(547) Cristo glorioso (y 5)- Vivir en Cristo y para Él
–¿Esta mini-serie sobre el «Cristo glorioso» la ha escrito porque estamos en el Tiempo Pascual?
–Así es. Y así es «porque de la abundancia del corazón habla la boca».
—El Segundo Adán, Jesucristo, es «todo» para nosotros
Jesucristo inicia y vivifica en los cristianos una raza nueva de «hombres celestiales». «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante. El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales» (Col 15,45.47-48). Jesucristo es, pues, para nosotros
–el Pastor que nos guarda y guía, el que en la cruz dio la vida por sus ovejas, para vivificarlas con vida sobreabundante (Jn 10,1-30).
–La Vid santa, en la que estamos injertados como sarmientos, y de la que recibimos savia y fruto (Jn 15,1-8). Israel, la viña plantada y cuidada por Yavé (Jer 2,21; Ez 15,6; 19,10-14; Os 10,1; Sal 79), es ahora la Iglesia.
–«La Cabeza del cuerpo de la Iglesia» (Col 1,18): él es «la Cabeza, por la cual el cuerpo entero, alimentado y trabado por coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento divino» (2,19; +Ef 1,23;5,23-30; 1Cor 12). Los que somos de Cristo (1Cor 15,23), hemos sido «creados en Cristo Jesús, para hacer buenas obras, que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos» (Ef 2,10).
–«La Roca viva, rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa a los ojos de Dios» (1Pe 2,4), y sobre la cual edificamos nuestras vidas como «piedras vivas».
–«El Médico» que viene a curar todas las enfermedades del hombre, causados por el demonio, el mundo y la carne. «No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos. Yo no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2,17).
–«eEl Camino» (Jn 14,6). Sin él, perdidos, extra-viados.
–«La Resurrección y la Vida» (11,25), la fuente de nuestro vida temporal y eterna, inmortal.
–«La Luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas» (8,12). El que anda a obscuras, no sigue a Cristo.
–«El Pan vivo bajado del cielo» (6,51), que nos hace inmortales.
–El Agua viva, que quita la sed: «si alguno tiene sed, venga a mí y beba» (7,37; +4,10).
–El Vino que alegra el corazón: «bebed todos, que ésta es mi sangre» (Mt 26,27).
–La Alegría que necesitamos para vivir: «alegráos siempre en el Señor; de nuevo os digo, alegráos» (Flp 4,4).
Señor Jesús, tú eres TODO para mí: cabeza y pastor, vida y luz, pan y vino, médico, agua y roca, camino, alegría y resurrección final. Por eso: «Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (Sal 17,2-3).
Digamos con Tomás de Kempis: «Dame, oh dulce y bondadoso Jesús, alegrarme en ti sobre todas las cosas creadas, sobre toda salud y belleza, sobre toda gloria y honor, sobre todo poder y dignidad, sobre toda ciencia y sabiduría, sobre toda riqueza y arte, sobre toda alegría y encanto, sobre toda dulzura y consuelo, sobre toda esperanza y promesa, sobre todo merecimiento y deseo, sobre todos los dones que tú puedes dar y repartir, sobre todo gozo y satisfacción que pueda sentir el corazón, por encima también de ángeles y arcángeles y sobre la corte del cielo, por encima de todo lo visible e invisible, por encima, Dios mío, de todo lo que no seas tú» (Imitación de Cristo, III,23).
–Vivir en Cristo: de Él, por Él, con Él, para Él
Ahora, pues, los cristianos vivimos en Cristo (Rm 16,12; 1Cor 1,9; Flp 4,1-7), por él (1Tes 5,9), con él (Rm 6,4;8,17; Gál 2,19; Ef 2,5-6; 2Tim 2,11-12), revestidos de él (Rm 13,14; Gál 3,27), imitándole siempre (Jn 13,15; 1Cor 11,1; 1Tes 1,6; 1Pe 2,21). Pero imitándole no como si fuera un modelo exterior a nosotros, sino con una docilidad constante a la íntima acción de su gracia en nosotros. Porque Cristo está en nosotros (Rm 8,10), habita en nosotros (Ef 3,17), se va formando día a día en nosotros (Gál 4,19). Y esto es así porque el Padre nos envió a su Hijo «para que nosotros vivamos por él» (1 Jn 4,9; +Jn 5,26; 6,57). Por tanto, el ideal de todo cristiano será aquello de San Pablo: «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
–Engendrar a Cristo en nosotros: «madres de Jesús»
«Quien hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, ymi madre» (Mt 12,50). Somos madres de Cristo, concebido en nosotros en el bautismo por el agua y el Espíritu, como en María: «por obra del Espíritu Santo».
Y «Cristo habita por la fe en nuestros corazones» (Ef 3,17): por la fe y el amor, por la oración y los sacramentos, por la gracia y las virtudes. Vive en nosotros en la medida que, incondicionalmente, con toda nuestra atención y docilidad, le dejamos –pensar en nuestro pensamiento –querer-amar en nuestra voluntad y afectos –obrar en nuestras obras –hablar en nuestras palabras –recordar en nuestra memoria, tan perdida. Todo lo cual es imposible si por su Pasión y muerte no somos capacitados de morir al hombre viejo y carnal.
Estamos, pues, embarazados de Cristo, que vive en nosotros para que vivamos de Él. Evitamos todo lo que pueda matar, lesionar o disminuir su vida en nosotros: el pecado mortal y otros pecados leves. Su Presencia viva y operante arde en nosotros como una llama, que ha de ser protegida, alimentada –actos de amor, lecturas, oraciones, sacramentos, buenas obras–, adorada, manifestada a los demás…
–Cuidar en nosotros a Jesús niño, para que vaya creciendo en nosotros, y se haga plenamente hombre
Y así «alcancemos todos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, como varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo, para que ya no seamos niños» (Ef 4,13-14), «niños en Cristo», (1Cor 3,1-3). Es el empeño apasionado de San Pablo: «Tendréis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres; que quien os engendró en Cristo, por el Evangelio, fui yo» (1Cor 4,15). «¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros!» (Gal 4,20).
–Cualquier pecado disminuye en nosotros a Cristo ¡o lo mata, si es mortal! Gastos inútiles de tiempo, de dinero, de atención. Gestiones y obras realizadas por amor propio, por ambición, por falta de confianza en Dios, o simplemente: por propia voluntad. Todo lo que sea egoísmo, vanidad, falsedad, impureza… todo eso es debilitar o matar la vida de Cristo en nosotros. Y ése es el mayor horror del pecado: no dejarle vivir plenamente en nosotros.
–«Conviene que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Acallar nuestros pensamientos, planes, deseos, proyectos, temores, dudas: basura muerta; todo eso no vale para nada. Y así dejarle vivir a Cristo en nosotros, en todo momento. «El espíritu [de Jesús] es el que da vida, la carne no aprovecha para nada» (Jn 6,63).
Silenciado y muerto el hombre viejo-carnal, con toda su efervescencia continua de pensamientos, voluntades y sentimientos, podremos decir: «estoy crucificado con Cristo; y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó se entregó por mí» (Gal 2,19-20). Es lo que Santa Teresa pide al Señor: «Esté callado o hablando / haga fruto o no le haga… / esté penando o gozando / sólo Vos vivid en mí. / ¿Qué mandáis hacer de mí?» (Sta. Teresa).
–Amigos de Jesucristo
«Ya no os digo siervos, os digo amigos» (Jn 15,15). Los cristianos somos los amigos de Cristo, elegidos por él (15,16). Toda la vida cristiana ha de entenderse como una amistad con Jesucristo, con todo lo que ésta implica de elección libre, conocimiento personal, mutuo amor, relación íntima y asidua, colaboración, unión inseparable, voluntad de agradarse y no ofenderse. Esa es la amistad que nos hace hijos del Padre, y que nos comunica el Espíritu Santo.
Santa Teresa de Jesús enseña con una convicción firmísima que la amistad con Jesucristo es el camino principal de la espiritualidad cristiana. «Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Es ayuda y da fuerza, nunca falta, es amigo verdadero. Y yo veo claro que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad que se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia; me lo ha dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que, señor, no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación; por aquí va seguro. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes» (Vida 22,6-7).
Algunos pseudo-místicos, proponiendo una oración al estilo del zen, pensaban que «apartarse de lo corpóreo», ¡de la humanidad de Cristo! era condición indispensable para llegar a la plena contemplación y unión con Dios. Contra esto la Santa arguye con energía que «no ha de entrar en esta cuenta la sacratísima Humanidad de Cristo» (22,8). Ya lo dijo Jesús: «Nadie llega al Padre sino por mí» (Jn 14,6). «Que nosotros adrede y de propósito nos acostumbremos a no procurar con todas nuestras fuerzas traer delante siempre –y pluguiese al Señor que fuese siempre– esta sacratísima Humanidad, esto digo que no me parece bien, y que es andar el alma en el aire, porque parece que no trae arrimo, por mucho que le parezca anda llena de Dios. Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos traerle humano» (22,9).
–El Sagrado Corazón
En este mismo sentido nos enseña la Iglesia que el culto al sagrado Corazón de Jesús «se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana» (Pío XII, enc. Haurietis aquas 15-V-1956, 29). Por otra parte, tantas veces Jesucristo ha sido y es odiado, menospreciado u olvidado, que, como dice Pío XI, «el espíritu de expiación y reparación» tiene justamente «la primacía y la parte más principal en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús» (enc. Miserentissimus Redemptor 8-V-1928, 9).
Pablo VI declaró la excelencia de este culto y devoción, relacionándolos profundamente con el misterio de la Eucaristía (cta. apost. Investigabiles divitias Christi 6-II-1965). Y ésta sin duda ha sido siempre la espiritualidad de los santos: conocer y amar a Jesucristo.
–Rasgos de la amistad con Cristo
Nos decimos amigos de alguien cuando le conocemos personalmente, tenemos con él trato, trato íntimo, le ayudamos y colaboramos, no le ofendemos, le queremos y nos acordamos de él, y en él hallamos consuelo y alegría.
–Conocerle, personalmente, no sólo de oídas: oración, meditación, sacramentos, Palabra de Dios, verle en prójimos, pobres, etc. ¡Lo más importante de los Evangelios! Para eso han sido escritos (Jn 20,30-31).
–Amarle, quererle, recordarle, «traer de él memoria continua» (San Hipólito,Traditio apostolica), y procurar que también otros le amen. Es la acción apostólica.
–Trato asiduo, no de ciento a viento, o solamente en las situaciones de angustia y necesidad. La gratuidad y la asiduidad son notas propias de la verdadera amistad. Los amigos procuran estar juntos siempre que pueden: «son inseparables». Es la oración. La oración continua.
–Intimidad amistosa. También se ven asiduamente funcionarios, colegas, etc. Pero no: la amistad implica intimidad amistosa, facilidad para la consulta, la petición, el desahogo, el comentario.
–Servirle, co-laborar en todos sus empeños. En la amistad con Cristo, para glorificar al Padre y salvar a los hombres. Nos ha elegido, llamado y consagrado como «compañeros y co-laboradores» (Mc 3,14). Para vivir con él y para él.
–No ofenderle ni disgustarle en nada. Procurar que no le ofendan, sufrir por los que le ofenden: «arroyos de lágrimas bajan de mis ojos por los que no cumplen tu voluntad» (Sal 118, 136).
–Confortación. El amigo de Cristo busca también en Él su consuelo y alegría, y en las criaturas sólo lo pretende en segunda instancia. En principio, tendamos a buscar toda luz y confortación en Cristo mismo.
—Final
Dios «nos libró del poder de las tinieblas y nos hizo entrar en el Reino de su Hijo muy querido, en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados. El es la Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades: todo fue creado por medio de él y para él. El existe antes que todas las cosas y todo subsiste en él. El es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. El es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,13-20).
Aleluya, aleluya, aleluya.
José María Iraburu, sacerdote
6 comentarios
Él es el Rey del Reino de Dios ; porque para esto nació de Santa Maria Virgen ,y para esto vino al mundo; para ser Rey.
El día que todos los hombres y mujeres de la tierra comprendamos esta realidad ; Jesucristo vendrá a restaurar la tierra ,por Él creada para ser habitada ; y hacer realidad el Reino de Dios para todos los hombres y mujeres dignos de vivir en la tierra para siempre ; por toda la eternidad : La sociedad definitiva !!!
Que el Señor lo bendiga,padre José Maria ; con muchos años de vida entre nosotros !!!
muchas Gracias Padre JMI
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JMI.-Bendición +
Una enfermera abortista de Bilbao se convierte en el Himalaya
www.youtube.com/watch?v=CjHFdjO5Tpg
Vivir en Cristo y para Él
¡Cristo vence!
Alabado sea el Señor Jesucristo; sea por siempre bendito y alabado. A Él toda gloria por siempre. Amén.
Gracias estimado Padre Iraburu
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JMI.- Gracias. Bendición +
Con respecto a la amistad con Cristo, Benedicto XVI dijo también cosas edificantes:
«Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad. En esta comunión de pensamiento con Jesús debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo meramente intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad, y por tanto también del obrar. Eso significa que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él. Debemos escucharlo en la lectio divina, es decir, leyendo la sagrada Escritura de un modo no académico, sino espiritual. Así aprendemos a encontrarnos con el Jesús presente que nos habla. Debemos razonar y reflexionar, delante de él y con él, en sus palabras y en su manera de actuar. La lectura de la sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe brotar de la oración y llevar a la oración.
Los evangelistas nos dicen que el Señor en muchas ocasiones -durante noches enteras- se retiraba "al monte" para orar a solas. También nosotros necesitamos retirarnos a ese "monte", el monte interior que debemos escalar, el monte de la oración. Sólo así se desarrolla la amistad. Sólo así podemos desempeñar nuestro servicio sacerdotal; sólo así podemos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres.»
«¿Qué es realmente la amistad? Ídem velle, ídem nolle – querer y no querer lo mismo, decían los antiguos. La amistad es una comunión en el pensamiento y el deseo. El Señor nos dice lo mismo con gran insistencia: «Conozco a los míos y los míos me conocen» (cf. Jn 10,14). El Pastor llama a los suyos por su nombre (cf. Jn 10,3). Él me conoce por mi nombre. No soy un ser anónimo cualquiera en la inmensidad del universo. Me conoce de manera totalmente personal. Y yo, ¿le conozco a Él? La amistad que Él me ofrece sólo puede significar que también yo trate siempre de conocerle mejor; que yo, en la Escritura, en los Sacramentos, en el encuentro de la oración, en la comunión de los Santos, en las personas que se acercan a mí y que Él me envía, me esfuerce siempre en conocerle cada vez más. La amistad no es solamente conocimiento, es sobre todo comunión del deseo. Significa que mi voluntad crece hacia el «sí» de la adhesión a la suya. En efecto, su voluntad no es para mí una voluntad externa y extraña, a la que me doblego más o menos de buena gana. No, en la amistad mi voluntad se une a la suya a medida que va creciendo; su voluntad se convierte en la mía, y justo así llego a ser yo mismo. Además de la comunión de pensamiento y voluntad, el Señor menciona un tercer elemento nuevo: Él da su vida por nosotros (cf. Jn 15,13; 10,15). Señor, ayúdame siempre a conocerte mejor. Ayúdame a estar cada vez más unido a tu voluntad. Ayúdame a vivir mi vida, no para mí mismo, sino junto a Ti para los otros. Ayúdame a ser cada vez más tu amigo.
El yugo de Cristo es idéntico a su amistad. Es un yugo de amistad y, por tanto, un «yugo suave», pero precisamente por eso es también un yugo que exige y que plasma. Es el yugo de su voluntad, que es una voluntad de verdad y amor. Así, es también para nosotros sobre todo el yugo de introducir a otros en la amistad con Cristo y de estar a disposición de los demás, de cuidar de ellos como Pastores.»
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Bendición + José María Iraburu
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