(397) Mis viajes apostólicos –y 6. Retiros y ejercicios espirituales
–¡Por fin!… Termina la serie. Bendigamos al Señor.
–En la danza chilena de la cueca, el cantor que la anima, al llegar a la última estrofa, exclama: «¡la última y se acaba!».
Este último artículo va en serio. Hasta ahora he descrito como divertimento mis aventuras apostólicas en sus anécdotas más accidentales. Ahora trato de la substancia de estos viajes míos: la transmisión de la Palabra divina, hecha en el nombre de Cristo, y en cuanto enviado por Él.
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Predicaciones y conferencias. En mi caso unas y otras son muy semejantes entre sí. Más de una vez los alumnos de la Facultad de Teología me decían: «sus clases son como predicaciones»; y los ejercitantes: «sus prédicas son el el fondo como clases de teología y de espiritualidad». Pues sí, esos comentarios, que pueden tener algo de elogio y algo de reproche, me parecen verdaderos, lo reconozco.
Y ya puestos a reconocer, confieso que, con las adaptaciones obviamente necesarias, predico casi lo mismo a sacerdotes, religiosos activos, contemplativos, laicos jóvenes o ancianos, ricos o pobres, cultos o ignorantes, solteros o casados, etc. Dejo ahora a un lado referir los cursillos dados en 10, 20 o 40 lecciones. Me limitaré a contar cómo van mis predicaciones en Ejercicios y retiros espirituales. Y lo primero que les digo a los oyentes es lo que sigue:
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–En el nombre de Cristo
Cuando uno habla, es importante que sus oyentes entiendan bien «lo que» se les dice, pero aún más importante es que se enteren de «quién» les está hablando. Mis oyentes han de tener claro desde el principio que es el Señor quien les habla. Es Él quien, por su gracia, los ha reunido y les habla. Lo aviso con fuerza ya desde el principio, y lo recuerdo de tanto en tanto entre una y otra prédica: «el que a vosotros oye, a mí me oye», dice Jesús a sus apóstoles (Lc 10,16). El predicador es lo de menos. Si no comunica pensamientos propios, desvirtuando la predicación, sino solamente los de Cristo –«nosotros tenemos el pensamiento de Cristo» (1Cor 2,16)–, en cierto modo desaparece, o mejor, se hace transparente, haciendo presente a Jesucristo:
«Recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). «Somos embajadores de Cristo, es como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros» (2Cor 5,20). Esta verdad es de fe, pero muy frecuentemente es ignorada, tanto por los oyentes como por el predicador.
–En el nombre de la Santísima Trinidad
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo inician y prosiguen siempre la predicación del Evangelio. Esto nos fue revelado en el bautismo de Jesús y en su Transfiguración. Vemos al Hijo divino, en su visible realidad humana; al Espíritu Santo, en forma de paloma; y oímos la voz del Padre: «éste es mi Hijo amado» (cf. Mt 3,17), «escuchadle» (17,5).
Todas las acciones «ad extra» de la Santísima Trinidad son comunes a las tres Personas divinas, también la evangelización, como lo fue la creación y lo es la inhabitación. Así lo entendió la Iglesia desde antiguo (PP. Capadocios, San Ambrosio, San Agustín) y lo enseñó en el concilio Lateranense IV (1215):
«Esta santa Trinidad, que según la común esencia es indivisa y según las propiedades personales, diferente, dio al género humano la doctrina saludable, primero por Moisés y los santos profetas»… Y finalmente por Jesucristo y sus apóstoles (Dz 800-801; cf. 804).
El Padre, por su hijo Jesucristo, que es su palabra eterna, nos comunica en el tiempo el Espíritu Santo, «el Espíritu de la verdad» (Jn 16,13). Oyendo al predicador, oímos a Cristo, con la misma realidad que sus contemporáneos. Y escuchando a Cristo, oímos al Padre, que hablando por él, nos comunica su espíritu, el Espíritu Santo. Como es obvio, este misterio de la predicación evangélica lo vivimos ahora con especial intensidad en estos días de retiro espiritual, en los que sobreabunda la Palabra divina por la predicación, la liturgia, la lectio divina.
Creed con firme fe que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). La palabra humana comunica el espíritu del hombre; y la Palabra divina, pronunciada por el Padre desde toda la eternidad, nos comunica ahora el Espíritu divino. Si escuchamos así la predicación, seremos con la gracia campo bueno, que recibe la semilla de la Palabra del Señor y da ciento por uno (Mt 13,23). Y escuchando las prédicas con fe viva y despierta, podremos decir como Santa Teresa:
«Casi nunca me parecía tan mal el sermón que no lo oyese de buena gana, aunque al dicho de los que lo oían no predicase bien… Nunca me cansaba» (Vida 8,12).
–La predicación amplia que ahora os da el Señor es una declaración muy elocuente del especial amor que tiene por vosotros
«La atraeré y la llevaré al desierto y la hablaré al corazón» (Os 2,14). El hecho mismo de haber dispuesto el Señor en su providencia gratuita que pudierais y quisierais participar de este retiro es ya un don muy especial del amor que os tiene. Cuando nosotros queremos especialmente a una persona, le hablamos descubriéndole nuestra alma y comunicándole nuestro espíritu de un modo especial. Sed, pues, muy conscientes del amor especial que el Señor os manifiesta al reuniros con Él en este retiro.
Así lo hacia Jesús con los Doce, explicándoles en un retiro privado, lo que al pueblo predicaba más en general: «a vosotros os ha sido dado conocer el misterio del reino de Dios, pero a los otros de fuera todo se les dice en parábolas» (Mc 4,11). Más aún, así lo hacía Jesús con sus Tres más íntimos, Pedro, Santiago y Juan, llevándolos a la soledad del monte, y revelándose a ellos transfigurado en su condición divina. Vosotros, reunidos aquí por el Maestro, estáis participando de la gracia de estos privilegiados.
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–Finalidad y medios
Aquí pretendemos acercarnos a la plena santidad, a la plena unión con Dios. Debe quedar muy clara esta intención desde el principio de los Ejercicios o de las conferencias: «Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). «La voluntad de Dios es que seáis santos» (1Tes 4,3). No ser santo, en sí mismo, no es un pecado. Pero no tender con esperanza y perseverancia hacia la santidad es muy grave pecado. Es resistir al Espíritu Santo, que está empeñado en configurarnos plenamente a Jesucristo. El Padre celestial, en Cristo, por obra del Espíritu Santo, nos ha concedido la filiación divina. Nos ama como padre desde que somos todavía «niños en Cristo» (1Cor 3,1); pero quiere que crezcamos por su gracia en fe y caridad, que no permanezcamos «como niños, carnales, viviendo a lo humano» (ib. 3,1-3), sino que lleguemos a ser «varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo, y ya no seamos niños» (Ef 4,13-14)… Un cristiano que, pasados los años, no es santo ni va en camino verdadero para llegar a serlo en un cristiano fracasado, que pone en peligro la salvación propia y la de otros.
Medio necesario: la conversión. Ésta se va dando en grados crecientes. Y el que no va adelante, va para atrás. El que se autoriza a quedarse en una bondad mediocre, va retrocediendo en el camino del Evangelio.. La gente «buena» suele estar mucho peor espiritualmente de lo que se imagina. Si leyeran más las vidas de los santos lo entenderían. Dicho con las palabras fuertes de Cristo:
«Yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de sus pecados y parte en la herencia de los consagrados» (Hch 26,18). «Son pocos los que entran por el camino angosto que lleva a la vida» (Mt 7,14). Santa Teresa dice que, entre los cristianos con vida espiritual verdadera, son bastantes los que llegan a un cierto grado de bondad estable: «Conozco muchas almas que llegan aquí; y que pasen de aquí, como han de pasar, son tan pocas que me da vergüenza decirlo» (Vida 15,5).
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–Temas principales
Hablo de la santísima Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo–. Hablo de Cristo, largamente, del misterio de la Encarnación, principio grandioso de todos los misterios de la fe cristiana: no sin causa inclinamos la cabeza en el Credo precisamente al confesar la fe en la Encarnación. Hablo de la Cruz –tan silenciada–, de la Resurrección, de la donación pentecostal del Espíritu Santo, de la Inhabitación –muy ignorada–, de la Eucaristía, de los Sacramentos y de los Sacramentales, de la oración que nos relaciona íntimamente con las Personas divinas…
Cuántas veces se predica muy poco de las realidades más formidables del mundo sobrenatural, como dándolas por ya sabidas… O como si los oyentes no tuvieran capacidad, con el auxilio de la gracia, de dilatar su mente, su corazón y su vida, asimilando por obra del Espíritu Santo una verdadera predicación de los grandes misterios de la fe. Hablemos como San Pablo hablaba y escribía a corintios, filipenses, colosenses, etc., que eran en su mayoría gente sencilla, no pocos de ellos analfabetos. Prediquemos al pueblo cristiano como los Santos Padres de la Iglesia –Ambrosio, Juan Crisóstomo, Agustín–, alimentándolo cuando es el caso con «leche», si no admiten otro alimento, pero llevándolos a recibir el pan vivo más precioso que sale de la boca de Dios.
Pero no; se predica muy poco de lo más grandioso. Cuántas veces, predicando a sacerdotes, religiosas, laicos integrados durante años en movimientos cristianos, me dicen al final: «Padre, yo creo que de eso no nos habían hablado nunca»…
Hablo de la gracia, de su necesidad absoluta, de su potencia, de su primacía continua en todo acto cristiano, sea interno o también externo: «es Dios el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Hablo mucho de la oración de petición, tan neciamente menospreciada y caricaturizada por tantos, y que es como la proa del barco en el que navegamos hacia el puerto celestial.
Es duro decirlo, pero hay que reconocer que 1.–la mayoría de los bautizados son pelagianos, no practicantes, que no necesitan la gracia, pues todo depende de la voluntad; 2.–la mayoría de la buena gente practicante es semipelagiana, sin saberlo, claro; así le han enseñado. Piensan que la vida espiritual cristiana es gracia, la parte de Dios, y libertad, la parte del hombre; pero que obviamente lo decisivo está en la voluntad; y 3.–sólo una minoría de cristianos son católicos en su entendimiento del misterio de la gracia.
Hablo mucho de la Cruz. «Cuando estuve entre vosotros nunca me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado… Y mi palabra y mi predicación no fueron en persuasivos discursos de humana sabiduría… para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios» (1Cor 2,1-5). En todos los caminos de la vida cristiana, en la vida sacerdotal o religiosa, matrimonial o célibe, joven o adulta, próspera o derrotada, el único modo de seguir a Jesucristo es «tomando la cruz de cada día» (Lc 9,23). Toda espiritualidad cristiana que no se centre en la cruz de Cristo, que la silencie, que la menosprecie, que autorice a soslayarla, es falsa. La vida cristiana es siempre pascual: en la medida en que participamos de la cruz de Cristo, en esa medida participamos de su gloriosa resurrección. Todos los santos y maestros espirituales católicos lo han entendido y enseñado siempre así. Pero quizá ninguno en modo tan alto y tan profundo como San Juan de la Cruz, doctor de la Iglesia.
Procuro siempre predicar citando con frecuencia frases de las sagradas Escrituras, porque tienen una fuerza iluminadora sobrehumana, porque son Palabra de Dios, no meras consideraciones humanas, y porque los hijos han de aprender a pensar y a sentir, a hablar y a obrar, empleando el mismo lenguaje de su Padre celestial. ¿No han de aprender los hijos a hablar asimilando el mismo lenguaje de sus padres?… Así se ha predicado siempre en la mejor tradición de la Iglesia. Crisóstomo, Agustín, Bernardo, Francisco, Grignion de Montfort, Pablo de la Cruz, Antonio Mª Claret… todos integraban continuamente en su predicación palabras divinas de la Biblia.
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Y corto aquí esta enumeración de los rasgos principales de mi predicación. Es tarea imposible. Tendría que hablar de la Providencia divina, que toca toda nuestra vida, hasta lo mínimo, de la devoción a la Virgen, del Rosario, de la caridad con los hombres, especialmente con los más próximos y los más necesitados en lo espiritual y en lo material, del sentido de lo sagrado, de la espiritualidad litúrgica centrada en la Eucaristía y las Horas, de la espiritualidad del trabajo, de la oración en sus modos iniciales y en sus grados más altos –insistiendo en el valor insustituible de la oración continua y de la oración vocal–, del amor a las sagradas Escrituras, al Magisterio apostólico, al ejemplo y la intercesión de los santos, de la vocación cristiana a la paz y a la alegría, del combate victorioso contra el diablo, el mundo y la carne… Corto y termino esta tarea imposible. Por lo demás, ya llevo escritos en este blog casi 400 artículos, y puede verse, ojeando el Índice de Reforma o apostasía, cuáles son mis temas predominantes.
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–El silencio
En los retiros y ejercicios espirituales es muy importante el silencio, para que la Palabra divina resuene en el interior de las personas, libre de otros ruidos. Ya los ascetas primeros cristianos, que buscaban la perfección evangélica en la plena unión con Dios, valoraban sumamente el silencio, o al menos la parquedad en el uso de las palabras. Guardaban fielmente la enseñanza de Jesús: «de toda palabra ociosa que hablaren los hombres habrán de dar cuenta en el día del juicio. Pues por tus palabras serás declarado justo o por tus palabras serás condenad» (Mt 12,36; cf. recordemos las consideraciones de Santiago 3).
El silencio ha sido siempre una condición integrante de la espiritualidad monástica. Pero en el modo propio de la vida laical y de la vida religiosa activa, todos los fieles han de vivir en general el recogimiento de los sentidos, el dominio de la vana verbosidad y el aprecio por el silencio conveniente. Es una mortificación muy eficaz del hombre viejo-carnal, porque su tendencia morbosa es alienarse de sí mismo y desparramar su atención por la vista y por la palabra. El silencio, por el contrario, favorece el centramiento atento y amoroso en Dios, y es ayuda grande para la oración continua, a la que todos los cristianos están llamados.
San Ignacio de Loyola, en sus Avisos generales (1547) señala como norma para los miembros de la Compañía de Jesús: «no hablar sin necesidad» (n.2). Y en las Constituciones de los colegios insiste en que el hablar «no sea demasiado, gastando en pláticas inútiles el tiempo» (32). Y lo mismo inculca más ampliamente en las Constituciones de la Compañía (n.250). Un parloteo excesivo significa y causa al mismo tiempo la interioridad vacía del hombre carnal-mundano.
El silencio debe ser guardado no sólo en lo exterior, sino también en lo interior («silentium mentis»), apartando de la atención y de la memoria todos los objetos de interés que habitualmente las ocupan y pre-ocupan ruidosamente, o meditando en ellas, pero a la luz de Dios:
«Quedéme y olvidéme, – el rostro recliné sobre el Amado, – cesó todo y dejéme, – dejando mi cuidado – entre las azucenas olvidado» (S. Juan de la Cruz, prólogo de Noche oscura).
–El retiro
El silencio y el apartamiento del marco habitual de vida son condiciones favorables para la conversión profunda de la persona. Lo que siempre se ha sabido y practicado en la espiritualidad cristiana, es confirmado hoy ampliamente por los experimentos y teorías modernas de la psicología social. En sus estudios se comprueba constantemente que la persona está cautiva, como enjaulada, dentro de las formas habituales en que vive. Éstas condicionan, mucho más de lo que ella supone, sus pensamientos, sus pautas conductuales, sus actitudes, horarios y jerarquía de valores. Concluyen, pues, que los cambios profundos y rápidos de las personas no pueden conseguirse normalmente sin aislamientos temporales, a veces prolongados, del mundo habitual. De hecho, el uso de estas terapias del aislamiento, aplicadas en uno u otro grado,es general en aquellas Obras que se dedican a la sanación de drogadictos y, en general, de individuos de vidas destruidas. Todas las culturas, de un modo u otro, han conocido el valor de la soledad y el silencio en orden a los cambios profundos de los hombres. Y esto es lo que siempre se ha vivido en noviciados, seminarios, retiros temporales, ejercicios espirituales.
La Historia de la Salvación del mundo se inicia cuando Abraham, por mandato de Dios, deja su casa y su tierra, y parte con los suyos a donde no sabe. Moisés recibe la Ley de Dios en el silencio y la soledad de sus cuarenta días en el monte Sinaí. Juan Bautista es llevado por Dios al desierto. Jesús inicia con un retiro en el desierto el ministerio público del Evangelio. Los Apóstoles dejan su familia, sus casas, campos y trabajos, para entrar en una vida nueva con Jesús, libres de todos los condicionamientos mundanos que eran para ellos habituales.
Las peregrinaciones, los días de apartamiento en la hospedería de un monasterio, los Ejercicios espirituales, los retiros mensuales, los noviciados, han practicado siempre salir de su tierra y de su parentela, para procurar con la gracia un crecimiento rápido en la unión con Dios, libres por un tiempo o en forma estable –la clausura– de los condicionamientos del mundo propio.
San Ignacio de Loyola y sus Ejercicios espirituales han venido a ser desde el siglo XVI el paradigma de toda clase de intensos retiros religiosos. Soledad y silencio: a solas con Dios. San Ignacio pensó los Ejercicios para que los hiciese una persona a solas. Pero aun cuando ahora suelen hacerse en grupo, si se guarda el silencio, éste hace de hábito que viste de soledad a cada uno, sin que pierda las no pequeñas ventajas de estar viviendo en esos días su personal aventura espiritual en la compañía estimulante de otros ejercitantes centrados también en Dios. Viven así todos, aunque sea por un tiempo breve, el Solo Dios basta teresiano. Y durante esos días no echan en falta ni conversaciones, ni televisión, ni teléfonos, ni periódicos.
Los eremitas buscan el desierto, y los monjes establecen sus monasterios en lugares apartados y silenciosos. Y algo así quiere San Ignacio, aunque sólo por unos días, para el ejercitante, sabiendo que «tanto más aprovechará, cuanto más se apartare de todos amigos y conocidos, y de toda solicitud terrena; así como mudándose de la casa donde moraba, y tomando otra casa o cámara para habitar en ella, cuanto más secretamente pudiere» (Ejercicios 20). Seguir durante el retiro comunicándose con la familia y el trabajo lo más posible –a no ser que circunstancias especiales lo exijan– es una excelente manera de estropear ese tiempo de gracia y conversión que el Señor les ha dado.
José María Iraburu, sacerdote
1 Post post.–Horarios y actos, que más o menos ordeno, según la condición del grupo.–Antes del desayuno, una hora en la capilla para los Laudes y la oración privada. Algunos habrá que, despues de un rato, salgan a rezar (ejem, ejem) en el jardín. –Entre el desayuno y la comida, dos predicaciones en la sala, y la Misa en la capilla. –Entre la comida y la cena, algo más de una hora de descanso; el rosario o el viacrucis, quizá caminando por el jardín; una o dos predicaciones, según sea el grupo, porque si está muy verde, no le conviene ratos muy largos vacíos de actos; merienda; una o dos horas de Adoración eucarística en la capilla, estando cada uno el tiempo o los tiempos que estima conveniente. Rezo de Vísperas al final. –Cena y un rato después Completas.
La observancia de las normas, como los grupos suelen integrar ejercitantes de muy diversa condición, tiene que ser necesariamente muy flexible. Y las excepciones no son excepcionales… –«Padre, ¿no podría hablar algún ratito con mi hermana?… Es que si no, me va a dar algo». –Permiso concedido. Sin alargarse mucho, en voz bajita, y en algún rincón apartado. Que no se quiebre el ambiente de silencio.
2 Post post.–El Padre recibe en su despacho en los ratos libres. Suele ponerse un papel para que se apunten quienes deseen hablar, y el predicador los va llamando. Algunos grupos, sobre todo de religiosas contemplativas, no tienen costumbre de solicitar conversación privada con el predicador. En otras comunidades de religiosas se apuntan algunas… o casi todas. Si los ejercicios son de sacerdotes, suelen apuntarse no muchos. En grupos de laicos hay grandes diferencias: se apuntan pocos, bastantes o –sobre todo en Hispanoamérica– casi todos. En este último caso, si los ejercitantes son 40, y son 35 los que piden conversar –«10 minutos, no más», que serán media hora o más–, la situación se hace tan abrumadora para el Pater, que no lo cuento aquí, porque sólo de recordarla… a mí también me puede dar algo.
7 comentarios
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JMI.-Bendición.
1. Oyendo al predicador oimos siempre a Cristo...pero hay algunas predicaciones que suscitan dudas razonables al respecto.
2. Mahoma recibe la iluminacion en el monte Hira...pero el que le ilumina le hace escribir un libro plagado de errores.
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JMI.-
1. Escuchamos al mismo Cristo si el predicador es fiel a la doctrina de la Iglesia, a la fe católica.
Si enseña otra cosa, por supuesto que no. Oímos más bien el padre de la mentira.
2. El ejemplo de Mahoma es pura analogía para expresar la virtualidad del aislamiento. Como el ejemplo de Buda.
Por eso digo seguidamente que "la verdadera historia de la salvación"...
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JMI.- ¿Y poder?...
Paposible.
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JMI.-Bendición santa y santificante.
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