrid, BAC, 1947. pp. 869-929.

[2] IDEM, Introducción a la cuestión 23, en SANTO TOMÁS, Suma Teológica, op. cit., pp. 777-792, p. 777.

[3] Ibid., p. 789.

[4] Ibíd., p. 790.

[5] Ibíd., p. 791.

[6] Ibíd., p. 790.

[7] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q. 20, a. 2, in c.

[8] Sab 11, 25.

[9] Sal 5, 7.

[10] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q. 20, a. 2, ob. 4.

[11] Ibíd., I, q. 20, a. 2, ad. 4.

[12] Francisco P. MUÑIZ, OP, Introducción a la cuestión 20, SANTO TOMÁS, Suma Teológica, op. cit., pp. 724-726, p. 726.

[13] Ibíd., I, q. 20, a. 2, in c.

[14] Ibíd., I, q. 20, a. 3, in

[15] Ibíd., I, q. 20, a. 4, in c.

[16] IDEM, Introducción a la cuestión 23, en SANTO TOMÁS, Suma Teológica, op. cit., pp. 777-792, p. 790.

[17] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q. 23, a. 7, in c.

[18] Ibíd., I, q. 14, a. 1, in c.

[19] Liber de caussis, XIV, 124.

[20] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q. 14, a. 2, ad 1.

[21] Ibíd. I, q. 14, a. 5, in c.

[22] IDEM, Suma contra gentes, I, c. 49.

[23] IDEM, Suma Teológica, I, q. 14, a. 6, in c.

[24] IDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 53.

[25] Ibíd., I, q. 14, a. 8, in c.

[26] Ibíd., I, q. 14, a. 8, ad 1.

[27] Ibíd., I, q. 14, a. 8, ad 3.

[28] SAN AGUSTÍN, De Trinitate, l. 15, c. 13, n. 22.

[29] IDEM, Confesiones, l. 13, c. 38, n. 53.

[30] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 14, a. 9, ad 9.

[31] Ibíd., I, q. 19, a. 4, in c.

[32] Ibíd. Además de Dios no pueden haber otras cosas infinitas por esencia, y, por tanto con infinitud absoluta y actual. «Al concepto de criatura se opone que su esencia se identifique con su ser, porque el ser subsistente no es un ser creado, y por esto es incompatible con la esencia del ser creado que sea infinito en absoluto» (Ibíd., I, q. 7, a. 2, ad 1). Únicamente puede darse el infinito relativo, que es el que no tiene límites en potencia, pero si en acto, tal como ocurre con el número, que puede crecer indefinidamente, pero en sí mismo o en acto siempre es limitado.

[33] Ibíd., I, q. 19, a. 4, ad 4,

[34] Ibíd., I, q. 14, a. 15, in c.

[35] Ibíd., I, q. 14, a. 15, ob. 1.

[36] Ibíd., I, q. 14, a. 15, ad 1.

[37] Ibíd., I, q. 19, a. 7, in c.

[38] Ibíd., I, q. 19, a. 7, ob.3.

[39] Ibíd., I, q. 19, a. 7, ad 3.

[40] Gen  6, 5-6.

[41] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 19, a. 7, ad  1.

[42] Ibíd., I-II, q. 10, a. 4, in c.

[43] Ibíd., I, q. 22, a. 4, in c.

[44] Ibíd., I, q. 22, a. 4, ad 1. Cf. I, q. 19, a. 8, in c y I, q. 19, a. 8, ad 2.

[45] Ibíd., I, q. 23, a. 6,

[46] Ibídd. Cf. I, q. 19, a. 8, in c y I, q. 19, a. 8, ad 2.

[47] IDEM, Suma teológica, I, q. 14, a. 14, ad 1.

[48] Ibid., I, q.  14, a. 11, in c.

[49] Ibíd., I, q. 14, a. 10, ob. 2.

[50] Ibíd., I, q. 14, a. 10, in c.

[51] Reginald Garrigou-Lagrange, O.P., La Providencia y la confianza en Dios. Fidelidad y abandono, Buenos Aires, Ediciones Descleé de Brouwer, 1942, p. 199-200.

[52] Ibíd., p. 200.

[53] Ibíd., p. 200-201.

[54] SANTA TERESA DE JESÚS, Poesías, 5, Vuestra soy, en Obras completas, Biblioteca de Autores Cristianos, 1979, p. 504.

4 comentarios

  
Néstor
Aquí se expone en forma excelente la doctrina de Santo Tomás sobre el tema, pero sin entrar en la problemática en la que el P. Muñiz, siguiendo a Marín-Solá, se aparta del tomismo clásico.

Esta última parte de su pensamiento está contenida en el citado Apéndice a su comentario de esa parte de la Suma, del cual, al menos en cuanto depende específicamente de Marín - Solá, nada se refleja en el presente "post".

Saludos cordiales.
19/11/15 1:36 AM
  
Néstor
Bueno, nada se refleja, o casi nada. En efecto, la frase:

"si la predestinación: «se hiciera en atención a méritos y obras no adquiridos por la gracia», no predestinaría, porque: «tales méritos y tales obras no pueden encaminar ni dirigir al hombre a la vida eterna ni tienen con ella ninguna relación de mérito o de mera disposición»"

quiere decir que para Muñiz, efectivamente, la predestinación divina se hace en atención a los méritos y obras adquiridos por la gracia.

De hecho, enseña contra toda la tradición tomista que la predestinación divina es posterior a la previsión divina de los méritos de la creatura.

Méritos, sin duda, adquiridos por la gracia.

Saludos cordiales.
19/11/15 1:45 AM
  
Horacio Castro
Segundo día sin publicar los comentarios anteriores. ¿Tan insignificantes son?
20/11/15 4:17 PM
  
Horacio Castro
Ciertamente este artículo es otra notable enseñanza sobre la doctrina de Santo Tomás acerca de la naturaleza divina. En cuanto al P. Muñiz, creo que entiende la ayuda divina a los predestinados con la gracia de la perseverancia final y de la glorificación, ya junto a las gracias que reciben todos los que serán salvos y los que se condenarán por sus culpas.
21/11/15 4:03 PM

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