(304) Liturgia –28. Liturgia de las Horas, 4. Es la oración de Cristo con su Cuerpo

Karl bloch (+1890)–Me va pareciendo que es usted bastante partidario del rezo de las Horas.

–Efectivamente, soy muy partidario. Y la Iglesia también, dicho sea de paso.

«Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Lc 10,31).

La liturgia de las Horas «es la oración de Cristo, con su mismo Cuerpo, al Padre» (Vaticano II, SC 84; Catecismo 1174). Es muy importante que cuantos rezamos las Horas seamos en la fe conscientes de que es Cristo, obrando en nosotros por el Espíritu Santo, quien está orando al Padre celestial. «Cuando oréis, decid Padre nuestro» (Mt 6,9; Lc 11,1). Es el Espíritu Santo el que viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos orar, y ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8,26-28). Así nos lo asegura el Magisterio apostólico:

«El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (1Cor 3,16; 6,19), y en ellos ora» (Vat. II, LG 4). Cristo «está presente cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió “donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20)» (SC 7).  «Cristo está presente [realmente presente, destaca Pablo VI] en su Iglesia orante» (enc. Mysterium fidei).

Nuestro Señor y Salvador Jesucristo ora con nosotros cuando rezamos la liturgia de las Horas. Estar  atentos para captar en la fe esa presencia es aún más importante que estar atentos a lo que estamos rezando, aunque también esto es necesario. Sea el rezo de las Horas comunitario o privado, es Cristo quien, por obra del Espíritu Santo, y por medio de las oraciones que la Iglesia pone en nuestros labios, ilumina nuestra mente y eleva al Padre nuestros corazones. Es Él, por tanto, nuestra Cabeza, quien lleva la voz cantante.

«El Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales. Él mismo une a sí la comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza.

«Esta función sacerdotal [de Cristo] se prolonga a trvés de su Iglesia, que sin cesar alaba al Señor e intercede por  la salvación de todo el mundo, no sólo celebrando la Eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio divino.

«Así, por una antigua tradición cristiana, el Oficio divino está estructurado de tal manera que la alabanza de Dios consagra el curso entero del dia y de la noche. Y cuando los sacerdotes y todos aquellos que han sido destinados a esta función por institución de la Iglesia cumplen debidamente ese admirable cántico de alabanza, o cuando los fieles oran junto con el sacerdote en la forma establecida, entonces es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo con su Cuerpo al Padre» (SC 83-84).

Entramos por la liturgia de las Horas en la oración mismo del Hijo divino al Padre celestial

Desde la eternidad el Verbo es el esplendor de la gloria del Padre (Heb 1,3). Él es la glorificación eterna del Padre. Lo es en un sentido objetivo, como imagen perfecta de la gloria del Padre, y lo es en un sentido subjetivo, pues el Verbo conoce y ama al Padre.

En la Encarnación,llegada la plenitud de los tiempos, el Verbo glorifica al Padre aquí en el mundo. Con su vida, con su palabra, con su oración, con su sacrificio final, glorifica al Padre, congregándole al precio de su sangre una inmensa familia de hijos, que gracias a Él le conocen y le aman. El mismo lo declara: «Yo te he glorificado sobre la tierra» (Jn 17,4).

Después de la resurrección,Jesucristo, sacerdote eterno, sigue glorificando al Padre, ahora en unión con todos los cristianos, que han sido asociados a su canto en la liturgia celestial y en la liturgia temporal, que es un eco de la primera.

* * *

Debemos, pues, contemplar la oración de Cristo, tal como se nos revela en el Evangelio y en la historia de la Iglesia, para mejor asimilarla en nuestra mente y voluntad.

Jesucristo ora al Padre, porque vive siempre unido al Padre, pendiente en todo de su voluntad, y del Padre recibe todo: pensamiento, voluntad, obras, palabras. «En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo [por su cuenta], sino lo que ve hacer al Padre; porque lo que hace éste lo hace igualmente el Hijo» (Jn 5,19). «El que me envió está conmigo, porque yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). El corazón de Cristo, tanto en el mayor gozo, como en la más grande angustia,  se dirige siempre al Padre (Mt 6,9; 11,25; Lc 23,34,46; Jn 11,41; 12,27-28; 17,1-25; etc.). Ésa es el alma propia de su oración: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Lc 10,31).

El alma humana de Jesús contempla a Dios en una visión beatífica, en una visión perfecta de la esencia misma de Dios uno y trino. Esa contemplación perfecta propia de los bienaventurados, en esta vida es dada también a los cristianos como algo posible, aunque imperfecto, en la oración de contemplación mística. La oración que conocemos en los más altos místicos cristianos es sólo una participación en la plenitud indescriptible de la contemplación de Cristo. Jesucristo, en oración ante el Padre, queda sumido en la más plena y perfecta contemplación amorosa, en absoluta quietud y descanso de la mente y del corazón.

La alabanza y acción de gracias expresan en Cristo la infinita unión de amor que le une al Padre: «Yo sé que siempre me escuchas» (Jn 11,41). «Éste es mi hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias» (Mt 3,17; 17,5).Cristo contempla en el Padre, en sí mismo, en los hombres, el cumplimiento maravilloso de la gran restauración de todo por la gracia, y brota de su corazón humano la oración del Verbo eterno divino: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra»…

La oración de petición se eleva también del corazón de Cristo al Padre, suplicando que el Padre sea glorificado en toda la tierra, y que también Él sea glorificado (Jn 11,31-32). «Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para librarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor» (Heb 5,7). Pide Cristo al Padre también para nosotros  el pan de cada día, el perdón de nuestros pecados, el Espíritu de filiación, que nos introduzca en la vida divina trinitaria. En la grandiosa oración final de la última Cena se revela lo que Cristo pide al Padre por nosotros:

«Padre, llegó la hora: glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que tú le diste les dé El la vida eterna» (Jn 17,1-2). «Yo rogaré al Padre y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre» (14,16). «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú [Padre] me diste» (17,9). «Padre santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para que sean uno como nosotros» (17,11). «Santifícalos en la verdad» (17,17). «No ruego sólo por éstos, sino por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que tú me has enviado» (17,20-21). «Padre, lo que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo» (17,24)

Y estas peticiones de Jesucristo por nosotros no cesan nunca, pues Él, una vez resucitado y ascendido al cielo, vive siempre junto al Padre para interceder por nosotros (Heb 7,25; 9,24; Rm 8,34; 1Jn 2,1).

Cristo oraba continuamente, pero también distribuía en sus días con dominio perfectamente libre el «ora y el labora». Si Él nos enseñó que «es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18,1), también con su ejemplo nos enseñaba a distribuir el tiempo de la acción y el tiempo de la oración: «Se retiraba a lugares solitarios y se daba a la oración» (5,16). La forma verbal griega usada por el evangelista indica una acción habitual. En efecto, nunca eran sofocados en Cristo los tiempos de la oración por las vicisitudes del trabajo apostólico. Y cuando quería, con pleno dominio, ponía término a la oración y despedía a la gente; o limitaba su oración, acudiendo a la acción que se le solicitaba.

En varias ocasiones lo comprobamos. Una vez, estando rodeados por la muchedumbre, les dijo a los apóstoles: «Venid, retirémonos a un lugar desierto, que descanséis un poco, pues eran muchos los que iban y venían, y ni espacio les dejaban para comer. Fuéronse en la barca a un sitio desierto y apartado». Pero la gente les siguió tercamente, y «al desembarcar vio una gran muchedumbre, y se compadeció de ellos, porque eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles largamente». El retiro deseado fue así postergado, por la exigencia de la caridad pastoral. Pero más tarde, en esa misma ocasión, llegó la hora en que «mandó a sus discípulos subir a la barca [de nuevo] y precederle al otro lado, frente a Betsaida, mientras El despedía a la muchedumbre. Y después de haberles despedido se fue  un monte a orar» (Mc 6,30-46).

Esta «limitación» de la actividad, incluido el trabajo apostólico o la beneficencia, para abrir espacio a la oración, es afirmado por Jesús en muchas ocasiones, y nosotros debemos seguir su ejemplo, si de verdad queremos dejarle orar en nosotros al Padre. «A la mañana, mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba. Fue después Simón y los que con él estaban, y hallado, Ie dijeron: “todos andan en busca de ti”» (Mc 1, 35-37). Ya El lo sabía, pero permanecía en oración. Otra vez se nos dice que «cada vez se extendía más su fama y concurrían numerosas muchedumbres para oírle y ser curados de sus enfermedades, pero El se retiraba a lugares solitarios y se daba a la oración» (Lc 5,15-16)…

Las  objeciones hoy tan frecuentes contra la oración –«basta con amar a los hombres», «la oración aleja de la realidad, aleja de la fraternidad», «la oración es evasión», «la oración introduce en la vida del hombre un dualismo de fondo maniqueo», etc. se desvanecen contemplando el ejemplo de Cristo tal como aparece en el Evangelio. La primacía de la oración afirma la prevalencia absoluta de Dios en sí mismo. 

En Cristo siempre la oración precedía a la acción, como lo vemos especialmente en los momentos más importantes de su vida pública. Antes de iniciar su predicación, fue llevado Jesús por el Espíritu a! desierto, donde permaneció retirado cuarenta días, a solas con el Padre (Mt 4,1-11). Antes de elegir a doce de entre sus discípulos, «salió hacia la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios» (Lc 6, 12). Venía Cristo de orar cuando Pedro,  por revelación del Padre, le confesó «Hijo de Dios vivo» (Lc 9,18; Mt 16,16). También venía de orar por la noche en el monte, cuando caminó sobre las aguas, y subió a la barca de sus discípulos, calmándose el viento (Mc 6,46-52).

Cristo ora en la alegría de saberse amado por el Padre y siempre escuchado: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre me escuchas (Jn 11,42). Cristo ora, como su Madre en el Magnificat, cuando se alegra en los designios del Padre: «En aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo y dijo: «Yo te alabo, Pare, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, porque tal ha sido tu beneplácito» (Lc 10,21). Pero también Cristo ora al Padre en la angustia: «Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Mas para esto he venido ya a esta hora! Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,27-28).

La tranfiguración del Señor, uno de los más hermosos misterios de su vida, sucedió precisamente estando en oración: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro se transformó, su vestido se volvió blanco y resplandeciente» (Lc 9,29). ¡Qué momento!… En la altura y en la soledad del monte, sólo tres testigos presencian la transfiguración de Cristo orante. Pedro exclama, sin saber lo que dice: «Maestro, qué bueno es estar aquí»…

Al final de la vida pública de Jesús, era tal la hostilidad de sus enemigos, que «ya no andaba en público entre los judíos, sino que se fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efrem, y allí moraba con los discípulos» (Jn 11,54). De allí irá a Betania, y de Betania a Jerusalén y a la Cruz. El mundo manda callar definitivamente al Verbo divino, que bajó del cielo, haciéndose hombre para salvar a los hombres. Vino la Luz a las tinieblas, «pero las tinieblas no la recibieron» (Jn 1,5). Y al final de su vida en la tierra, el Verbo encarnado ya no predica; calla, cesa la acción, y su final en el mundo será todo oración.

En la Pasión de Cristo, en sus tres fases –la Cena, la Agonía en el huerto y la Cruz–, el Evangelio nos da a conocer la oración de Cristo. En la Cena, ante sus discípulos, Jesús levanta su corazón al Padre en una oración grandiosa: «Padre, llegó la hora» (Jn 17,1). Y después de recitar con sus apóstoles los salmos Hallel, según la usanza pascual judía, se encamina con ellos hacia el huerto de los Olivos (Mt 26,30; Mc 14,26) En Getsemaní están con él Pedro, Santiago y Juan; los mismos, pues, que fueron testigos de su tranfiguración van a contemplarlo ahora en el más profundo abatimiento. «Comenzó a entristecerse y a angustiarse Y les dijo: «Triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo. Y adelantándose un poco, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz; pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú”. Y viniendo a los discípulos, los halló dormidos, y dijo a Pedro: ¿de modo que no habéis podido velar conmigo una hora? Velad y orad, para no caer en la tentación». Así sucedió tres veces, y finalmente, estando Cristo en oración, vinieron a prenderle (Mt 26,36-46).

Ante el Sanedrín, «Jesús callaba» (Mt 26, 63), no quería ya comunicar con los hombres que le acusaban, estaba a solas con el Padre: «No estoy solo, sino yo y el Padre, que me ha enviado» (Jn 8,16). En la Cruz, recitando el salmo 22, clama a su Padre: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Jesucristo muere vuelto al Padre en oración: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu; y diciendo esto expiró» (Lc 23, 46).

En cuanto a las circunstancias de la oración de Cristo sabemos que con frecuencia «se retiraba a lugares solitarios y se entregaba a la oración» (Lc 5,16; 9,18; Mt 14,23; 26,36; Mc 1,35, etc.). Pero, aparte de estas oraciones largas, cumplidas en el alejamiento de los hombres, sabemos también que el corazón de Cristo se levantaba al Padre en oraciones breves, surgidas en medio de la acción, con ocasión de acontecimientos alegres o penosos. Por ejemplo, estaba predicando, y «en aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: “Yo te alabo, Padre”…» (Lc 10,11). Estando también enseñando como Maestro, se interrumpe y dice: «Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Mas para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,27-28).

Cristo solía retirarse para orar a solas, después de atender a la muchedumbre, en la transfiguración, en Getsemaní, etc. La razón es muy simple: los discípulos no habían recibido todavía el Espíritu Santo, el Espíritu de filiación, que hace posible levantar el corazón al Padre (Rm 8,26-27). Pero también Cristo oraba a veces en presencia de sus discípulos, como lo hemos visto en la solemne oración de la última Cena (Jn 17). E incluso canta con ellos los salmos Hallel (113-118), con los que se concluía la comida pascual (Mt 26,30). Y notemos también un dato importante: Cristo oraba muchas veces con los salmos, haciéndolos suyos y llevándolos a la plenitud de su verdad y belleza. Y muere rezando un salmo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46; Sal 30,6)

La montaña, la soledad, la noche y el alba, son los marcos preferidos de Cristo para la oración… «Subió a un monte apartado para orar, y llegada la noche, estaba allí solo» (Mt 14,23; Mc 6,46; Lc 6,12; 9,28; etc.). El Señor, llegado el momento, pone término a su predicación al pueblo, termina de conversar con sus discípulos, y se va, se ausenta, se retíra a orar. Y el ardor interno de la oración de Cristo se manifiesta entonces en actitudes corporales externas: al orar levanta los ojos al cielo (Mc 7,34; Jn 11,41; 17,1), se postra de rodillas (Lc 2241), inclina su rostro hasta la misma tierra (Mt 26,39), llega al grito y a las lágrimas (Mt 27,46; Heb 5,7).

Y siempre su oración es sencilla y directa, llena de amor filial, pero sin concesiones sensibleras. Por ella entrega su voluntad al Padre (Lc 22,42; Mt 6,10), por ella al morir le entrega su espíritu, en comunión de amor perfecta.

* * *

¿Cómo participar de la oración de Cristo al Padre? O lo que es lo mismo: ¿cómo dejarle orar en nosotros? Imposible para el hombre adámico, carnal, pecador, como no sea por obra del Espíritu Santo, el Espíritu de la filiación divina, el que clama desde lo más profundo que hay en nosotros: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15). Por él nos atrevemos a decir: «Padre nuestro, que estás en el cielo». Todas las grandes oraciones del Antiguo Testamento –los cantos de Moisés, Azarías, Judit, los salmos, etc.–, eran sólo una revelación incipiente de la eterna piedad del Verbo, que en Jesucristo se manifiesta plenamente. ¡Y de ella participamos nosotros por obra del Espíritu Santo!

La oración de Cristo… qué maravilla, qué misterio inefable de unión entre el Padre y el Hijo, en el amor del Espíritu Santo. Parece simplemente imposible que podamos nosotros participar de la oración de Cristo. Y sin embargo, Él nos envía desde el Padre el Espíritu Santo que lo hace posible. Y el medio más perfecto que nos da para ello a través de la Iglesia es el rezo de la liturgia de las Horas. Éstas expresan exactamente el espíritu de Cristo orante. Ya lo hemos dicho con palabras del Vaticano II: la oración litúrgica de las Horas es precisamente la oración de Cristo con su Cuerpo al Padre.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

4 comentarios

  
Rexjhs
Precioso, padre Iraburu. ¡Cuántos sacerdotes pasan por crisis espirituales, e incluso pierden la fe, por abandonar la oración, en aras de esa fiebre de actividad humana, que no se puede mantener por las propias fuerzas! ¡Cuánta oración nos hace falta a todos, de adoración ante el Santísimo, de alabanza, de intercesión, para llenar nuestro corazón de las gracias de Dios, para así poder repartir nuestras obras entre los hermanos! Nadie da lo que no tiene, y nadie puede mantenerse en pie espiritualmente sin oración, que es la unión con Dios, como también lo es la eucaristía.
29/01/15 5:19 PM
  
Luis E. NESI S.
Gracias P. JMI. Hermosa reflexión que nuevamente revaloriza la Liturgia de las Horas. Nuestro Padre sabrá premiar su esfuerzo! Me encomiendo a sus oraciones y a su bendición.
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JMI.-Es la gracia de Dios la que me mueve a escribir estas verdades tan ignoradas con frecuencia. A Él la gloria por los siglos. Amén.
Bendición +
31/01/15 8:56 PM
  
Blanca
GRACIAS Padre JMI!
A.M.D.G!
05/02/15 12:49 PM
  
Luis F. Ramos
Padre Iraburo
he leído sus post sobre la oración. Son excelentes.Yo rezo los laudes y el rosario diariamente, e intento rezar la oración silenciosa. Podría publicar sobre esta última.
Gracias don José María.
Paz y alegría en Jesucristo Señor Nuestro.
09/02/15 7:23 PM

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