(559) Evangelización de América (70). Nueva Granada. -San Luis Bertrán en América (y II)

Cartagena de Indias

–Su vida, tan débil y tan fuerte, parece un milagro permanente.

–«Cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2Cor 12,10)… Porque busca en Cristo toda su fuerza.

 

–La llamada de América

En 1562 llegaron de América al convento dos padres que buscaban re­fuerzos para la gran obra misionera que allí se estaba desarrollando. Ha­blaron de aquel inmenso Mundo Nuevo, de la necesidad urgente de aque­llos pueblos, de las respuestas florecientes que allí estaba encontrando el Señor. Fray Luis fue el primero en inscribir su nombre. Una vez más tra­taron todos de disuadirle, y también el prior, alegando unos y otros su poca salud y la tarea que en el noviciado llevaba con tanto fruto.

Pero en esta ocasión la llamada de América era llamada del mismo Cris­to. Fray Luis persistió en su apostólico intento, y en cuanto obtuvo el permiso, se echó al camino, rumbo a Sevilla, sin cuidarse siquiera de to­mar provisiones para el camino. Un hermano suyo le alcanzó en Játiva, trató en vano de persuadirle, y terminó dándole un dinero, con el que pudo adquirir un asnillo, sin el cual apenas hubiera podido continuar su viaje.

 

–En el Nuevo Mundo

En cuaresma de 1562 partía fray Luis Bertrán de Sevilla hacia América en un galeón. Durante el viaje, un fuerte golpe que recibió en una pierna por accidente le dejó para siempre una cojera bastante pronunciada. Y cuando después de tres meses de navegación bajó del barco en Cartagena de Indias aquel fraile larguirucho, flaco y macilento, con su paso desigual y vacilante, más de uno se habría preguntado qué podría hacer aquel po­bre fraile en los duros trabajos misioneros entre los indios…

Recién llegado al convento dominicano de Cartagena, comenzó allí sus ministerios pastorales ordinarios, semejantes a los que ya en Valencia ha­bía ejercido. Pero él quiso ir a la selva, a los indios. Y después de insisten­tes peticiones, obtuvo del prior permiso para hacer de vez en cuando algunas salidas. En primer lugar se buscó un intérprete, un faraute que transmitiera a los indios lo que él iba predicando.

Pero con este método apenas conseguía nada, ya que el intérprete, por ignorancia o mala voluntad, desvirtuaba su predicación. Y así, «como no sabía el santo la gracia que se le había comunicado, proseguía predicando con su intér­prete, hasta que le dixeron los indios que les hablara en su propia lengua, porque en ella lo entendían mejor que en lo que dezía su intér­prete». Y así lo hizo en adelante, con un fruto cada vez más copioso.

 

–Oración, penitencia y pobreza

En las peores dificultades, el método misionero de San Luis se hacía muy simple. Cuando todo se ponía en contra, cuando fallaba su salud, cuando ya no podía más, cuando los indios no se convertían, unas cuantas horas o días de oración y de disciplinas introducían en su débil acción la acción de Cristo, y todo iba adelante con frutos increíbles. Nunca le falló esta fórmula, que no es, por cierto, una receta mágica, sino una fórmula evangélica, directamente enseñada por el ejemplo y la enseñanza del Se­ñor. Oración y penitencia.

Y pobreza, también enseñada y practicada por Cristo. Fray Luis se metía por campos y montes, caminos y selvas, como un pobre de Dios, «sin bolsa ni alforja» (Lc 10,4), confiado a la Providencia, a merced de lo que le diesen para comer, y nunca quiso aceptar aquellos regalos, dinero o alimentos que muchas veces que­rían darle para que pudiera seguir adelante más seguro.

Un compatriota suyo, Jerónimo Cardilla, que le acompañó en este tiempo como criado, se quejaba de esto muy amargamente, pues tampoco a él le permitía recibir nada para el camino. En una ocasión, cuando esta locura evangélica les puso en riesgo muy grave, Je­rónimo acusó a fray Luis sin ningún respeto: «Vos tenéis la culpa de lo que nos está pa­sando. Aquí moriremos de hambre, si antes una fiera no acaba con nosotros». Entonces fray Luis, como siempre, le llamó a la confianza en Dios, le recordó aquello de «los lirios y los pájaros», y llegó a «prometerle» la ayuda providencial del Señor. Al tiempo llegaron a un árbol que estaba cargado de fruta, junto a una fuente. Jerónimo confesó su culpa, co­mió y bebió todo cuanto quiso, y cargó sus alforjas para el camino. Fray Luis, advertido de aquello, vació las alforjas, y Jerónimo no quiso acompañarle más en sus correrías apostó­licas. Ya tenía bastante. Y acabó mal unos años después, tal como fray Luis se lo había anunciado con gran pena.

La providencia del Padre celestial, siempre solícita para aquellos que de verdad se con­fían filialmente a su omnipotencia amorosa, le envió otro Jerónimo a fray Luis, con el que anduvo siete meses. Por él sabemos que muchas veces, especialmente los viernes, San Luis Bertrán se alejaba de él, y en un lugar apartado se disciplinaba muy duramente, orando sin cesar ante un crucifijo. Por él también conocemos que, de camino por aquellas soledades, desérticas o selváticas, no era raro que se acercaran amenazantes bestias fero­ces. Entonces, mientras Jerónimo quedaba paralizado de espanto, fray Luis seguía imper­térrito, y bendiciendo aquellas fieras con la señal de la cruz, las dejaba mansas y sin fie­reza alguna, de modo que podían seguir adelante sin peligro.

También aquí, y en otras ocasiones que veremos, se cumplían en fray Luis las palabras de Jesús a su mensajeros apostólicos: «Tomarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño» (Mc 16,18). San Luis Bertrán, tan desmedrado, no mostró jamás miedo alguno en sus aventuras apostólicas por las Indias. En realidad, no sentía en absoluto ningún te­mor, y más bien parecía que andaba buscando secretamente el martirio, para dar así un supremo testimonio por Cristo.

 

–Un modo suicida de evangelizar

Una vez comprobadas las desconcertantes posibilidades misioneras de este santo fraile, le confían sus superiores un pueblecito situado en las es­tribaciones de los Andes, llamado Tubara. En aquella doctrina hay escuela e iglesia, y viven unos pocos españoles, en tanto que el núcleo principal de los indios, temerosos, no vive en el pueblo, sino en la selva, en el monte, donde en seguida va fray Luis a buscarlos. Siempre a su estilo, llega el santo fraile misionero hasta las chozas más escondidas, y no hay camino, por escarpado o peligroso que sea, que le arredre, a pesar de su cojera. A todas partes hace él que llegue la verdad y el amor de Cristo.

En los tres años que pasó en Tubara consiguió San Luis muchas conver­siones de españoles y el bautizo de unos dos mil indios, siempre a su esti­lo, siempre suicida, al modo evangélico: grano de trigo que cae en tierra, muere, y da mucho fruto (Jn 12,24). Arriesgaba fray Luis si vida cuando derri­baba los ídolos a patadas o mandaba quemar las chozas que les servían de adoratorios. Era suicida cuando, al modo de San Juan Bautista, reprobaba públicamente a un indio muy principal, que vivía amancebado con una mujer casada.

En esta ocasión, el indio aludido le lanzó con todas sus fuerzas su macana, pero el Señor desvió el curso mortal de su trayectoria. Y se ve, pues, que San Luis Bertrán no hacía ningún caso de ese consejo que tantas veces suele darse y que también a él le habrían dado: «Tiene usted, padre, que cuidarse más». San Luis, en realidad, se cuidaba muy poco, lo mínimo exigido por la prudencia sobrenatural, y en cambio se arriesgaba mucho, muchísimo, hasta entrar de lleno en lo que para unos era locura y para otros escándalo (1Cor 1,23).

No tuvo San Luis gran cuidado de su propia vida cuando una vez, después de intentar reiteradas veces desengañar a los indios de Cepecoa y Petua, que daban culto a una ar­quilla que guardaba los huesos de un antiguo sacerdote, la sustrajo de noche. Llegó a sa­berse su acción, y un sacerdote indio, figiéndose amigo, le dio a beber un veneno mortal –el mismo veneno que había matado antes a un padre carmelita, después de unas ho­ras de atroces dolores–. Cinco días estuvo fray Luis entre la vida y la muerte, y en ellos dio claras señales de estar tan alegre como aquellos primeros apóstoles azotados, que se fue­ron «contentos porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).

Ni siquiera le quedó a San Luis Bertrán en adelante un gran temor a los posi­bles brebajes tóxicos, como pareciera psicológicamente inevitable. Lo ve­mos en ocasiones como ésta: un cacique le dijo que creería en Cristo si era capaz de resis­tir un veneno que él le prepararía. Fray Luis le tomó la palabra sin vacilar: «¿Mantenéis vuestra palabra de convertiros si bebo sin daño vuestro veneno?». Y obtenida la afirmati­va: «Venga ese veneno y sea lo que Dios quiera». Hizo fray Luis la señal de la cruz sobre la copa y bebió de un trago aquel veneno activísimo. Y a continuación pasó a ocuparse de lo que había que hacer para bautizar unos cuantos cientos más de indios asombrados y con­vertidos.

En aquella primera ocasión, cuando fue envenenado por el sacerdote in­dio, se supo en seguida que fray Luis no había muerto bajo la acción del veneno, y más de trescientos indios se reunieron amenazadores y bien armados, dispuestos a terminar la obra iniciada por el tósigo. Dos negros que se aprestaban a defenderle, uno de ellos armado de un arcabuz, fue­ron apartados, y el santo salió al encuentro de la muchedumbre amena­zante solo y sin temor alguno.

Cuenta un cronista que «entonces fray Luis les predicó con más fervorosa exhortación y se convirtieron gran parte de aquellos indios; los cuales, después de ser instruidos como acostumbraba el santo, fueron por él mismo bautizados». Pero otros indios, endurecidos en su hostilidad, raptaron a Luisito, un muchacho indio bautizado por fray Luis, y lo sacrificaron como moxa a los ídolos, lo que apenó mucho al santo, pues le tenía en gran estima.

En todo caso, nada de esto terminaba con los métodos suicidas de San Luis Bertrán. Poco después, tratando de persuadir a un cacique principal, éste se resistía diciendo: «No; tu religión me gusta, pero tengo miedo a mi ídolo». Fray Luis se mostró dispuesto a terminar con este miedo. Se dirigió al adoratorio con el cacique, y allí, ante el pánico de todos, la empren­dió a patadas con el dicho ídolo, hasta que el cacique y los suyos se vieron libres del temor idolátrico, y aceptaron el Evangelio.

 

–El demonio se ve obligado a actuar directamente

Aquel fraile debilucho y sin salud se mostraba bastante más fuerte de lo que parecía a primera vista, y desde luego bastante más eficaz en el apos­tolado de lo que cualquier previsión humana hubiera podido pensar. Así las cosas, el demonio se vio obligado a tomar cartas directamente en el asunto. Trató de intimidarle con visiones, con golpes y con ruidos horri­bles, sin conseguir nada. Suscitó contra fray Luis persecuciones de los in­dios y de los blancos, de los malos y también de los buenos, con resultados nulos. Atentó contra su honra gravemente, levantó terribles calumnias contra su castidad, y en más de una ocasión le envió alguna mujer para que le tentase, sin conseguir de fray Luis otra cosa sino que se encerrase en la iglesia para azotarse a conciencia.

Pero quizá la peor tentación del demonio se produjo cuando un falso ermitaño le hizo llegar mensajes descorazonadores: «Os tengo que decir de parte del Señor, que os ha de persuadir a volver a Valencia, de donde jamás teníais que haber salido. Si permanecéis más tiempo aquí, no sólo será nulo vuestro trabajo, sino que peligra vuestra eterna salva­ción». Sólo una luz del cielo pudo salvar de esta asechanza el corazón de fray Luis, que ya por temperamento era inseguro y atormentado, y que una y otra vez se preguntaba acerca de su propia salvación. El santo, llevado a este límite, se refugió en Cristo, hizo la señal de la cruz, y el falso ermitaño huyó «dando espantosos aullidos, como de lobo».

 

–Final en las Indias

Cuarenta y un años tenía San Luis cuando llevaba ya cinco años de apostolado en Nueva Granada. En el tiempo que le queda en América su labor misionera le hará adentrarse en las regiones más cerradas a la luz del Evangelio, en Cicapoa y Pelvato, en Cepecoa y Petua –donde, como vimos ya, fue atacado con un fuerte veneno–, en los montes de Santa Marta, Mompoix y Tuncara, a veces en apostolado breve y de paso, y pro­duciendo siempre unos frutos totalmente desproporcionados a su fuerza humana, pues se le ve flaco, enfermizo y cojo, los cabellos grises, los ojos casi ciegos. Lo que hizo San Luis Beltrán en su labor misionera, está claro, fue obra ante todo de Jesucristo, y a éste ha de darse la gloria y el honor por los siglos de los siglos.

Fray Luis está ya al final de su tiempo en América. Su salud, realmente, está hecha una miseria. Él, que en Valencia se confesaba más de una vez al día, ahora apenas tenía ocasión de confesar, como no fuera yendo a mu­chas leguas de distancia, y esto le afligía no poco, pues siendo tan seguro y certero en el discernimiento espiritual de los corazones ajenos, era, por permisión de Dios, sumamente inseguro y escrupuloso respecto de su pro­pio corazón.

Por otra parte, tuvo fray Luis graves problemas de conciencia en la atención pastoral de aquellos pecadores que eran españoles, pues con sus abusos escandalizaban gravemente a los indios paganos o recién bautizados. Podemos recordar sobre esto aquella ocasión en que San Luis asistía a un banquete ofrecido por las autoridades, y en el que participaban algunos encomenderos que él sabía crueles e injustos. En un momento dado, fray Luis «dixo a los encomenderos: ¿Quieren desengañarse de que es sangre de los indios lo que comen? Pues véanlo con sus propios ojos; y apretando entre sus mismas manos las arepas [de maíz], empezaron a destilar sangre sobre los manteles de la mesa. Asombra­dos, aunque no enmendados con suceso tan raro y prueba tan evidente, procuraron siem­pre ocultarlo todos los interesados».

Así las cosas, al final de su estancia en América, recibió una carta del obispo de Chia­pas, en México, fray Bartolomé de las Casas, hermano suyo dominico. En ella le animaba a dedicarse a la conversión de los indios; «me consta que así lo hacéis con singular fruto». Y le ponía en guardia respecto de los cristianos españoles: «Lo que más quiero advertiros, y para eso principalmente os escribo, es que miréis bien cómo confesáis y absolvéis a los conquistadores y encomenderos, cuando no se contentan con los privilegios del rey y tra­tan tiránicamente a los naturales contra la expresa intención de su majestad».

Mucho debió angustiarle a fray Luis esta carta, que agudizaba sus pro­pias preocupaciones morales. Y también debió pasar en esos momentos, dado su temperamento escrupuloso, muchas dudas y penas antes de llegar al convencimiento de que estaba de Dios que él pusiera fin a su labor mi­sionera entre los indios. Sin duda que llegó a tal decisión solamente cuan­do el Señor le dio conciencia moral cierta de que así convenía. Sólo enton­ces fray Luis pidió al padre General licencia para regresar a España, y la obtuvo.

 

–El milagro de la cruz del árbol

San Luis Bertrán hizo innumerables milagros, que al ser tantos he renun­ciado a relatarlos. También los hizo durante los últimos meses, suma­mente fecundos, de su apostolado en América. En ellos recorrió los pue­blos de Mampoix, islas de San Vicente y Santo Tomás, Tenerife y varios lugares del Nuevo Reino de Granada. Como despedida de su ministerio en América, referiremos solamente uno de sus milagros.

En la isla de San Vicente, predicando fray Luis sobre el poder salvador de la cruz, se le acercó impresionado el cacique, queriendo saber más de la virtud de la cruz. «El santo, inspirado del cielo, se arrima al tronco de un grandísimo árbol de los que coronan la plaza y, extendiendo los brazos en forma de crucifijo, graba en el árbol la forma de la cruz, de su misma estatura. Apártase después del tronco y queda la imagen de la cruz perfecta, como de medio relieve, en el árbol». El signo sagrado de la cruz de Cristo: ésta fue la huella viva que dejó San Luis Bertrán en Nueva Granada tras siete años de acción misionera.

 

–Predicador general

En 1569 llegó fray Luis a Sevilla, y regresó al convento valenciano de Santo Domingo. Estaba macilento y demacrado, tanto que hubo de pasar una larga temporada de absoluto reposo. Pero al año y medio de su vuelta ya le nombraron prior de San Onofre por votación unánime. Y en sus tres años de priorato aquel santo fraile, alto y flaco, cojo, algo sordo y de mala vista, «mostró ser bueno no solamente para la contemplación, mas tam­bién para la acción». Con suma caridad, con un celo enérgico por la obser­vancia, con un sentido de la pobreza y de la providencia que para algunos era locura, procuró un desconocido bienestar material y espiritual a la comunidad. En 1574 el Capítulo dominicano de la provincia de Aragón nombró a fray Luis Bertrán predicador general, un título propio de la Orden de Pre­dicadores.

Como predicador popular recorrió toda la zona de Valencia, alargándose a la región de Castellón y también de Alicante. Normalmente hacía los caminos a pie, a no ser que la llaga crónica, que desde su viaje a América le había dejado cojo, se pusiera peor y le exigiera a veces emplear alguna cabalgadura prestada. Su predicación, sencilla y sumamente vi­brante, llegaba directamente a los corazones. Solía hacerla más gráfica y conmovedora contando muchos ejemplos y refiriendo numerosas anécdo­tas personales, sobre todo de su apostolado en América, cosa que hacía a veces por humildad en tercera persona.

«En la predicación –testifica un contemporáneo– no era muy gracioso ni deleitaba a los oyentes, pero tenía grande espíritu y movía mucho, porque aunque no tenía la voz muy sonora, ni era tan expedito de lengua como otros, era tan grande el fervor con que hablaba, que pocos advertían aquellas faltas». Sus exhortaciones morales tenían en su predicación el vigor poderosísimo de los profetas de Dios. Desengañaba de las vanidades de esta vida: «Todo es sueño lo de esta vida». Precavía sobre la avidez de riquezas: «¿Qué pensáis que es toda la hacienda del mundo sino un poco de estiércol y basura?». Llamaba apasionadamente al amor de Dios y del prójimo, exigiendo al amor fidelidad y perseve­rancia: «No volváis atrás, por muchas dificultades que el demonio os ponga en el camino de Dios. Porque, donde vos faltareis, Dios suplirá». El mal ejercicio de la autoridad civil o religiosa le parecía la fuente principal de los peores males: «Por ser ellos flojos, se cometen tantas maldades. Si vos os sentís inhábil y de pocas fuerzas para regir este oficio, que no lo toméis; y si lo tenéis, dejadlo… Todos los que rigen y gobiernan están a dos dedos de dar en el abismo del infierno». Oyendo a San Luis Bertrán, sucesor de San Vicente Ferrer en tierras de Valencia, apenas era posible mantener el corazón indiferente a la Palabra divi­na.

San Luis, al predicar, hacía continuas citas de la Sagrada Escritura, que conocía muy bien, y como era muy estudioso, daba buen fundamento doc­trinal a cuanto predicaba. «Tengo para mí –opinaba el padre Antist– que en toda esta provincia no hay religioso que tantos libros haya leído de cabo a cabo». Había reunido una biblioteca personal muy cuantiosa, como pudo comprobarse a su muerte, cuando parte de sus libros se distribu­yeron entre los religiosos, y otra parte se vendió en ochocientos sueldos, que se destinaron para la biblioteca común.

Él, como maestro es­piritual, «no era –sigue diciendo el padre Antist– de la condición de al­gunos maestros, que quieren echar tanto por el camino de la devoción, que aborrecen el estudio, como si las letras repugnasen a la santidad, o como si la ignorancia demasiada ayudase a la devoción. Antes, siempre decía que estudiásemos». Y en esto fray Luis, como en todo, era fiel a la regla de Santo Domingo, y daba ejemplo vivo de lo que predicaba a los otros.

 

–Ultimo priorato

En 1575, estando de nuevo fray Luis como maestro de novicios en Va­lencia, fue elegido para prior del mismo convento. El se resistió cuanto pudo, alegando muchas razones: su mala salud, su mayor idoneidad para el cultivo interior de las personas que para su gobierno externo… Por otra parte, la obra reformadora de fray Domingo de Córdoba no se había cum­plido totalmente, y el convento estaba necesitado todavía de urgentes rec­tificaciones, pues todavía algunos religiosos se oponían a la plena obser­vancia.

Así las cosas, cuando al fin se vio obligado a aceptar el priorato por obediencia, lo primero que hizo fue fijar en la entrada de su celda prioral un letrero bien legible con la frase de San Pablo: «Si hominibus placerem, Christi servus non essem» (si quisiera agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo; Gál 1,10).

En la celda antigua de San Vicente, ahora transformada en oratorio, puso San Luis su priorato en manos de su santo antecesor. Y a fe que San Luis –o quizá San Vicente– supo servir bien su ministerio. «Haciendo más de lo que a los otros mandaba, castigaba los defectos con gran celo». Particularmente, refiere Antist, era riguroso «con los que tenían cargos, pues si veía que tantico se descuidaban, luego les quitaba el cargo, aunque fuese dentro de ocho días. Decía que más quería ser tenido por hombre mudable, que no que Dios no fuese servido como requiere la perfección de la religión». Cuando terminó su priorato en 1578, toda aquella comunidad inmensa, con más de cien frailes, estaba unida y en paz.

 

Preparándose a morir

Fray Luis pensó ya, llegado a la última etapa de su vida, en retirarse a la paz contemplativa de la Cartuja de Porta-Coeli, pues su afán de oración y penitencia se hacían cada vez más acuciantes. Y sin embargo, aunque ya no tenía cargos de importancia, continuamente le requerían de aquí y de allá, unas veces para predicar, otras para atender consultas, aquellos lle­gaban a solicitar su discernimiento de espíritus o su intercesión ante Dios, y no faltaban otros que buscaban en él ciertos milagros oportunos. Era una serie interminable de requerimientos. Finalmente, el consejo de sus ami­gos y su amor a la Orden, le retuvieron en el convento como hijo de Santo Domingo. También en esta ocasión la Providencia divina le sujetó bajo su guía, y no permitió que diera un paso en falso.

Aún tuvo fray Luis intervenciones públicas de gran importancia, como en 1579 el sermón de autos organizado por la Inquisición acerca de los iluminados de Valencia, un grupo de pseudomísticos. En ese mismo año, a requerimiento del virrey, que había sido consultado al efecto por Felipe II, hizo un informe sobre la posible expulsión de los moriscos, en el que San Luis  reconocía que en parte habían sido forzados al bautismo: «aquello no fue bien hecho y pluguiera a Dios que nunca se hiciera». El problema era gravísimo, pues los moriscos «casi todos son herejes y aun apóstatas, que es peor,… y guardan las ceremonias de Mahoma en cuanto pueden».

Re­cordaré aquí uno de los remedios que propone, pues sería hoy igual­mente oportuno en no pocas ocasiones: «No se administre el bautismo a los niños hijos [de moriscos], si han de vivir en casa de sus padres, porque hay evidencia moral de que serán apóstatas como ellos, y más vale que sean moros, que herejes o apóstatas». Este dictamen fue refrendado por su buen amigo San Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, en cartas al rey.

 

–Santos amigos del santo

Cuando se juzgó el caso de los iluminados de Valencia, San Luis en un famoso sermón avisó con gran severidad que debían evitar «las pláticas de visio­nes en sus casas, aunque parezcan del cielo, ni arrobos, etc., por la gran perturbación y daño espiritual que pueden ocasionar a las almas».

Sin embargo, el más íntimo de sus amigos, el franciscano Beato Nicolás Fac­tor, con el que muchas veces se juntaba para hablar de temas espirituales, se caracterizó por la frecuencia y profundidad de sus éxtasis. En la celda de fray Luis, donde solían reunirse, era frecuente que, al tocar ciertos te­mas espirituales, fray Nicolás quedara extático en una suspensión de los sentidos que en ocasiones duraba horas. En estas ocasiones, fray Luis, que no solía tener estos arrobos contemplativos, se estaba orando en silencio, adorando al Señor, haciendo compañía a su santo hermano franciscano, hasta que éste volvía en sí.

San Luis Bertrán nunca dudó de la veracidad de tales éxtasis, y así lo declaró, como se adujo en el Proceso de beatifica­ción de fray Nicolás. Santo varón fue éste, gran maestro en cosas espiri­tuales, y buen escritor, como se aprecia en su breve escrito sobre Las tres vías, uno de los pocos que se conservan de él. El Beato Nicolás siempre es­tuvo convencido de la santidad de su amigo fray Luis. Una carta que le es­cribió terminaba así: «Rogad a Dios por mí, Sancte Ludovice Bertrán». Y una vez, desde el púlpito, dijo ante mucha gente: «Yo no soy santo, pero fray Luis Bertrán, sí».

Otro gran amigo de fray Luis, como veremos, fue San Juan de Ribera, arzobispo de Valencia  (1569-1611), al estilo reformador de Trento, como por entonces lo eran en Milán San Carlos Borromeo o en Lima Santo Toribio de Mogrovejo.

 

–Muerte en el día previsto

El uno de enero de 1581 cumplió fray Luis sus cincuenta y cinco años, sabiendo que iba a morir pronto. Conoció incluso la fecha: el 9 de octubre, fiesta de San Dionisio y compañeros mártires. Ese conocimiento, así cons­ta, llegó a hacerse público en Valencia. Así por ejemplo, en los primeros meses de ese año, el prior de la Cartuja de Porta-Coeli se enteró de tal fe­cha por el Patriarca y por otras personas, y al volver al monasterio escri­bió en un papel: «Anno 1581, in festo Sancti Dionisii, moritur fr. Ludovi­cus Bertrandus». Selló luego el papel, y lo guardó en la caja fuerte del mo­nasterio con el siguiente sobreescrito: «Secreto que ha de ser abierto en la fiesta de Todos los Santos del año 1581».

Todavía predicó San Luis algunos sermones importantes, pero ya no pensaba sino en morir en los brazos de Cristo. Pero tampoco entonces le dejaban tranquilo, y por su celda de moribundo pasaba una procesión in­terminable de visitantes, llenos de solicitud y veneración. Aún hizo algu­nos milagros, y uno de ellos estando en su lecho de muerte. A ruegos de su buen amigo el caballero don Juan Boil de Arenós, cuya hija doña Isabel estaba agonizando de un mal parto, consiguió con su oración volverla a la salud.

El más asiduo y devoto de sus visitantes fue el Patriarca, San Juan de Ribera, tanto que terminó por llevarse al enfermo a su casa arzobispal de Godella. Allí el arzobispo, según cuentan testigos, «le componía la cama, le acomodaba los paños de las llagas que tenía en las piernas y besábalas con profunda humildad y devoción».

Según refiere el padre Antist, «él mismo le cortaba el pan y la comida. Daba también la bendición y las gra­cias y, en más de una ocasión, le sirvió de rodillas la bebida y aun le ponía los bocados en la boca. Acabada la cena, se estaba muchas veces el Pa­triarca con fray Luis hablando de cosas del espíritu en la ventana, porque el benigno padre gustaba en extremo de mirar al cielo, que, en fin, era su casa». Del contenido de aquellas altas conversaciones, sólo los ángeles de Dios guardan relación exacta.

Vuelto al convento, aún vive un mes postrado. Y cuando algunos amigos le hacen música en la celda, él esconde su rostro bañado en lágrimas bajo la sábana, pues ya presiente la bienaventuranza celestial. El 6 de octubre pregunta en qué día está, y cuando se lo dicen, hace la cuenta: «¡Oh, ben­dito sea Dios! ¡Aún me quedan cuatro días!». Cuando llegó el día, se volvió hacia San Juan de Ribera, su amado arzobispo: «Monseñor, despídame, que ya me muero. Dadme vuestra bendición».

Y ese día murió, justamente, el 9 de octubre de 1581, fiesta de San Dio­nisio y compañeros mártires. Paulo V lo beatificó en 1608, y Clemente X lo incluyó en 1671 entre los santos de Cristo y de su Iglesia.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

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