(531) Evangelización de América, 58. Perú. Santo Toribio, arzobispo de Lima (1)
–Estas vidas parecen imposibles.
–San Juan Crisóstomo, comentando la vida del Apóstol: «Qué es el hombre, cuán grande su nobleza y cuánta su capacidad de virtud lo podemos colegir sobre todo de la persona de San Pablo». Algo así diremos de Santo Toribio.
–Un buen cristiano
Toribio Alfonso de Mogrovejo nació en Mayorga, hoy provincia de Valladolid, en 1538, de una antigua familia noble, muy distinguida en la comarca. Su padre, don Luis, «el Bachiller Mogrovejo», como le decían, fue regidor perpetuo de la villa, y su madre, de no menor señorío, fue doña Ana de Robledo. Tuvo dos hermanos mayores, Luis y Lupercio, y dos hermanas menores, Grimanesa y María Coco, que habría de ser religiosa dominica. Muertos los dos primeros, a él le correspondió el mayorazgo de los Mogrovejo. Recordaremos aquí su vida según la amplia y excelente biografía de Vicente Rodríguez Valencia, y la más breve de Nicolás Sánchez Prieto.
Su educación fue muy cuidada y completa. A los 12 años estudia en Valladolid gramática y retórica, y a los 21 años, en 1562, comienza a estudiar en Salamanca, una de las universidades principales de la época, que sirvió de modelo a casi todas las universidades americanas del siglo XVI. En Salamanca le ayudó mucho, en su formación personal y en sus estudios, su tío Juan de Mogrevejo, catedrático en Salamanca y en Coimbra.
Al parecer, pasó también en Coimbra dos años de estudiante, y se licenció finalmente en Santiago de Compostela, adonde fue a pie en peregrinación jacobea. En 1571 gana por oposición una beca en el Colegio Mayor salmantino de San Salvador de Oviedo. Uno de sus condiscípulos del Colegio, su amigo don Diego de Zúñiga, fue importante, como veremos, en ciertos pasos decisivos de su vida.
Como es frecuente en los santos, ya desde chico da Toribio signos precoces de las maravillas que Cristo va obrando en él. Su capellán más íntimo, Diego de Morales, afirma que «desde sus tiernos años consagró a Dios su virginidad», y que la defendió con energía cuando fue puesta a prueba con ocasión de una broma de estudiantes. En su tiempo de universitario, continuó en él la manía de dar limosna,que ya tenía desde niño, y acostumbraba contentarse con pan y agua en desayuno y cena. El rector del Colegio Mayor salmantino en que vivía hubo de llamarle la atención por la dureza de las mortificaciones que practicaba. Una testigo de Villaquejido, donde Toribio solía ir en las vacaciones escolares y universitarias, pues era el pueblo natal de su madre, “dijo que era tan buen mozo y tan buen cristiano como no lo vio en su vida”» (Rdgz. Valencia I,91).
Por influjo quizá de su amigo Zúñiga, oidor entonces de la Audiencia de Granada, don Toribio fue nombrado Inquisidor de Granada, función muy alta y delicada, en la que permaneció cinco años. Tenía entonces 35, y fue aquél un tiempo muy valioso para él, pues aprendió a ejercitar el discernimiento y la prudencia, sirviendo a la pureza de la fe en aquella sociedad compleja, en la que moriscos y abencerrajes estaban mezclados con la población cristiana.
–El arzobispo Gerónimo de Loaysa
El dominico fray Gerónimo de Loaysa (1498-1575) fue el primer obispo de Lima (1541), y primer arzobispo (1546). Fue Loaysa «sintetizador de las reivindicaciones que las grandes personalidades cristianas del Perú hicieron en favor de los naturales durante el siglo XVI», como dice Manuel Olmedo Jiménez (299). Y mereció realmente ser llamado Pacificador de españoles y protector de indios, pues lo fue de verdad, «sin más pretensiones lascasianas, sino midiendo la propia realidad de los hechos y sus verdaderas posibilidades de acción» (ib.). En su tiempo se celebraron los Concilios regionales I de Lima (1552) y II de Lima (1567), que habian de aplicar en el continente sudamericano las doctrinas y normas de Trento.
A él debemos los Avisos breves para todos los confesores destos Reinos del Perú, donde tan gravemente se urgían las conciencias de los españoles (ib. 309-313). Fue co-fundador de la Universidad de san Marcos, la más antigua de América (1548), hasta hoy activa, y fundó el Hospital de los pobres, donde tuvo su lecho de muerte. Ya en 1556 Loaysa pidió al rey ser relevado de su cargo, alegando «no puedo cumplir con la carga y oficio que tengo», pues se veía enfermo y agotado (Rgz. Valencia I,194). Murió en 1575.
–Santo Toribio, segundo arzobispo de Lima
Por aquellos años, tanto el rey como el Consejo de Indias recibían continuas solicitudes de virreyes y gobernadores, para que mandaran a las Indias obispos jóvenes, abnegados y fuertes, pues tanto el empeño misionero como el gobierno eclesiástico de aquellas regiones, apenas organizadas, requerían hombres de mucho temple y energía.
En marzo de 1578, siendo don Diego de Zúñiga consejero en el Consejo de Indias, don Toribio de Mogrovejo es designado para arzobispo de Lima. En ocasión solemne, Felipe II afirma: «la elección que yo hice de su persona»… Es entonces Mogrovejo solamente clérigo de primera tonsura, y tiene 39 años. Se explica, pues, que necesitara tres meses para decidirse a aceptar el nombramiento, en agosto. Recibe en Granada las órdenes menores y el subdiaconado, y allí mismo, donde continúa dos años como Inquisidor, el subdiaconado, el diaconado y el sacerdocio presbiteral.
Prepara en esos años su viaje a América, donde le van a acompañar veintidós personas, entre ellas su hermana Grimanesa, con su marido don Francisco de Quiñones. Se despide en Mayorga de su madre doña Ana, y visita en Madrid el Consejo de Indias. Es ordenado obispo en Sevilla, donde está la llave que abre las puertas de las Indias, y por fin, en setiembre de 1580, desde Sanlúcar de Barrameda, parte con los suyos en la flota que va al Perú.
–La diócesis de Lima
La tarea apostólica de Santo Toribio iba a desarrollarse en una arquidiócesis limeña de enorme extensión, unos mil por trescientos kilómetros. Abarcaba, en efecto, desde Chiclayo y Trujillo al norte, hasta Ica al sur, más las regiones andinas, desde Cajamarca y Chachapoyas hasta Huancayo y Huancavelica, y aún más al oriente por Moyobamba. A las ciudades ya nombradas se añadían Huaylas, Cinco Villas, Cañete, Carrión, Chancay, Santa, Saña –donde vino a morir–, más otros pueblos y unas 200 reducciones-doctrinas de indios. Actualmente hay diecinueve grandes diócesis en ese inmenso territorio.
Pero además era Lima una arquidiócesis de suma importancia eclesiástica, pues tenía como diócesis sufragáneas la vecina de Cuzco, las de Panamá y Nicaragua, Popayán (Colombia), La Plata o Charcas (Bolivia y Uruguay), Santiago y La Imperial, después trasladada a Concepción (Chile), Río de la Plata o Asunción (Paraguay) y Tucumán (Argentina). Es decir, casi toda Sudamérica y parte de Centroamérica quedaba presidida por este hombre de 43 años, recién hecho sacerdote y obispo.
–El gran arzobispo Mogrovejo
Mogrovejo asume, pues, la diócesis en los comienzos de su organización, tras seis años de sede vacante, con un clero diocesano y regular bastante numeroso, y con un Cabildo eclesiástico de hombres bien preparados en la Universidad limeña de San Marcos. Y sus veinticinco años de ministerio episcopal se distribuyen en una forma verdaderamente rigurosa y exacta, que denota un perfecto dominio de sí mismo. «No es nuestro el tiempo», solía decir. Éste fue, en síntesis, el calendario de su apostolado:
1581: Llegada de Santo Toribio a Lima, y primera salida de su sede, «para tomar claridad y lumbre de las cosas que en el concilio se habían de tratar». 1582-1583: III Concilio de Lima. 1584-1590: Primera Visita general. 1591: IV Concilio. 1593-1597: Segunda Visita. 1601: V Concilio. 1605-1606: Tercera Visita. Hizo también varias salidas en Visitas parciales, y cumpliendo la norma de Trento, celebró Trece Sínodos diocesanos. Murió en 1606.
Muy consciente de que la diócesis limeña, como todas las de entonces, era fundamentalmente misionera, Santo Toribio, a diferencia de otros obispos que se quedaban en su sede y dejaban a los religiosos y doctrinos la acción propiamente misional, se dedicó principalmente al apostolado entre los indios, limitando casi sus estancias en Lima a los tiempos en que se celebraron sus tres Concilios y los trece Sínodos diocesanos.
–Las visitas pastorales
Al narrar los hechos apostólicos de Santo Toribio, merecen memoria especial sus visitas pastorales, que conocemos bien por el Diario, y por el Libro de la Visita. Tenemos también los relatos y testimonios detallados de sus acompañantes Bernardino de Almansa, Juan de Vargas, Sancho Dávila, Hernando Martínez, Ramírez Berrio…
En los libros de visita todo quedaba anotado: estado de los indios, de la iglesia, de los ganados, telares y obras, estadísticas… Veamos como muestra la visita a la doctrina de Cajacay:
«Está junto a Chiclayo; hay 67 indios tributarios y 18 reservados, y 145 de confesión y 185 ánimas, grandes y chicas. Confirmó su Señoría Ilma., la vez pasada, en este pueblo 255 personas, y ahora 22. Hay cerca de este pueblo las estancias siguientes: Una estancia de Alonso de Migolla, que está media legua de este pueblo. Hay 20 personas. Otra estancia»… Y así va detallando hasta sumar 356 indios tributarios (Rgz. Valencia I,455).
Los secretarios de visita, que se turnaban para acompañar al señor arzobispo, quedaban agotados, pero él iba siempre adelante incansablemente, y no llevado por indígenas en litera o silla de manos, como era normal en los indios o españoles principales, sino siempre en mula o a pie, como dice Almansa, «sólo por no dar molestia ni trabajo a los indios». Viajaba en mula a veces por laderas asomadas a los abismos andinos, «que parecía milagroso dejarse de matar». O si no era posible entrar la cabalgadura, «muchas veces a pie, con las ciénagas y lodo hasta las rodillas y muchas caídas».
No era raro para él tener que pasar la noche al sereno. Utilizaba entonces la montura de la mula como cabezal. Y también le servía para cubrirse con ella en los aguaceros que a veces les sorprendían de camino, medio perdidos, lejos de cualquier tambo, en soledades donde nadie había para orientarles.
Los indios estaban con frecuencia dispersos fuera de las doctrinas y pueblos. Pero Santo Toribio no limitaba sus visitas pastorales a estos centros principales, ni empleaba delegados, sino que él mismo se allegaba, según los testimonios de sus acompañantes, «visitando personalmente y consolando a sus ovejas, no dejando cosa por ver… No dejando huaicos, cerros ni valles que él mismo por su persona no los visitase con grandísimo trabajo y riesgo de su vida… No contentándose con andar y visitar los pueblos grandes, sino los cortijos, pueblos y chácaras, aunque en ellos no hubiese más de tres o cuatro viejos… Muchas veces a pie».
Para dar la confirmación a una indiecita en alguna parte remota, allá «iba él propio a buscarla y la confirmaba, y no quería que pasase la dicha india ningún peligro en su persona; y Su Señoría lo quería pasar y la iba a buscar». Durante la peste de viruela, que diezmó las reducciones, él visitaba a los indios, entrando en sus chozas, «sufriendo el hedor que tenían, de suerte que, si no fuera con celo ferviente de caridad y amor, no se pudiera hacer ni sufrir». Tampoco había zona de indios de guerra que le arredrase, como cuando entró en las montañas de Moyobamba. En aquella ocasión «le persuadieron y aconsejaron muchas personas y le requirieron que en ninguna manera entrase». Pero él allá se entró, «que por Dios más que aquello se había de pasar». Con todo esto, «algunos de los criados que llevaba se le despidieron y quedaron por no atreverse a entrar».
El apostolado no es otra cosa que mostrar a los hombres el amor que Dios les tiene en Cristo (+1Jn 4,16). Pues bien, el amor de Cristo a los indios del Perú se manifestó de forma conmovedora en las andanzas apenas imaginables que el santo arzobispo Mogrovejo pasó en sus visitas pastorales. Los incas habían dejado una incipiente red viaria, pero él hubo de ir muchas veces por caminos de cabras, «aptos sólo para ciervos» (cervis tantum pervia), como decía el padre Acosta, jesuita, su consejero principal.
Téngase en cuenta que la diócesis de Lima iba desde los calurosos llanos hasta las alturas de los Andes, cuyas cimas alcanzan allí los 7.000 metros de altura. Ni siquiera sus criados indios aguantaban a veces cambios climáticos tan brutales. Pero el santo arzobispo, un día y otro, durante meses, durante muchos años, atravesó selvas, llanos y ciénagas, valles y ríos, o se remontó a aquellas alturas majestuosas, que avistaban cortinas sucesivas de montes y montañas, entre cortados precipicios, con un río quizá allá abajo, apenas un hilo de plata dos kilómetros al fondo…
Mogrovejo iba siempre animando a todos, con buen semblante, unas veces detrás, recogido en oración, otras veces delante, abriendo camino, si el paso era peligroso, y en ocasiones cantando a la Virgen o semitonando aquellas Letanías del Concilio de Lima –así llamadas porque se incluyeron en la compilación de sinodales del Santo–, en las que por cierto se confesaba la Inmaculada Concepción de María y su gloriosa Asunción a los cielos varios siglos antes de su proclamación dogmática. Fray Melchor y el licenciado Cepeda, que en una ocasión le acompañaban, y le hacían coro, comentaban: «No parecía sino que venía allí un ángel cantando la letanía, con lo cual no se sentía el camino».
Es preciso repetirlo: resulta casi inimaginable lo que Santo Toribio pasó recorriendo aquellas inmensas distancias en sus visitas pastorales. Como los itinerarios de sus viajes quedaron registrados al detalle, puede calcularse con bastante exactitud que recorrió unos 40.000 kilómetros. Este hombre, de buena salud, pero de complexión no demasiado fuerte, que hasta los 43 años lleva una vida sedentaria, entre papeles y cartapacios, y que a esa edad inicia 25 años de vida pastoral, la mayor parte de ella de camino, en chozas, a la intemperie, a pan y agua, es una demostración patente de que el hombre sinceramente enamorado de Dios viene a participar de la omnipotencia divina, se hace tan fuerte como el amor que inflama su corazón, y puede con todo. Cumple además la exhortación del Apóstol: “alegraos siempre en el Señor” (Flp 3,4)..
–«No es nuestro el tiempo»
Su apasionado amor pastoral le llevaba a una entrega tan total que excluía todo descanso innecesario. Ni se le pasó por la mente tomar nunca vacaciones, por cortas que fueran. Y nunca viajó a España, aunque asuntos muy graves lo hubieran justificado a veces. Prefería enviar un delegado en su nombre. El sabía aquello de San Pablo, «el tiempo es corto» (1Cor 7,29).
Y no se le ocurría invertir una semana o un día o medio en visitas de cumplido, en conmemoraciones, bodas de plata, oro o diamante, inauguraciones diversas o fiestucas piadosas, que tantos veces acaparan las agendas de los Prelados. Incluso para ordenar obispos suyos sufragáneos, estando de visita pastoral en lugares alejados de Lima, hacía llegar al presbítero electo a donde él estaba; así lo hizo, por ejemplo, con fray Luis López, a quien consagró como obispo de Quito. «No es nuestro el tiempo». «La caridad de Cristo nos urge» (2Cor 5,14).
–La Providencia divina le hizo superar muchos peligros graves. Contaré sólo un par de ejemplos.
Una vez, queriendo llegar a Taquilpón, anejo a la doctrina de Macate, había de atravesar el río Santa, que estaba en crecida impetuosa. Allí no servían ni balsas de enea, ni flotadores de calabazas, ni los demás trucos habituales. Allí hubo que tender un cable de lado a lado, bien tenso entre dos postes, y atado el cuerpo del arzobispo con unas cuerdas y suspendido así del cable, fueron tirando de él desde la orilla contraria, con el estruendo vertiginoso del potente río a sus pies. Y una vez cumplida y bien cumplida su misión pastoral, con visita y muchas confirmaciones, otra vez la misma operación a la inversa.
En otra ocasión, bajando de las montañas, descendía a caballo una cuesta larguísima, «de más de cuatro leguas», La Cacallada, que le decían los indios, la pedregosa. Ya a oscuro, les pilló el estallido de una tormenta andina, con fragor de truenos, ecos redoblados, lluvia, oscuridad, estruendo. El arzobispo, acompañado de su criado Diego de Rojas, iba adelante, con tenacidad obstinada, y Diego se maravillaba «viendo la paciencia y contento con que el dicho señor arzobispo iba animando a los demás». A pesar de sus voces, se iba dispersando el grupo, todos a ciegas, «se fueron todos quedando, unos caídos y otros derrumbados con sus caballos». A una de éstas, el arzobispo se vió descalabrado en una caída aparatosa, tan fuerte que al criado «se le quebró el corazón de ver al señor arzobispo echado, desmayado en el lodo, donde entendió muchas veces que pereciera». Acudieron algunos a sus gritos, y todos pensaron que Santo Toribio estaba muerto, «helado y hecho todo una sopa de agua».
Pero cuando le levantaron, cobró conocimiento y algo de ánimo, y sostenido por los compañeros, descalzo –había perdido las botas hundidas en el barro–, retomó la subida, desmayándose varias veces por el camino. Cesó la tormenta, asomó la luna de parte de Dios, y allí divisaron un tambo, al que llegaron como pudieron. No había nadie. Sólo había silencio y soledad, noche y frío. Tumbado el arzobispo, helado, exangüe, quedó como muerto. Cuando así le vio su paje Sancho Dávila «se hartó de llorar al verlo de aquella suerte». Todos le daban por perdido, pero a él, a Sanchico, se le ocurrió sacar la lana de una almohada, y calentándola a la lumbre, frotar y calentar con ella al arzobispo, hasta que logró que volviera en sí. Ya de día comenzaron a llegar algunos indios, y el Santo se encontraba de nuevo dispuesto a todo. Celebró la misa, predicó en lengua indígena «con tanto fervor y agradable cara como si por él no hubiera pasado cosa alguna». Allí dejó, en aquellas desolaciones de montaña, dos doctrinas que integraron a 600 indios.
–Confirmaciones
Mogrovejo, como Zumárraga, era un ministro apasionado de la Confirmación sacramental. Su capellán Diego de Morales cuenta que, acompañándole él en la visita de 1598 y 1599, con Juan de Cepeda, capellán también, y el negro Domingo, se les hizo la noche a orillas de un río muy caudaloso. Como no tenían más que un pan, el arzobispo lo dividió en cuatro, y así cenaron. Rezó el breviario, paseó un poco, y se acostó a dormir en el suelo, con la silla de la mula como cabezal. Al poco rato, se inició «un aguacero muy terrible», que duró hasta el amanecer, y él «no tuvo otro reparo más que taparse con el caparazón de la silla».
Muy de mañana, en ayunas, emprendieron la marcha a pie, y el arzobispo iba rezando las Horas mientras subían una gran cuesta. Y «como había pasado tan mala noche, se sintió fatigado», y hubieron de ofrecerle un bastón, pero él «no le quiso admitir hasta que pagaron a un indio, cuyo era, cuatro reales por él, y entonces le tomó». Llegó por fin, «sudando y fatigado del camino», a la doctrina que llevaba el dominico fray Melchor de Monzón. Allí fue a la iglesia, hizo oración, predicó a los indios en la misa, y estuvo confirmando hasta las dos del mediodía. Cuando se sentó a comer eran ya las tres, y estaba «bien cansado y trabajado».
Entonces se le ocurrió preguntar al padre doctrinero si faltaba alguno por confirmar. Tras algunas evasivas de éste, el arzobispo le exigió la verdad, y el padre hubo de decirle que a un cuarto de legua, en un huaico, había un indio enfermo. El arzobispo «se levantó de la mesa» y se fue allá con el capellán Cepeda. El indio estaba en un altillo, «que si no era con una escalera, no pudieran subir». Subió, lo animó y lo confirmó con toda solemnidad, como si hubiera «un millón de personas». Regresó después, a las seis de la tarde, y se sentó a comer…
Bien podían quererle los indios, que «no le saben otro nombre más que Padre santo». Cuando el señor arzobispo, una vez celebrada la misa en el claro del bosque, o junto al río fragoroso, o en una capilla perdida en las alturas andinas, bajo el vuelo circular de los cóndores, se despedía de los indios y después de bendecirlos se iba alejando, «lloraban con muchas veras su partida como si se les ausentase su verdadero padre». Y es que realmente lo era: «aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres, que quien os engendró en Cristo por el Evangelio fui yo» (1Cor 4,15).
«Confirmó más de ochocientas mil almas», afirma su sobrino clérigo, Luis de Quiñones, ateniéndose a los registros. Hizo más de medio millón de bautismos. Como ya dije, anduvo unos 40.000 kilómetros… A veces las cantidades son tan enormes que se trasforman en datos cualitativos. Bien pudo decir quien llegó a ser su fiel capellán, Sancho Dávila: «Conoció este testigo que el amor de verdadero pastor y gran santidad de dicho señor arzobispo le hacía sufrir y hacer lo que… ni persona particular pudiera hacer».
Considerando estas enormidades –más allá de la norma– que produce la caridad pastoral extrema, no faltará alguno que se diga: «Qué cosas es necesario hacer para llegar a ser santo»… Pero el santo no es santo porque hace esas cosas, sino que hace esas cosas porque Dios le ha hecho santo.
No todos, sin embargo, aprobaban el modo de vida de Santo Toribio. como veremos, Dios mediante, con otras informaciones más, en el próximo articulo.
José María Iraburu, sacerdote
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