(532) Evangelización de América, 59. Perú. Santo Toribio: calumnias; lenguas indígenas (2)
–¿Y por que fue perseguido Santo Toribio siendo tan bueno con todos?
–Precisamente por serlo. Como nuestro Señor Jesucristo.
El proceder de los Santos siempre ha ocasionado la persecución de los mediocres y más aún de los malos. El santo Arzobispo Mogrovejo no fue exceptuado de esta ley mundana.
–Protestas, acusaciones y calumnias
A no pocos capitalinos de Lima no les hacían ninguna gracia las interminables ausencias del señor Arzobispo. Muy conscientes de vivir en la Ciudad de los Reyes –éste fue el nombre primero de la capital–, no se conformaban con tener habitualmente un sustituto del Señor Arzobispo, aunque éste fuera el prudentísimo don Antonio de Valcázar, provisor. No debe, pues, extrañarnos que un grupo de canónigos del Cabildo limense, molestos con el Arzobispo por un par de cuestiones, escribieran al rey con amargura:
«Para más nos molestar, ha casi siete años que anda fuera de esta ciudad so color de que anda visitando… Pudiendo hacer la Visita en breve tiempo, se está en los Partidos hasta los fenecer» (30-4-1590). El oidor Ramírez de Cartagena confecciona primorosamente un Memorial al rey, engendro contrario al Santo, que entregó al funesto Virrey nuevo del Perú, don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, el cual tuvo buen cuidado de hacerlo llegar al Consejo de Indias. Otros varios se unen también contra Santo Toribio con pleitos y cartas de agravios dirigidas al rey.
El Virrey estimula estas difamaciones contra el Arzobispo, y se apresura para hacer llegar todas estas quejas a la Corte. El mismo escribe al rey que el Arzobispo «y sus criados andan de ordinario entre los indios comiéndoles la miseria que tienen». Y añade delicadamente: «y aún no sé si hacen cosas peores… Todos le tienen por incapaz para este Arzobispado» (1-5-1590). Y en otra carta: «Hará ocho meses que está fuera de aquí… Es muy enemigo de estar a donde vean la poca compostura y término que en todas las cosas tiene» (12-4-1594).
El rey, que mucho aprecia al Santo, llega a creer, al menos en parte, las acusaciones, y en una cédula real le ruega y le exige que excuse «las dichas salidas y visitas todo cuanto fuere posible». Con todo respeto, el Arzobispo escribe al rey, recurre en consulta al Consejo de Indias, alega siempre los imperativos de su oficio pastoral, cita las normas dadas por Trento, y no muda su norma de conducta, asegurando, como atestigua don Gregorio de Arce, que «andar en las visitas era lo que Dios mandaba», y que en ellas él «se ponía en tan graves peligros de mudanzas de temples [climas], de odio de enemigos, de caminos que son los más peligrosos de todo el mundo», hasta el punto que «muchas veces estuvo en peligro de muerte», y que todo «esto hacía por Dios y por cumplir con su obligación».
Santo Toribio, como buen hidalgo castellano, tuvo siempre gran aprecio por el rey, y no despreció tampoco a sus contradictores, especialmente al Consejo de Indias. Pero jamás permitió que el César se entrometiera en las cosas de Dios indebidamente, y en lo referente a las visitas passtorales nunca modificó su norma de vida episcopal. Más aún, como veremos, logró que en el III Concilio limeño, con la firma de todos los padres asistentes, se hiciera de su conducta personal norma canónica para todos los obispos.
–Lenguas indígenas
En el antiguo imperio de los incas se hablaban innumerables lenguas. El padre Acosta, S. J., al tratar de hacer el cálculo, pierde la cuenta, y termina diciendo que unos centenares (De procuranda Indorum salute I,2; 4,2 y 9; 6,6 y 13; Historia natural 6,11). Ya en 1564 se disponía de un Arte y vocabulario de la lengua más común, el quechua, libro compuesto por fray Domingo de Santo Tomás y publicado en Valladolid.
Pero los padres y misioneros, fuera de algunas excepciones, no se animaban a aprender las lenguas indígenas, pues eran muy diversas y había poca estabilidad en los oficios pastorales, de manera que la que hoy se aprendía, mañana quizá ya no les servía. De hecho, a la llegada de Santo Toribio al Perú, todavía los indios aprendían la doctrina «en lengua latina y castellana sin saber lo que dicen, como papagayos». Es de notar que la acción misionera en México había ido mucho más adelante en la asimilación de las lenguas.
«Fue arduo el problema lingüístico del Perú, observa Rodríguez Valencia. Pero era necesario resolverlo, por gigantesco que fuera el esfuerzo. Y es de justicia y de satisfacción mencionar a los Virreyes, Presidentes y Oidores de Lima, que prepararon con su pensamiento y su denuedo de gobernantes el camino a la solución misional de Santo Toribio» (I,347). Solórzano sintetiza la posición de aquéllos: «No se les puede quitar su lengua a los indios. Es mejor y más conforme a razón que nosotros aprendamos las suyas, pues somos de mayor capacidad» (Política indiana II,26,8). Muchas veces se discutió en el Consejo de Indias la posibilidad de unificar toda América en la lengua castellana. La tentación era muy grande, si se piensa en la escuela y la administración, la actividad económica y la unidad política. Pero «triunfó siempre el criterio teológico misional de llevar a los indios el evangelio en la lengua nativa de cada uno de ellos. Se vaciló poco en sacrificar el castellano a las necesidades misionales» (Rgz. Valencia I,347). De hecho, solamente «en 1685 se toman providencias definitivas para unificar la lengua de América en el castellano, pues hasta entonces, por fuerza de la evangelización en lengua nativa, estaba “tan conservada en esos naturales su lengua india, como si estuvieran en el Imperio del Inca”» (I,365).
El Virrey Toledo
Don Francisco Álvarez de Toledo (1515-1582), hijo del conde de Oropesa, caballero de la orden militar-religiosa de Alcántara, amigo íntimo de Carlos I de España (1500-1558), quinto Virrey del Perú (1569-1581), fue el gran organizador del Virreinato hispano-inca del Perú. Lo visitó personalmente casi entero, y concretamente fue «el adalid seglar de la lengua indígena, “que [según decía] es el instrumento total con que han de hacer fruto [los sacerdotes] en sus doctrinas”» (I,348). Bajo su influjo, el rey Felipe II prohibió la presentación de clérigos para Doctrinas si no sabían la lengua indígena.
–Cátedras de lenguas indígenas
Por otra parte, si ya Loaysa en 1551 había iniciado en su propia catedral limeña una Cátedra de lengua indígena, en 1580 el rey Felipe II dispuso que en Lima y en todas las ciudades del Virreinato se fundaran estas Cátedras, que tenían una finalidad predominantemente misional. En efecto, en ellas habían de hacer el aprendizaje necesario el clero y los religiosos, y por ellas se pretendía
que los naturales «viniesen en el verdadero conocimiento de nuestra santa fe católica y Religión Cristiana, olvidando el error de sus antiguas idolatrías y conociendo el bien que Nuestro Señor les ha hecho en sacarlos de tan miserable estado, y traerlos a gozar de la prosperidad y bien espiritual que se les ha de seguir gozando del copioso fruto de nuestra Redención» (19-9-1580). La dignidad cristiana de esta cédula real está a la altura del Testamento de Isabel la Católica.
Llegó al Perú la real cédula en la misma flota que trajo al Arzobispo Mogrovejo, quien procuró en seguida su aplicación, como veremos, en el III Concilio de Lima (1582-83). No muchos años después, pudo Santo Toribio escribir al rey elogiando al clero: «procuran ser muy observantes… y aprender la lengua que importa tanto, con mucho cuidado» (13-3-1589). En efecto, se dice en una relación de 1604, que hay en el arzobispado «ciento veinte Doctrinas de Clérigos, y figura una relación de un centenar de sacerdotes seculares de la Diócesis que saben la lengua… Esa cifra da idea de la marcha rápida e implacable de la imposición de la lengua indígena en el [inmenso] Arzobispado de Lima» (Rgz. Valencia I,364).
Puede, pues, decirse que «el esfuerzo misional de las lenguas indígenas retrasó en más de un siglo la unificación del idioma en América. Prevaleció el criterio teológico y se sacrificó el castellano» (I,364). Ésa es la causa histórica de que todavía hoy en Hispanoamérica sigan vivas las lenguas aborígenes, como el quechua, el aymará o el guaraní.
–Imprentas
La primera obra que se imprimió en el Virreinato del Perú fue en 1584, en Lima. Compuesta en quechua, aimara y español, llevaba por título Doctrina cristiana y catecismo para instrucción de los indios y de las demás personas, que han de ser enseñadas en nuestra sancta fe; con un confesonario y otras cosas necesarias. Pronto se publicaron otros libros, a veces en latín, español y alguna lengua amerindia, que contribuyeron notablemente al encuentro de la cultura europea y las civilizaciones de Sud América.
En el Virreinato de Nueva España, México, el proceso fue más temprano. El Arzobispo de México, fray Juan de Zumárraga, con el permiso y la ayuda del Virrey Mendoza, en 1536, introdujo la imprenta primera de México y del continente Americano.
–A cada uno en su lengua
Santo Toribio de Mogrovejo, que ya quizá en España estudiara el Arte y vocabulario quechua, a poco de llegar en 1981 a Lima, como lo informa al Papa –«desde que vine a este Arzobispado de los Reyes»–, usaba el quechua para predicar a los indios y tratar con ellos. Siendo tantas las lenguas, solía llevar intérpretes para hacerse entender en sus innumerables visitas. No poseía el santo Arzobispo el don de lenguas de un modo habitual, pero en algunos casos aislados lo tuvo en forma milagrosa, como la Sagrada Congregación reconoció en su Proceso de beatificación.
En una ocasión, por ejemplo, según informó un testigo en el Proceso de Lima, entró a los panatguas, indios de guerra infieles. Salieron éstos en gran número con sus armas y le rodearon, «y su Señoría les habló de manera que se arrojaron a sus pies y le besaron la ropa». Uno de los intérpretes quiso traducir al señor Arzobispo lo que los indios le decían «en su lengua no usada ni tratada», pero éste le contestó: «Dejad, que yo los entiendo». Y comenzó a hablarles en lengua para ellos desconocida «que en su vida habían oído ni sabido… y fue entendido de todos, y vuelto a responder en su lengua». En esta forma asombrosa «los predicó y catequizó y algunos bautizó y les dió muchos regalos y dádivas, con que quedaron muy contentos». Fundó allí una Doctrina, dejando un misionero a su cargo.
Puede afirmarse que, al menos en el primer siglo de la evangelización de América hispana, los misioneros tuvieron un conocimiento de las lenguas indígenas, tratando en ellas con los indios, al mismo tiempo que componían vocabularios y catecismos, himnos y canciones –que aún perduran–, mucho mayor que el tenido más tarde por los pastores sagrados hasta el día de hoy.
José María Iraburu, sacerdote
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