(282) Liturgia –18. Eucaristía, 13. La comunión (y d) y la santidad
–«Tomad y comed: esto es mi cuerpo».
–Cristo, al mismo tiempo, nos dice una verdad inefable y nos da un mandato.
Comunión y santidad
«Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,53-54). La enseñanza de Jesús es muy clara: la santificación cristiana tiene forma eucarística. Es así, al menos ordinariamente, como ha querido Dios santificarnos. Y nosotros no podemos santificar-nos según nuestros gustos o inclinaciones –es absurdo–, sino según el Señor ha dispuesto hacerlo, y según nos lo ha dicho. Sólo él es «Santo y fuente de toda santidad» (Pleg. eucarística II).
En realidad, no es posible nuestra santificación sin verdaderos milagros de la gracia
¿Cómo, si no, podríamos librarnos de pecados, defectos o imperfecciones tan arraigados en nuestra personalidad? San Juan de la Cruz nos muestra claramente que la purificación activa del cristiano no puede alcanzar la perfecta santidad, «hasta que Dios lo hace en él, habiendose él pasivamente» (I Noche 7,5). En la fase primera ascética de la vida cristiana –los cinco…o los cincuenta años primeros– el cristiano co-labora con la acción de la gracia de Dios activamente, a modo humano, ejercitándose, a veces con ayuda de métodos y reglas de vida, en la obra de su santifiación. Pero si ése fuera el único modo, no podría llegar a la plena santidad. Es necesaria una fase mística final en la que Dios obra en él, habiéndose él pasivamente.
Pues bien, aunque nosotros hemos de realizar, colaborando con la gracia divina, tantos actos de virtud en el camino de la perfección evangélica, sobre todo de fe y de caridad, en cuanto ello nos sea dado por la gracia, lo cierto es que de la comunión eucarística puede decirse, más o menos, lo que San Juan de la Cruz afirma de la oración y de la santificación mística. En ella «Dios es el agente y el alma es la paciente»; y el alma está «como el que recibe y como en quien se hace, y Dios como el que da y como el que en ella hace» (Llama 3,32). Lo que en modo alguno excluye, sino incluye, que el cristiano colabore con la gracia al comulgar con operaciones activas de su mente y de su voluntad –si Dios, claro está, le mueve a estos actos–.
La comunión eucarística es, pues, un momento privilegiado para esos milagros de la gracia sin los que nadie llega a la plena santidad. Cristo en ella, con todo el poder de su pasión gloriosa y de su resurrección admirable, nos concede ir muriendo a los pecados del hombre viejo, e ir renaciendo a las virtudes y dones espirituales del hombre nuevo. Si es en la Eucaristía donde, por obra del Espíritu Santo, el pan y el vino se convierten en cuerpo y sangre de Cristo, es enella donde igualmente, por obra del Espíritu Santo, los hombres carnales se van transformando en hombres espirituales, cada vez más configurados a Cristo.
Lo mismo, dicho en negativo: «si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). «Vosotros estabais muertos por vuestros delitos y pecados… pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo» en la Eucaristía (Ef 2,1-5).
Los santos y la comunión eucarística
Sólo los santos conocen y viven plenamente la vida cristiana. Y, concretamente, sólo los santos veneran como se debe el gran sacramento de la Eucaristía. Por eso en esto, como en todo, nosotros hemos de tomarles como maestros. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, según declaran en el Proceso de canonización sus compañeros, «omni die celebrabat missam cum lacrymis» (n.49), sobre todo a la hora de comulgar (n.15). Y también San Ignacio de Loyola lloraba con frecuencia en la misa (Diario espiritual 14). Nosotros, hombres de poca fe, no lloramos, pues apenas sabemos lo que hacemos cuando asistimos a la misa. Son los santos, realmente, los que entienden, en fe y amor, qué es lo que en la Misa están haciendo, o mejor, qué está haciendo en ella la Trinidad santísima. Por eso han de ser ellos los que nos enseñen a celebrar el sacrificio euca-rístico y a recibir en la comunión el cuerpo y la sangre de Cristo.
San Francisco de Asís, siendo diácono, pocos años antes de morir, escribe una Carta a los clérigos, en la que confiesa conmovedoramente toda la grandeza del ministerio eucarístico que desempeñan. Y en su Carta a toda la Orden reitera las mismas exhortaciones: «Así, pues, besándoos los pies y con la caridad que puedo, os suplico a todos vosotros, hermanos, que tributéis toda reverencia y todo el honor, en fin, cuanto os sea posible, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en quien todas las cosas que hay en cielos y tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente [Col 1,20]» (12-13). Él, personalmente, «ardía de amor en sus entrañas hacia el sacramento del cuerpo del Señor, sintiéndose oprimido y anonadado por el estupor al considerar tan estimable dignación y tan ardentísima caridad. Reputaba un grave desprecio no oír, por lo menos cada día, a ser posible, una misa. Comulgaba muchísimas veces, y con tanta devoción, que infundía fervor a los presentes. Sintiendo especial reverencia por el Sacramento, digno de todo respeto, ofrecía el sacrificio de todos sus miembros, y al recibir al Cordero sin mancha, inmolaba el espíritu con aquel sagrado fuego que ardía siempre en el altar de su corazón» (II Celano 201).
Es un dato cierto, como ya dije, que los santos, muchas veces, han recibido precisamente en la comunión eucarística gracias especialísimas, decisivas en su vida.
Recordemos, por ejemplo, a Santa Teresa de Jesús. Ella, cuando no era costumbre, «cada día comulgaba, para lo cual la veía [esta testigo] prepararse con singular cuidado, y después de haber comulgado estar largos ratos muy recogida en oración, y muchas veces suspendida y elevada en Dios» (Ana de los Angeles: Bibl. Míst. Carm. 9,563).
Las más altas gracias de su vida, y concretamente el matrimonio espiritual, fueron recibidas por Santa Teresa en la Eucaristía. Ella misma afirma que fue en una comunión cuando llegó a ser con Cristo «una sola carne», en ese matrimonio inefable. «Un día, acabando de comulgar, me pareció verdaderamente que mi alma se hacía una cosa con aquel cuerpo sacratísimo del Señor» (Cuenta conciencia 39, en 1575: a los 60 años de edad; cf. VII Moradas 2,1). Y Teresa encuentra a Jesús en la comunión resucitado, glorioso, lleno de inmensa majestad: «No hombre muerto, sino Cristo vivo, y da a entender que es hombre y Dios, no como estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de resucitado. Y viene a veces con tran grande majestad que no hay quien pueda dudar sino que es el mismo Señor, en especial en acabando de comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice la fe. Represéntase tan Señor de aquella posada que parece, toda deshecha el alma, se ve consumir en Cristo» (Vida 28,8).
Cuando el Pan eucarístico es el único pan
Otros santos ha habido que vivían alimentándose solamente con el Pan eucarístico, es decir, con el cuerpo de Cristo. En esos casos milagrosos ha querido Dios manifestarnos, en una forma extrema, hasta qué punto tiene Cristo capacidad en la Eucaristía de «darnos vida y vida sobreabundante» (Jn 10,10).
El Beato Raimundo de Capua, dominico, que fue director espiritual de Santa Catalina de Siena, refiere de ella que «siguiendo pasos casi increíbles, poco a poco, pudo llegar al ayuno absoluto. En efecto, la santa virgen recibía muchas veces devotamente la santa comunión, y cada vez obtenía de ella tanta gracia que, mortificados los sentidos del cuerpo y sus inclinaciones, sólo por virtud del Espíritu Santo su alma y su cuerpo estaban igualmente nutridos. De esto puede concluir el hombre de fe que su vida era toda ella un milagro… Yo mismo he visto muchas veces aquel cuerpecillo, alimentado sólo con algún vaso de agua fría, que… sin ninguna dificultad se levantaba antes, caminaba más lejos y se afanaba más que los que la acompañaban y que estaban sanos. Ella no conocía el cansancio… Al comienzo, cuando la virgen comenzó a vivir sin comer, fray Tommaso, su confesor, le preguntó si sentía alguna vez hambre, y ella respondió: “Es tal la saciedad que me viene del Señor al recibir su venerabilísimo Sacramento, que no puedo de ninguna manera sentir deseo por comida alguna"» (Legenda Maior: Santa Catalina de Siena II, nn. 170-171).
El hambre de Cristo en la eucaristía era a veces en Santa Catalina torturante. Pero cuando comulgaba quedaba a veces absorta en Dios durante horas o días. Era este efecto tan frecuente y tan profundo, que más de una vez los frailes dominicos, cuando iban a tener, por ejemplo, la Misa de una boda al mediodía, le rogaban que ese día no comulgase por la mañana; y aún se dió el caso de que, al haber omitido tal ruego, llegada la hora tuvieron que retirarla entre varios como si fuera un mueble inerte.
Una vez «su confesor, que le había visto tan encendida de cara mientras le daba el Sacramento, le preguntó qué le había ocurrido, y ella le respondió: “Padre, cuando recibí de vuestras manos aquel inefable Sacramento, perdí la luz de los ojos y no vi nada más. Lo que vi, más aún, hizo tal presa en mí que empecé a considerar todas las cosas, no solamente las riquezas y los placeres del cuerpo, sino también cualquier consolación y deleite, aun los espirituales, semejantes a un estiércol repugnante. Por lo cual pedía y rogaba, a fin de que aquellos placeres también espirituales me fuesen quitados mientras pudiese conservar el amor de mi Dios. Le rogaba también que me quitase toda voluntad y me diera sólo la suya. Efectivamente, lo hizo así, porque me dio como respuesta: “Aquí tienes, dulcísima hija mía, te doy mi voluntad"… Y así fue, porque, como lo vimos los que estábamos cerca de ella, a partir de aquel momento, en cualquier circunstancia, se contentó con todo y nunca se turbó» (ib. 190).
La historia de la espiritualidad cristiana nos da cuenta con cierta frecuencia de casos semejantes. La beata Ana Catalina Emmerich (1774-1824), habiendo recibido los sagrados estigmas de la Pasión del Señor, fue objeto de comisiones de investigación implacables, numerosas, interminables a veces, por parte de la Iglesia e incluso de la autoridad civil. Pero ninguna de ellas pudo nunca demostrar ni la falsedad de los estigmas, ni la realidad prolongada durante años de su milagrosa inedia: no recibía, no podía recibir otro alimento o bebida que el Pan vivo bajado del cielo. También su vida era un milagro eucarístico permanente.
Preparación y acción de gracias
Los santos han cuidado mucho la preparación espiritual para comulgar, ayudándose para ello de la confesión sacramental, y encareciendo ésta tanto o más que aquélla. El laxismo actual en el uso de la eucaristía lleva a lo contrario, a comulgar muchas veces, no confesando sino muy de tarde en tarde o incluso casi nunca. Es una de las cuestiones que hoy exigen en la Iglesia una reforma más urgente.
Atengámonos al Magisterio apostólico y a la enseñanza de los santos en todo, pero muy especialmente en nuestra vida eucarística, asunto tan grave y altísimo. Son los santos, expertos en el amor de Cristo, y muy especialmente la Virgen María, quienes podrán enseñarnos y ayudarnos a comulgar. Ellos son los que de verdad conocen y entienden la locura de amor realizada por Cristo, cuando él responde con la Eucaristía a la petición de sus discípulos: «quédate con nosotros» (Lc 24,29). Así Santa Catalina:
«¡Oh hombre avaricioso! ¿Qué te ha dejado tu Dios? Te dejó a sí mismo, todo Dios y todo hombre, oculto bajo la blancura del pan. ¡Oh fuego de amor! ¿No era suficiente habernos creado a imagen y semejanza tuya, y habernos vuelto a crear por la gracia en la sangre de tu Hijo, sin tener que darnos en comida a todo Dios, esencia divina? ¿Quién te ha obligado a esto? Sola la caridad, como loco de amor que eres» (Oraciones y soliloquios 20).
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
7 comentarios
La eucaristía es medio por el que nos llegan gracias increíbles, desde luego. Nos va rehaciendo a hechura del Hombre Celestial, y nos anticipa misteriosamente la belleza de la Ciudad Celeste, como primicia de la Tierra Nueva, moviendo montañas de Misterio de un corazón a otro en la Comunión de los Santos.
Realmente, no podemos emprender un camino extraeucarístico de santidad, como quiere hacernos creer el pelagianismo auto-redentivo.
Gracias de nuevo.
-------------------------
JMI.-La Eucaristía es Cristo, y Cristo es luz, vida, alegría, verdad, belleza, bien, paz, santidad. Infinitamente. Eso es la Eucaristía: Cristo. Cristo que "se nos entrega" como Pan vivo bajado del cielo.
Bendición +
----------------------------
JMI.-De estos dos casos hay constancia histórica absolutamente fide-digna.
Y de otros.
"Qué tengo yo, que mi amistad procuras", dijo Lope de Vega. Y qué tengo yo para que me ames así, Señor Dios mío. Y así diré hasta el día en que Te vea tras el velo del Sacramento.
-----------------------------
JMI.-"Vivo en la fe del Hijo de Dios, que ME amó y se entregó por MÍ" (Gal 2).
Eso puede (debe) decirlo cada uno de nosotros.
De la mesa y el ordenador que tengo delante y estoy viendo es algo de lo que no puedo estar completamente seguro que sea real, al fin y al cabo puede ser una ilusión, meras sombras, pero que Cristo está presente en la eucaristía es algo de lo que puedo estar completamente seguro, por eso de momento prefiero no mancillar ese sacramento, quizás en otro momento cuando sepa que no voy a volver a caer.
----------------------------
JMI.-Si esperamos a estar seguros de que no volveremos a caer, no comulgaríamos nunca. No, me parece, con perdón, que no lo tiene bien entendido.
20. Porque si, después de haberse alejado de la impureza del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, se enredan nuevamente en ella y son vencidos, su postrera situación resulta peor que la primera.
21. Pues más les hubiera valido no haber conocido el camino de la justicia que, una vez conocido, volverse atrás del santo precepto que le fue transmitido.
22. Les ha sucedido lo de aquel proverbio tan cierto: «el perro vuelve a su vómito» y «la puerca lavada, a revolcarse en el cieno».
----------------------------
JMI.-En principio, la idea de San Pedro "apártate de mí, que soy pecador", no está buena. Sí es cierto que hemos de estar en gracia de Dios para comulgar, pero comulgamos precisamente para unirnos más a Cristo y estar más fuertes y firmes en la vida cristiana.
"Si no coméis mi carne, no tendréis vida en vosotros".
-----------------------
JMI.-En la Fund. GRATIS DATE, en cuadernos grandes (A4), a dos columnas y conservando las imágenes del blog, he ido publicando varias de las series de artículos del blog REFORMA O APOSTASÍA. Concretamente: Reforma o apostasía; Gracia y libertad; Mala doctrina; Católicos y política; La Cruz gloriosa. Si Dios me lo concede, podría hacerse lo mismo con los artículos sobre Liturgia.
Oremos. La oración de petición ha de ir siempre por delante de cualquier acción. Ora et labora.
Dios quiera que pueda publicar, el libro sobre Liturgia que tanta falta hace.
Gracias y que Dios lo siga bendiciendo.
Yuri
----------------------
JMI.-Bendición +
Dejar un comentario