(454) Evangelización de América, 3. –Descubrimiento, encuentro y conquista

–«Id al mundo entero…

–… y predicad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16).

—Descubrimiento

    La palabra descubrir, según el Diccionario, significa simplemente «hallar lo que estaba ignorado o escondido», sin ninguna acepción peyorativa. En referencia a América, desde hace cinco siglos, ya desde los primeros cronistas hispanos, venimos hablando de Des­cubrimiento, palabra en la que se expresa una triple verdad.

    1. España, Europa, y pronto todo el mundo, descubre Amé­rica, un continente desconocido. Este es el sentido pri­mero y más obvio. El Descubrimiento de 1492 es como si del océ­ano ignoto surgiera de pronto un Nuevo Mundo, inmenso, grandioso y variadísimo.

    2. Los indígenas americanos descubren también América a partir de 1492, pues hasta entonces no la conocían. Cuando los explo­radores his­panos, perdidos en un inmenso mundo que no conocían, pedían orientación a los indios, comprobaban con frecuencia que és­tos se hallaban casi tan perdidos como ellos, pues apenas sa­bían algo –como no fueran leyendas inseguras– acerca de lo que había al otro lado de la selva, de los montes o del gran río que les hacía de frontera.

En este sentido es evidente que la Conquista llevó consigo un Descu­brimiento de las Indias no sólo para los europeos, sino para los mismos indios. Los oto­míes, por poner un ejemplo, eran tan igno­rados para los gua­raníes como para los andaluces. Entre imperios formidables, como el de los incas y el de los aztecas, había una abismo de mutua ignorancia. Es, pues, un grueso error decir que la pa­labra Descubrimiento sólo tiene sentido para los europeos, pero no para los indios, alegando que «ellos ya estaban allí». Los indios, es evidente, no tenían la menor idea de la ge­ografía de «América», y conocían muy poco de las mismas na­ciones vecinas, casi siempre enemigas. Para un indio, un viaje largo a través de muchos pueblos de América, al estilo del que a fines del siglo XIII hizo Marco Polo por Asia, era del todo imposible.

    En este sentido, la llegada de los europeos en 1492 hace que aquéllos que apenas conocían poco más que su región y cul­tura, en unos pocos decenios, queden deslumbrados ante el conoci­miento nuevo de un continente fascinante, América. Y a medida que la cartografía y las escuelas se desarrollan, los indios americanos descubren la fisonomía completa del Nuevo Mundo, conocen la existencia de cordilleras, selvas y ríos formidables, amplios valles fértiles, y una variedad innumerable de pueblos, lenguas y cultu­ras…

    Madariaga escribe: «Los naturales del Nuevo Mundo no habían pen­sado jamás unos en otros no ya como una unidad humana, sino ni siquiera como extraños. No se conocían mutuamente, no existían unos para otros antes de la conquista. A sus propios ojos, no fueron nunca un solo pueblo. “En cada provincia –escribe el oi­dor Zorita [Alonso de Z (1512-1585) Historia de la Nueva España] que tan bien conoció a las Indias– hay grande diferencia en todo, y aun muchos pueblos hay dos y tres lenguas diferentes, y casi no se tratan ni conocen, y esto es gene­ral en todas las Indias, según he oído” […] Los indios puros no tenían so­lidaridad, ni si­quiera dentro de los límites de sus territorios, y, por lo tanto, menos todavía en lo vasto del continente de cuya misma existen­cia ape­nas si tenían noción. Lo que llamamos ahora Méjico, la Nueva Es­paña de entonces, era un núcleo de organización azteca, el Ana­huac, rodeado de una nebulosa de tribus independientes o semiin­dependien­tes, de lenguajes distintos, dioses y costumbres de la mayor variedad. Los chibcha de la Nueva Granada eran grupos de tribus apenas organi­zadas, rodeados de hordas de salvajes, caní­bales y sodomitas. Y en cuanto al Perú, sabemos que los incas lu­charon siglos enteros por redu­cir a una obediencia de buen pasar a tribus de naturales de muy dife­rentes costumbres y grados de cultura, y que cuando llegaron los espa­ñoles, estaba este proceso a la vez en decadencia y por terminar. Ahora bien, éstos fueron los únicos tres centros de organización que los espa­ñoles encontra­ron. Allende aztecas, chibchas e incas, el continente era un mar de seres humanos en estado por demás primitivo para ni soñar con unidad de cualquier forma que fuese» (El auge y el ocaso del Imperio español en América 381-382).

    3. Hay, por fin, en el término Descubrimiento un sentido más pro­fundo y religioso, poco usual. En efecto, Cristo, por sus apóstoles, fue a América a descubrir con su gracia a los hombres que estaban ocultos en las tinieblas. Jesucristo, nuestro Señor, cumpliendo el anuncio profético, es el «Príncipe de la paz… que arrancará el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las nacio­nes» (Is 25,7). Fue Cristo el que, allí, por ejemplo, en Cuautitlán y Tulpetlac, descubrió toda la bondad que había, y más: que podía haber en el corazón del indio Cuauh­tlatoatzin, si su gracia sobrenatural le sanaba y, comunicándole la filiación divina, hacía de él un hombre nuevo: San Juan Diego.

    Así pues, bien decimos con toda exactitud que en el año de gracia de 1492 se produjo el Descubrimiento de América.

—Encuentro

    En 1492 se inicia un Encuentro entre dos mundos suma­mente di­ferentes en su desarrollo cultural y técnico. Europa halla en América dos culturas notables, la mayo-azteca, en México y América central, y la incaica en Perú, y un conjunto muy numeroso de pueblos sumidos en condiciones sumamente primitivas.

    La Europa cristiana y las Indias son, pues, dos entidades que se encuentran en un drama grandioso, que se desenvuelve, sin una norma previa, a tientas, sin precedente alguno orien­tador. Ambas, dice Rubert de Ventós, citado por Pedro Vol­tes, eran «partes de un encuentro puro, cuyo carácter traumático rebasaba la voluntad misma de las partes, que no habían desarrollado anticuerpos físicos ni culturales que preparasen la amalgama. De ahí que ésta fuera necesaria­mente trágica» (Cinco siglos de España en América 10).

    Quizá nunca en la historia se ha dado un encuentro de pueblos, muy distintos y distantes, tan pro­fundo y estable como el ocasionado por el descubrimiento hispánico de América. En el Norte los anglosajones se limitaron a ocupar las tierras que habían va­ciado previamente por la expulsión o la eliminación de los indios. Pero en la Iberoamérica se rea­lizó algo infinitamente más com­plejo y difícil: la fusiónde dos mundos inmensamente diversos en mentali­dad, costumbres, religiosidad, hábitos fami­liares y laborales, económicos y políticos. Ni los europeos ni los in­dios estaban preparados para ello, y tampoco tenían modelo alguno de re­ferencia. En este encuentro se inició un gran proceso de mestizaje biológico y cultural, que dio lugar a un Mundo Nuevo.

La renovación de lo viejo

    El mundo indígena americano, al encontrarse con el mundo cris­tiano que le viene del otro lado del mar, es, en un cierto sentido, un mundo indeciblemente arcaico, cinco mil años más viejo que el eu­ropeo. Sus cientos de variedades cultura­les, todas sumamente primitivas, sólo hubieran podido sub­sistir precariamente en el ab­soluto aislamiento de unas re­servas. Pero en un encuentro inter­cultural profundo y esta­ble, como fue el caso de la América his­pana, el proceso era necesario: lo nuevo prevalece.  

    Una cultura está formada por un conjunto muy complejo de ideas y prácticas, sentimientos e instituciones, vigente en un pueblo deter­minado. Pues bien, muchas de las modalida­des culturales de las Indias, puestas en contacto con el nuevo mundo europeo y cristiano, van desfalleciendo hasta desapa­recer.

Cambia espectacularmente el mundo material visible. Cerbatanas y hondas, arcos y macanas, poco a poco, dejan ya de fabricarse, ante el po­der increíble de las armas de fuego, que permiten a los hombres lanzar rayos. Las flautas, hechas quizá con huesos de enemigos di­funtos, y los demás instrumentos musicales, quedan olvidados en un rincón ante la selva sonora de un órgano o ante el clamor resta­llante de la trompeta.

Ya los indios abandonan su inci­piente arte pictográfico, cuando conocen el milagro de la es­critura, de la im­prenta, de los libros. Ya no fabrican pirámi­des pesadísimas, sino que, una vez conocida la construcción del arco y de otras técnicas para los edificios, ellos mismos, superado el asombro inicial, elevan bóvedas formidables, sos­tenidas por misteriosas leyes físicas so­bre sus cabezas. La desnudez huye avergonzada ante la elocuen­cia no verbal de los vestidos. Ya no se cultivan pequeños campos, arando la tierra con un bastón punzante endurecido al fuego, sino que, con menos esfuerzo, se labran inmensas extensiones gracias a los arados y a los animales de tracción, antes completamente desconocidos.

Ante el espectáculo pavoroso que ofrecen los hombres vesti­dos de hie­rro, que en el campo de batalla parecen bilocarse sobre animales velocísimos, nunca soñados siquiera, caen desanima­dos los brazos de los guerreros más valientes. Y luego están los espejos, que duplican misteriosamente la realidad con toda exactitud, las puertas y ventanas, que giran suavemente sobre sí mis­mas, abriendo y cerrando los huecos antes tapados con una tela; y las cerraduras, que ni el hom­bre más fuerte puede vencer, mientras que una niña, con la varita mágica de una llave, puede abrirlas sin el menor esfuerzo. Y está la eficacia rechinante de los carros, tirados por animales nunca conocidos, que avanzan sobre el prodigio de unas ruedas, también desconocidas, de suave movimiento sin fin… El argentino Enrique Dussel afirma que los pueblos indígenas estaban respecto de sus conquistadores a miles de años de distancia cultural y técnica (Historia de la Iglesia en América Latina).

    Pero si esto sucede en las cosas materiales, aún mayor es el desmayo de las viejas realidades espirituales ante el res­plandor de las nuevas y mejores. La perversión de la poligamia –con la pro­funda desigualdad que implica entre el hombre y la mujer; y entre los ricos, que tienen decenas de mujeres, y los pobres, que no tie­nen ninguna–, no puede menos de desa­parecer ante la verdad del matrimonio monogámico, o sólo podrá ya practicarse en formas clandestinas y vergonzantes. El politeísmo, los torpes ídolos de piedra o de madera, la ado­ración ignominiosa de huesos, piedras o animales, no pueden menos de difuminarse hasta una desapari­ción total, ante la ma­jestuosa veracidad del Dios único, creador del cielo y de la tierra, el Creador que sostiene todas las cosas en su ser. Y con ello toda la vida social, centrada en la autoridad de los grandes Jefes, en el poder de los sacerdotes y en el ritmo anual del calendario religioso, se ve despojada de sus seculares coordenadas.

    ¿Qué queda entonces de las antiguas culturas indígenas?… Per­manece lo más importante: sobreviven los valores espiri­tuales in­dios más genuinos, el trabajo y la paciencia, la abne­gación fami­liar y el amor a los mayores y a los hijos, la capa­cidad de silencio contemplativo, el sentido de la gratuidad y de la fiesta, y tantos otros valores, que serán todos purificados y elevados por el cristianismo. Sobrevive todo aquello que, como la artesanía, el folklore y el arte,da un color, un sentimiento, un per­fume peculiar, al Mundo Nuevo que nace y crece.

—Conquista

    Al Descubrimiento siguió la Conquista, que se realizó con una gran rapidez, en unos veinticinco años (1518-1555), y que, como hemos visto, no fue tanto una conquista de armas, como una con­quista de seducción –que las dos acepciones de conquista admite el Dicciona­rio–…

    ¿Cómo se explica si no que unos miles de hombres sujetaran a decenas de millones de indios? En La crónica del Perú, ha­cia 1550, el conquistador Pedro de Cieza se muestra asom­brado ante el súbito desvanecimiento del imperio incaico: «Baste decir que pueblan una provincia, donde hay treinta o cuarenta mil indios, cua­renta o cincuenta cristianos» (cp.119). ¿Cómo entender, si no es por vía de fascinación, que unos pocos miles de europeos, tras un tiempo de armas muy escaso, gobernaran millones y millones de indios, repartidos en territorios inmensos, sin la presencia continua de algo que pudiera llamarse ejército de ocupación? El número de españoles en América, en la época de la conquista, era ínfimo frente a millones de indios.

    En Perú y México se dio la mayor concentración de población his­pana. Pues bien, según informa hacia 1560 Ortiz de la Tabla, había en Perú «unos 8.000 españoles, de los cuales sólo 480 o 500 po­seían reparti­mientos; otros 1.000 disfrutaban de algún cargo de distinta categoría y sueldo, y los demás no tenían qué comer»… Apenas es posible conocer el número total de los indios de aquella región, pero solamente los indios tributarios eran ya 396.866. Lo refiere Franciso Vázquez en la edición de la crónica de El Dorado (1562). Así las cosas, los españoles peruanos pudieron pelearse entre sí, cosa que hi­cieron a veces, pero no hubieran podido sostener una guerra prolongada contra millones de indios. Por ejemplo, unos años después, en la Lima de 1600, según cuenta fray Diego de Ocaña (+1608), «hay en esta ciudad dos compañías de gentileshombres muy hon­rados, la una [50 hombres] es de arcabuces y la otra [100] de lanzas… Es­tas dos compañías son para guarda del reino y de la ciudad». Y por lo que sabemos, lucían sobre todo en las procesiones (A través de la América hispana cp.18).

    Se comprende, pues, que el término «conquista», aunque usado en documentos y crónicas desde un principio, suscitará con el tiempo serias reservas, hasta ser suprimido. A mediados del XVI «desaparece cada vez más la palabra y aun la idea de con­quista en la fraseología oficial, aunque alguna rara vez se produce de nuevo» (Lopetegui, Historia de la  Iglesia en la América española 87). Y en la Recopi­lación de las leyes de Indias, en 1680, la ley 6ª insiste en su­primir la palabra «conquista», y en emplear las de «pacificación» y «población», ateniéndose así a las ordenanzas de Felipe II y de sus sucesores.

    Repito. La conquista no se produjo tanto por las armas, sino más bien, como veíamos, por la fascinación y, al mismo tiempo, por el desfa­llecimiento de los indios ante la irrupción brusca, y a veces brutal, de un mundo nuevo y superior.El chileno En­rique Zorrilla, en unas páginas admirables, describe este trauma psicológico, que apenas tiene parangón alguno en la historia: «El efecto paralizador produ­cido por la aparición de un puñado de hombres superiores que se enseñoreaba del mundo americano, no sería menos que el que pro­duciría hoy la visita sorpresiva a nuestro globo terráqueo de alguna ex­pedición interplanetaria» (Gestación de Latinoamérica 78).

    Por último, conviene tener en cuenta que, como señala Cés­pedes del Castillo, «el más importante y decisivo instrumento de la con­quista fueron los mismos aborígenes. Los castellanos reclutaron con facilidad entre ellos a guías, intérpretes, in­formantes, espías, administradores, auxiliares para el transporte y el trabajo, leales consejeros y hasta muy eficaces guerreros aliados. Este fue, por ejemplo, el caso de los indios de Tlaxcala y de otras ciudades mexicanas, hartos hasta la sacie­dad de la brutal opresión de los aztecas. La humana inclinación a hacer de todo una histo­ria de buenos y malos tiende a convertir la conquista en un duelo entre euro­peos y nativos, cuando en realidad muchos indios considera­ron preferible el gobierno de los invasores a la perpetua­ción de las elites gobernantes prehispánicas, muchas veces rapa­ces y opresoras (si tal juicio era acertado o erróneo, no hace al caso)» (América hispánica 86).

José María  Iraburu, sacerdote

 

1. Post post.–En esta serie citaré muchos documentos y obras de autores. En el texto del artículo daré referencias bibliográficas, que serán mínimas para facilitar la lectura: título de la obra y página. Pero siempre al final del artículo pondré un enlace a la Bibliografía de las obras citadas, y en ella el lector interesado podrá hallar la referencia bibliográfica completa de la cita abreviada.

2. Post post.–Esta serie Evangelización de América quedará cerrada a los comentarios. Al tener los artículos que la componen una condición predominantemente histórica, es de prever que no pocos comentarios tratarían de la objetividad de ciertos datos. Pero para aceptar, rechazar o responder tales comentarios –que a veces darían opiniones y datos muy valiosos–, necesitaría yo tener a mano las excelentes Bibliotecas, que ya no están a mi alcance, en las que trabajé el libro Hechos de los Apóstoles de América. En todo caso, mis artículos estarán siempre fundamentados en citas textuales de documentos antiguos o de autores antiguos o modernos altamente fidedignos.

 

Índice de Reforma o apostasía

 

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

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