(561) Evangelización de América (71). -La esclavitud; historia y doctrina
–Parece increíble que no diga usted nada de San Pedro Claver.
–Tranquilo. Primero estudiamos la historia y doctrina de la esclavitud (I); después la consideramos en Hispanoamérica (II), y finalmente en «San Pedro Claver, S. J., esclavo de los esclavos» (y III).
Doctrina de la esclavitud
Los pensadores paganos de la antigüedad, siguiendo a Aristóteles (Política I, 2 y 5), estiman que la esclavitud es de derecho natural, es decir, conforme a la natura del hombre. En los mercados antiguos de las naciones el comercio de los esclavos era uno de los más importantes.
Y la Iglesia antigua, fiel a la Biblia, ante esta realidad tan generalizada, se preocupa principalmente de 1) liberar al hombre de la esclavitud del pecado, que hace al hombre esclavo del demonio, del mundo y de sus propias pasiones (Jn 8,32.44; 1Jn 3,8; Rm 6,16; Ef 2,1-3; 2Pe 2,19), y de 2) afirmar que es igual la dignidad en Cristo de quienes son esclavos o libres en la sociedad civil (1Pe 2,18-19; 1Cor 7,20-24; Gál 3,26-28).
Lo vemos desde el principio. En las celebraciones litúrgicas no se separan libres y esclavos; el matrimonio de los esclavos es tenido por válido; los esclavos tienen acceso a los cargos de la Iglesia; el papa San Calixto (217-222), por ejemplo, había sido esclavo.
La Iglesia pretende así dos cosas: primera, que todos los hombres –todos ellos espiritualmente esclavos, tanto los esclavos como los libres–, vengan a ser en Cristo espiritualmente libres; y segunda, que el esclavo social sea tratado con toda caridad, «como a hermano muy amado» (Flm 16).
La Iglesia rechaza la esclavitud
Pronto estos ideales obtuvieron realización histórica, y a partir del siglo IV, gracias a la libertad cívica de la Iglesia, se fue generalizando cada vez más la manumisión de esclavos. De este modo, al prevalecer el cristianismo sobre el paganismo antiguo, se produjo un fenómeno nuevo en la historia de la humanidad,la desaparición de la esclavitud en el milenio medieval cristiano, un dato impresionante, muchas veces ignorado.
Régine Pernaud dedica el capítulo V de su libro ¿Qué es la Edad Media? a demostrar la afirmación precedente. «La esclavitud es, probablemente, el hecho que más profundamente marca la civilización de las sociedades antiguas. Sin embargo, cuando se analizan los manuales de historia, se observa con sorpresa la discreción con que tal hecho se evoca; y la sorpresa aumenta al ver la extraña reserva con que se trata la desaparición de la esclavitud al comienzo de la Edad Media y más aún su brusca reaparición a principios del siglo XVI… Si uno se entretiene, como yo lo he hecho, en revisar los manuales escolares de las clases secundarias, se comprueba que ninguno de ellos señala la desaparición progresiva de la esclavitud a partir del siglo IV. Evocan con dureza la servidumbre medieval, pero silencian por completo –lo que resulta paradójico– la reaparición de la esclavitud en la Edad Moderna» (125), cuando el paganismo incipiente del Renacimiento, patente en la Ilustración, va desmoronando la cristiandad medieval. En línea con tal actitud, «traducen la palabra siervo –servus– por esclavo. Contradicen formalmente la historia del derecho y de las costumbres que evocan, pero se quedan tan tranquilos… La realidad es que no hay punto de comparación entre el servus antiguo, el esclavo, y el servus medieval, el siervo, ya que el primero era una cosa y el segundo un hombre» (126-127).
En este sentido advierte José Luis Cortés López, refiriéndose a los términos siervo-cautivo-esclavo, que «estas tres palabras que hoy día pueden parecer sinónimas, debieron tener acepciones diferentes, pero en los documentos no aparecen bien delimitadas por lo que pueden originar errores de interpretación» (La esclavitud…16).Por lo que a los autores escolásticos se refiere, cuando ellos hablan de la condición del servus, hay que entender en principio que están hablando de los siervos medievales, no de los esclavos del mundo pagano antiguo o contemporáneo. Es significativo en esto que precisamente «la palabra esclavo se va imponiendo abrumadoramente y en gran cantidad de documentos del siglo XVI» (18).Predominó desde entonces el término esclavos porque eran conscientes de que se trataba de una categoría distinta de los siervos medievales.
Teólogos y juristas
Por lo que a la doctrina se refiere, los teólogos y juristas cristianos, y entre ellos Santo Tomás, estiman que la servidumbre «no podía existir en el estado de inocencia» (STh I,96,4), como tampoco existía el vestido. La servidumbre, servitus, «no fue impuesta por la naturaleza, sino por la razón natural para utilidad de la vida humana. Y así no se mudó la ley natural sino por adición» (I-II,94, 5 ad3m), como sucedió con el vestido. Por eso «la servidumbre, que pertenece al derecho de gentes, es natural en el segundo sentido, no en el primero» (II-II,57, 3 ad2m; +S. Buenaventura, S. Antonino de Florencia, Vitoria, Báñez, Sánchez, Lessio, Suárez, etc.).
En algunas circunstancias la servidumbre puede ser incluso «no sólo lícita, sino también fruto de la misericordia», como cuando ella conmuta una pena de muerte o por ella se libra a la persona de una opresión mayor (Domingo de Soto, Iustitia et iure IV,2,2). Este aspecto penal de la servidumbre es claro en Santo Tomás, para el que «la servidumbre es una cierta pena determinada, que pertenece al derecho positivo, pero procede del natural» (In IV Sent. lib.IV, dist. 36, 1 ad3m).
Causas legítimas
Las principales causas legítimas de la servidumbre o de la esclavitud eran la guerra, la sentencia penal y la compraventa, y todavía en 1698 estas tres –iure belli, condemnatione et emptione– eran consideradas como lícitas en la Sorbona (+Cortés López, 38).
La guerra, siempre, claro está, que fuera justa, podía y solía producir esclavos lícitos, pues mediante ella los prisioneros, por un tiempo o para siempre, quedaban cautivos bajo el dominio del vencedor, y como sucede hoy en las cárceles, despojados de importantes libertades civiles.
La sentencia penal por graves delitos también podía reducir a esclavitud lícitamente, viniendo a ser entonces una pena semejante a la cárcel perpetua, aunque normalmente mucho más benigna.
La compraventa podía, en fin, dar lícito origen a esclavos, siempre que se cumplieran ciertas exigencias: mayoría de edad del vendido, beneficio real para él, etc.
Ésta venía a ser la mentalidad europea sobre la esclavitud que tenían los laicos y religiosos en las Indias del siglo XVI, y aún duró mucho tiempo. Y era ésta también la mentalidad de los indios de América. Ellos también tenían esclavos por compra, por castigo penal o por guerra –aunque en bastantes zonas lo más común era que los prisioneros de guerra fuesen sacrificados–. Y así en los mercados indígenas los esclavos eran comprados normalmente para el servicio o para ser sacrificados y comidos (F. Hernández, Antigüedades de México, cp.11). Bernardino de Sahagún precisa que en el tianguis azteca, concretamente, el traficante de esclavos era el «mayor y principal de todos los mercaderes» (Historia X,16).
Práctica de la esclavitud
Por lo que se refiere a la práctica histórica, en la antigüedad hallamos la esclavitud en todas las culturas, aunque con modalidades muy diversas. Las mismas fronteras verbales entre las palabras siervos, cautivos y esclavos son bastante difusas. El imperio romano en su apogeo tenía 2 o 3 millones de esclavos, es decir, éstos eran un 35 o 40 % de su población (Klein, La esclavitud… 15).
En la Europa cristiana medieval, a lo largo más o menos de un milenio (500-1500), la esclavitud declina hasta casi desaparecer en muchos lugares. Pero reaparece poco a poco en la Europa renacentista, concretamente en Italia, durante los siglos XIII al XV, por sus relaciones comerciales con Oriente, y en Portugal, desde mediados del XV, por su comercio con Africa. En ciertas familias ricas de la aristocracia o del comercio tener un esclavo –un eslavo blanco oriental o uno negro africano– contribuye no sólo a prestar unos servicios domésticos, sino sobre todo a dar una nota exótica de distinción.
Pasado el milenio medieval de cristiandad, Europa, a partir del XVI, admite sin mayores problemas el crecimiento de la esclavitud, que se multiplica después más y más. Entonces la esclavitud, más o menos como hoy el aborto, llega a verse como un mal admisible y justificable.
«La esclavitud del negro como institución –afirma Enriqueta Vila Villar– era, en esta época, un hecho admitido por todos. Los teólogos y la iglesia en general mantuvieron diferentes tendencias: algunos cerraron los ojos ante ella y se abstuvieron de ningún comentario; otros se procuparon de denunciar la violencia de la trata, y otros se detuvieron a hacer un inventario de las ventajas y los inconvenientes, llegando a reconocer la necesidad de mantener el “statu quo” establecido. Entre los primeros se podría citar al padre Vitoria; entre los segundos a Tomás de Mercado, Alonso de Sandoval, Bartolomé de Albornoz y el jesuita Luis de Molina, por destacar los más conocidos; y entre los terceros al también jesuita padre Vieira, que consideraba indispensable la esclavitud como único medio de mantener [en Brasil] la economía del azúcar y los intereses de la propia Compañía. Aunque este último, después de un profundo estudio, condena los métodos empleados en el tráfico negrero» (Hispanoamérica y el comercio de esclavos 4).
El sevillano dominico Tomás de Mercado (+1575), profesor en la universidad de México, considera que «la venta y compra de negros en Cabo Verde es de suyo lícita y justa», pero «supuesta la fama que en ello hay y aun la realidad de verdad que pasa, es pecado mortal y viven en mal estado y gran peligro los mercaderes de gradas que tratan de sacar negros de Cabo Verde» (Suma de tratados y contratos II,21). Lo mismo piensa el padre Las Casas, que estima que «de cien mil no se cree ser diez legítimamente hechos esclavos» (Historia de las Indias I,27).
Ésta es también una convicción popular bastante generalizada en esa época. Don Quijote dice liberar a los galeotes «porque me parece duro hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres» (I,22). Y, como ocurre siempre, los cristianos mejores son los que menos toleran los males de su siglo, aunque estén muy generalizados. Así, por ejemplo, el padre de Santa Teresa, según ella misma cuenta: “Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres y piedad con los enfermos, y aún con los criados; tanta, que jamás se pudo acabar con él tuviese esclavos, porque los había gran piedad. Y estando una vez en casa una –de un su hermano– la regalaba como a sus hijos; decía que, de que no era libre, no lo podía sufrir de piedad”»(Vida 1,2).
Doctrina de la Iglesia
En un discurso histórico en la isla senegalesa de Gore (22-2-1992), Juan Pablo II lamentaba profundamente que «personas bautizadas» hubiesen tomado parte en el «escandaloso comercio» de la esclavitud, y recordaba que ya Pío II en 1462 había condenado su práctica, como también la condenaron posteriormente varios Papas.
Transcribimos la información dada sobre este tema por José Luis Cortés López en su excelente artículo Participación y perdón («Mundo Negro» XI-2000). «Pío II, en 1462, había denunciado ya el mercado y tráfico esclavistas como magnum scelus (gran crimen), y apremió a los obispos a que aplicaran sanciones contra los practicantes del mismo. Pablo III, en una carta pastoral dirigida al arzobispo de Toledo, Juan Tavera, le comunicó su decisión de prohibir, bajo pena de excomunión, el que a los indios se los hiciera esclavos y fueran despojados de sus bienes. El mismo Papa, en junio de 1537, publicaba su bula Veritas ipsa en la que condenaba la esclavitud y anulaba todos los contratos a ella referidos.
«Una vez más, este mandato y otros de la máxima autoridad de la Iglesia fue silenciado o no puesto en práctica en su totalidad, ya que, en este caso, sólo se aplicó a los indios y no a otra clase de esclavos; intereses particulares, políticos y, sobre todo, económicos, prevalecieron sobre los principios morales […]
«Los Papas fueron tomando posiciones cada vez más nítidas. Urbano VIII, en 1639, enviaba una carta al nuncio de Portugal en la que condenaba la esclavitud, y amenazaba con la excomunión a todos los que la practicasen. Como muy pocos se preocupaban de estos documentos papales, los misioneros, que veían su trabajo pastoral muy comprometido, presionaron al Santo Oficio para que, de nuevo, condenara la esclavitud, cosa que hizo en 1686.
«Desde principios del siglo XVIII, las presiones de Roma aumentaron en las cancillerías de Lisboa y Madrid para que se suprimiera dicha condición, pero tal apremio no causó ningún efecto. De nuevo Benedicto XIV, en 1741, en su constitución apostólica Immensa volvió a condenar la esclavitud empleando expresiones severas.
«En el siglo XIX, fue Pío VII quien con más determinación se opuso al tráfico esclavista. En 1814 escribía una carta al rey de Francia en la que se puede leer este párrafo: “Prohibimos a todo eclesiástico y laico apoyar como legítimo, bajo cualquier pretexto, este comercio de negros”.
«Los representantes papales que asistieron al Congreso de Viena este mismo año tuvieron un papel destacado para sacar adelante el decreto que abolía la esclavitud. Gregorio XVI, en una carta pastoral publicada en 1837, enumeraba todas las disposiciones tomadas por sus antecesores y condenaba taxativamente la esclavitud en todas sus formas».
Resistencia a la doctrina de la Iglesia
Durante tres siglos y medio, sin embargo, 10 o 15 millones de negros africanos fueron trasladados forzosamente a América como esclavos (Klein 25)… ¿Cómo pudo resistir la conciencia cristiana de Europa un crimen histórico tan horrible? Lo toleró sin perder por eso el sueño. La conciencia del Renacimiento y de la Ilustración era en esos siglos mucho menos cristiana que la conciencia medieval.
Éste es un caso en el que, una vez más, el desprecio generalizado del continuo Magisterio apostólico, clara e insistentemente formulado por los Papas, ha dado lugar a miserias históricas indecibles. La conciencia de aquellos cristianos, dejándose guiar por teólogos más «abiertos y comprensivos», toleraba en aquellos siglos la esclavitud, más o menos como la conciencia actual de muchos cristianos e ilustrados filántropos ha aguantado en el siglo XX, sin mayores aspavientos, que el comunismo matase más de cien millones de hombres, o como hoy tolera la anticoncepción, e incluso que la matanza de los niños inocentes por el aborto, se haya hecho legal y subsidiada.
Un estudio de la Universidad Católica de Roma afirma en 1997 que cada año el aborto legal acaba con la vida de cuarenta millones de niños en todo el mundo –110.000 al día–, y que en algunos países el número de abortos llega a triplicar el de los nacimientos. La mayoría de las civilizadas conciencias actuales toleran estas matanzas con toda paz. Incluso se vuelven contra quienes pugnan por detenerlas, como si fueran rígidos fundamentalistas doctrinarios. Pero se indignan, en cambio, de los crímenes del pasado o del presente en materias sociales y ecológicas.
Terribles miserias se producen en el mundo y en la Iglesia cuando los cristianos no «perseveran en escuchar la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42), sino que «se agencian un montón de maestros a la medida de sus propios deseos, y haciéndose sordos a la verdad, prestan oído a las mentiras» (2Tim 4,3-4).
José María Iraburu, sacerdote
Bibliografía de la serie Evangelización de América
Los comentarios están cerrados para esta publicación.