(263) Castidad –6. en el matrimonio por los métodos naturales

–Si no recuerdo mal, dijo usted que «en breve» publicaría este artículo. Hay que cumplir lo que se dice.

–«Yo no soy profeta ni hijo de profeta» (Am 7,14). «El hombre propone y Dios dispone».

Un último intento. De la paternidad responsable ya he tratado en los tres artículos precedentes (260-262). En éste de ahora no me dirijo ya a –los matrimonios «malos», que la rechazan y practican malamente la anticoncepción. Tampoco hablo a –los matrimonios «buenos» que reciben plenamente esta enseñanza de la Iglesia. Me dirijo en un último intento a –los matrimonios «buenos» que no acaban de entender o de aceptar la doctrina de la Iglesia sobre la regulación de la fertilidad.

El matrimonio y la unión conyugal «están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos» (Vat. II, GS 50). El amor de los padres, por tanto, es imagen Dios, amor-fecundo, amor-difusivo de su propia bondad; «está llamado a ser para los hijos signo visible del mismo amor de Dios, “de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3,15)» (ib.). (cf. 260).

Antiguamente apenas se conocía el ciclo femenino de la fertilidad. Se conocía, por supuesto, su existencia, pero la ciencia no se había desarrollado hasta el punto de poder conocer y reconocer con exactitud las fases alternantes de fertilidad e infecundidad. Los buenos matrimonios cristianos cumplían su altísima misión de transmitir la vida humana con su mejor voluntad de servir al Señor y a sus designios, pero un tanto a ciegas, porque en cada una de sus uniones sexuales desconocían si de esa relación había posibilidad –grande o pequeña– de que se siguiera un embarazo o no. Por tanto, a lo largo de la vida conyugal, la colaboración de los esposos con Dios Creador tenía unos efectos generativos en buena medida imprevisibles. De hecho, los cónyuges, según su modo de ser, según temperamento, exigencia física, afectiva, sensual, o según circunstancias exteriores condicionantes, se unían con mayor o menor frecuencia, sin apenas distinguir días fértiles o infértiles. Y los buenos cristianos aceptaban de buen grado los hijos que iban llegando –«que sea lo que Dios quiera»–, considerándolos como lo que son: un gran don de Dios.

A mediados del siglo XX, los progresos de la ciencia abren paso a los métodos naturales para regular la fertilidad de los matrimonios. Son un gran don de la Providencia divina, que posibilitan a los matrimonios en su función generativa una co-laboración con el Creador mucho más consciente y perfecta. Estos métodos, que lógicamente eran en su inicio poco precisos, con el tiempo han conseguido gran precisión y seguridad. Paso especialmente importante fue el dado por las investigaciones de los esposos John Billings (1918-2007) y Evelyn Billings (1918-2013), médicos australianos católicos. Otras investigaciones muy valiosas, entre las que destacan las del profesor Josef Rotzër, llevaron a la creación del Método Sintotérmico.

Este método, que integra el Billings y otros medios naturales, se muestra en diversas investigaciones como tan confiable como la píldora –aunque ésta sólo sirve para infertilizar–. Determina con gran exactitud en el ciclo mensual de la esposa la fertilidad o infertilidad. En el Índice Pearl, que mide la eficacia de los métodos, la fiabilidad total es el 0, y el método sintotérmico tiene un valor de 0,4 es decir, una fiabilidad casi absoluta, que en la fase postovulatoria es absoluta. La seguridad de este método depende, por supuesto, del conocimiento exacto que de él tengan los cónyuges, de su motivación y de su comportamiento. Los Centros contrarios a los métodos naturales, que son gran mayoría, normalmente mienten al negarles fiabilidad, pues contrarían los datos científicos que ya conocen.

En 1988, con ocasión de la Conferencia del Consejo de las Organizaciones Internacionales de las Ciencias Médicas, una Comunicación de la Santa Sede, después de rechazar la barbarie de los métodos anticonceptivos –inmorales, destructores del amor conyugal y de la familia, caros, con efectos secundarios negativos, y a veces abortivos–, recomienda vivamente los métodos naturales para la regulación de la fertilidad:

La regulación de la fertilidad por los métodos naturales «es científicamente válida… Los métodos naturales están exentos de todo efecto abortivo… No acarrean efectos colaterales nocivos… Pueden usarse para retrasar o conseguir embarazos… Reducen la mortalidad infantil… Devuelven la dignidad a las mujeres… Fortifican el matrimonio, y en consecuencia la vida familiar… Pueden enseñarse a cualquiera y su utilización es fácil… No suponen apenas peso económico en los usuarios… No exigen en la mujer ciclos regulares para poder ser aplicados con seguridad… Dan a la mujer un autoconocimiento muy valioso cuando surgen problemas ginecológicos…» Tratándose de un Congreso profano, la declaración de la Santa Sede se mantiene en un nivel meramente horizontal. Pero ya para entonces la Iglesia había conocido muy bien los grandes valores espirituales que los métodos naturales, por especial Providencia divina, podían facilitar en adelante a la vida de los matrimonios cristianos.

* * *

La doctrina espiritual de la «paternidad responsable» llega a su proposición más autorizada en el Concilio Vaticano II (1965), en la Constitución pastoral Gaudium et spes.

«En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. En último término, este juicio deben formarlo ante Dios los esposos personalmente. En su modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta ley a la luz del Evangelio» (GS 50).

La paternidad responsable, que integra el conocimiento de los métodos naturales, es exhortada por la Iglesia a los esposos como un modo perfecto de colaborar consciente y libremente con Dios en la generación de los hijos. Este modo hace posible que el curso de las uniones sexuales de los cónyuges se haga consciente, al conocer si es posible o no un embarazo, y facilita unos juicios prudenciales en esa colaboración con el Creador, que apenas eran antes posibles, cuando se desconocían los días fértiles o infértiles del ciclo femenino. Adviértase, pues, que la paternidad responsable –y los métodos naturales que eventualmente emplea de suyo, de ningún modo se orienta por sí misma a una mayor limitación de los embarazos. Y tampoco implica en absoluto una disminución en ese abandono confiado en la Providencia divina que todos los cristianos, y en modos muy concretos los esposos, deben vivir siempre incondicionalmente. Podemos comprobarlo en los mismos textos pontificios.

Pablo VI,  en la encíclica Humanæ vitæ (1968) (21) enseña a todo el pueblo cristiano:

«Una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige sobre todo a los esposos adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y de la familia, y también una tendencia a procurarse un perfecto dominio de sí mismos. El dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone sin ningún género de duda una ascética, para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente para observar la continencia periódica» (21). Más adelante citaré y analizaré el nº 10, en el que describe la paternidad responsable en relación con los procesos biológicos, las tendencias del instinto y las condiciones sociales y económicas.

«Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad. Los padres adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos; los niños y los jóvenes crecen en la justa estima de los valores humanos y en el desarrollo sereno y armónico de sus facultades espirituales y sensibles» (21).

El Beato Juan Pablo II, en la encíclica Familiaris consortio (1981), enseña a los matrimonios católicos la misma doctrina. «Ante el problema de una honesta regulación de la natalidad, la comunidad eclesial, en el tiempo presente, debe preocuparse por suscitar convicciones y ofrecer ayudas concretas a quienes desean vivir la paternidad y la maternidad de modo verdaderamente responsable».

«En este campo, mientras la Iglesia se alegra de los resultados alcanzados por las investigaciones científicas para un conocimiento más preciso de los ritmos de fertilidad femenina y alienta a una más decisiva y amplia extensión de tales estudios, no puede menos de apelar, con renovado vigor, a la responsabilidad de cuantos –médicos, expertos, consejeros matrimoniales, educadores, parejas– pueden ayudar efectivamente a los esposos a vivir su amor, respetando la estructura y finalidades del acto conyugal que lo expresa. Esto significa un compromiso más amplio, decisivo y sistemático en hacer conocer, estimar y aplicar los métodos naturales de regulación de la fertilidad.

«Un testimonio precioso puede y debe ser dado por aquellos esposos que, mediante el compromiso común de la continencia periódica, han llegado a una responsabilidad personal más madura ante el amor y la vida. Como escribía Pablo VI, “a ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible ante los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana” (Humanæ vitæ 25)» (35).

Juan Pablo II profundizó estas enseñanzas en las 129 Catequesis sobre el amor conyugal (1979-1984), especialmente en las últimas (114-129: 1984). «El hombre, como ser racional y libre, puede y debe releer con perspicacia el ritmo biológico que pertenece al orden natural. Puede y debe adecuarse a él para ejercer esa “paternidad-maternidad” responsable que, de acuerdo con el designio del Creador, está inscrita en el orden natural de la fecundidad humana […] Los mismos “ritmos naturales inmanentes en las funciones generadoras” pertenecen a la verdad objetiva del lenguaje que las personas interesadas [los cónyuges] deberían releer en su contenido objetivo pleno» (121: 5-IX-1984). Los esposos, en el ejercicio de su vida sexual, deben saber leer el proceso biológico que están viviendo, y no defender respecto de él su condición de analfabetos.

La Iglesia enseña que los esposos, en su altísima misión de colaborar con Dios en la transmisión de la vida humana, pueden y deben conocer en su vida sexual el ritmo biológico que pertenece al orden natural, para tenerlo en cuenta a la hora de vivir una paternidad responsable. Cuando la Iglesia promueve la difusión de los métodos naturales, para que se integren en la cultura general de las familias cristianas, lo que pretende es ayudar a los esposos para que realicen con fidelidad, con prudencia, con cruz, con paz, con verdadera caridad, «el sincero propósito de dejar cumplir al Creador libremente su obra» (Pío XII, 20-1-1958), y de este modo sean realmente «cooperadores del amor de Dios Creador y como sus in­térpretes» (GS 50).

La paternidad responsable exige en los esposos dominio de sí, y un ejercicio intenso de las virtudes de la castidad y de la continencia. Ya lo advertía Pablo VI en la Humanæ vitæ, como hemos visto:«Una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige sobre todo a los esposos… un perfecto dominio de sí mismos. El dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone sin ningún género de duda una ascética» (21), para que las manifestaciones sexuales de los esposos sean gratas a Dios y puedan, cuando sea conveniente, sujetarse a la continencia periódica. Juan Pablo II insiste en ello:

«La “continencia”, que forma parte de la virtud de la templanza, consiste en la capacidad de dominar, controlar y orientar los impulsos de carácter sexual (concupiscencia de la carne) y sus consecuencias en la subjetividad psicosomática del hombre. En cuanto disposición constante de la voluntad, merece ser llamada virtud». Ella, concretamente en la regulación de la fertilidad, no solamente purifica la concupiscencia de la carne, sino que «abre igualmente a los valores más profundos y maduros, inherentes al significado nupcial del cuerpo en su feminidad y masculinidad, así como a la auténtica libertad del don en la relación recíproca de las personas» (Catequesis 124: 24-X-1984).

De ningún modo, pues, ha de vincularse la paternidad responsable y los medios naturales con la familia reducida. Pero así vienen haciéndolo argumentalmente, sin fundamento alguno, los que se resisten a esta doctrina de la Iglesia. Para ello no pueden fundamentarse en ningún documento del Magisterio apostólico, pues es patente que lo que todos ellos pretenden es lograr el acorde más perfecto entre la voluntad de Dios y la voluntad de esposos: que éstos tengan los hijos que Dios quiera. Y tampoco pueden fundamentarse en la experiencia de quienes integran en su vida conyugal la regulación natural de la fertilidad a través de los métodos naturales, que facilitan una paternidad responsable. Muchos de estos matrimonios, quizá la mayoría, tienen familias numerosas, pues su colaboración con el Creador es más consciente y prudente, sujeta mejor las tendencias e impulsos psico-somáticos a razón y voluntad –a fe y caridad–, y regulando santamente su fertilidad, crece en ellos el aprecio por el misterio divino-humano de la transmisión de la vida.

Contraponer paternidad responsable y familia numerosa no tiene ningún fundamento ni en la doctrina ni en la experiencia. Los matrimonios cristianos infieles, cuando deciden evitar la concepción sin válidas razones o con ellas, no acuden casi nunca a los métodos naturales, que exigen un ejercicio intenso de la castidad y de la continencia periódica, sino que se van a los métodos anticonceptivos sin más, y casi siempre tienden a la familia reducida.

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La gran doctrina de la Iglesia católica sobre el matrimonio es rechazada por quienes afirman la licitud de la «anticoncepción» y por quienes no aceptan «la paternidad responsable», que en parte va vinculada con los métodos naturales para regular la fertilidad. Son muchos los matrimonios cristianos que practican la anticoncepción ilícita sin mayores problemas de conciencia. Y entre los buenos matrimonios son pocos los que aceptan y practican adecuadamente la paternidad responsable, pues en muchas Iglesias locales los métodos naturales apenas han tenido difusión. Como ya dije al principio, en este artículo hago un último intento para recomendar con la Iglesia la paternidad responsable y los métodos naturalesa.

Hay buenos matrimonios que aceptan doctrinalmente la doctrina de la Iglesia sobre la paternidad responsable, pero que prácticamente no acaban de aceptarla, no la conocen bien y tampoco se instruyen adecuadamente en los métodos naturales. Afectados a veces de un punto de semipelagianismo, estiman que vivir en el matrimonio una sexualidad que integre estos métodos reguladores es algo muy peligroso, pues seguramente llevará a reducir la natalidad en forma egoísta y culpable. Se niegan, pues, a usarlos. Prefieren  vivir en el matrimonio la sexualidad al modo antiguo, a ciegas, ignorando habitualmente las fases de la fertilidad de la esposa. Entienden en la práctica que la paternidad responsable viene a ser un modo de sustituir al Creador, tomando su lugar para dirigir la generación de los hijos. La ven, pues, como una falta de confianza en Dios. Creen que sin tener en cuenta, ni conocer bien los ciclos de fertilidad en la esposa, dejándose llevar sencillamente en la unión sexual del cariño, de la exigencia física o psicológica, de la tendencia instintiva (dependerá de la talla espiritual de cada uno), acertarán con la voluntad concreta de Dios más seguramente que formando en conciencia juicios rectos y prudentes en la dirección del proceso. 

Es cierto que los métodos naturales pueden ser aplicados con malicia, abusando de ellos, y empleándolos con mentalidad anticonceptiva, sin razones graves que en modo alguno justifiquen esa evitación o retraso de los embarazos. Todas las doctrinas y los métodos pueden ser malinterpretados o torcidos en su aplicación. Pero la Iglesia, precisamente cuando recomienda el uso de esos métodos, ya tiene buen cuidado de avisar de este peligro:

«El recurso a los “períodos infecundos” en la convivencia conyugal puede ser fuente de abusos» cuando, sin razones válidas, lo aprovechan los esposos para limitar o evitar la procreación culpablemente. Pero esos métodos pueden ser empleados tanto para frenar la fertilidad como «para acoger una prole más numerosa». Y por eso, quienes enseñan el «método» natural, nunca han de hacerlo en modo «desvinculado de la dimensión ética que les es propia» (Juan Pablo II, Catequesis 121: 5-IX-1984). Hay que proporcionar la herramienta y enseñar al mismo tiempo el modo honesto de usarla.

La Iglesia recomienda que los matrimonios cristianos conozcan bien los métodos naturales para regular la fertilidad. Junto a los documentos ya citados –la constitución conciliar Gaudium et spes, las encíclicas Humane vitae y Familiaris consortio– recordemos también la encíclica Evangelium vitae (1995), de Juan Pablo II. En ella se enseña y se argumenta con cierta amplitud que «los métodos naturales de regulación de la fertilidad han de ser promovidos como una valiosa ayuda para la paternidad y maternidad responsables» (88).

«La ley moral les obliga [a los matrimonios] a encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones, y a respetar las leyes biológicas inscritas en sus personas. Precisamente este respeto legitima el recurso a los métodos naturales de regulación de la fertilidad: éstos han sido precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y ofrecen posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los valores morales. Una consideración honesta de los resultados alcanzados debería eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los esposos, y también a los agentes sanitarios y sociales, de la importancia de una adecuada formación al respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio personal y dedicación con frecuencia ignorada [y no pocas veces desasistida y obstaculizada] trabajan en la investigación y difusión de estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los valores morales que su uso supone» (97).

La pastoral familiar que no se empeña en la difusión de los métodos naturales para la regulación de la fertilidad produce hoy daños graves en los matrimonios. Al omitir la difusión de esos métodos, al obstaculizar su difusión, al no disponer en las diócesis de Centros especializados que los enseñen con toda competencia, resisten las claras indicaciones de la Iglesia y dejan a los esposos que se ven en problemas a merced de los Centros de salud públicos, que únicamente suelen ofrecer la anticoncepción o incluso el aborto.

Pueden a veces los esposos llegar en su vida conyugal a situaciones matrimoniales de extrema dificultad en parte porque durante años ignoraron los métodos naturales. Y los ignoraron porque les previnieron contra ellos o porque no se los enseñaron o porque se los enseñaron mal. No pocos de estos matrimonios no saben entonces cómo superar estas situaciones, y al no distinguir bien sus fases fértiles o infecundas, acaban cayendo en la anticoncepción.

También puede suceder que estos matrimonios, cuando se ven en una situación extrema, acudan a un Centro católico o a un médico de confianza para que les instruya a toda prisa en los métodos naturales. Pero con relativa frecuencia ocurre entonces que hallan no pequeñas dificultades tanto para aprender bien como para practicar bien esos métodos. Y eso les ocasiona a veces «fracasos» que los desaniman y desconciertan, dando lugar a sufrimientos e incluso a posibles crisis morales.

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Paso finalmente a considerar las objeciones que a veces ponen algunos buenos matrimonios, que aceptan obedientes el Magisterio de la Iglesia sobre la paternidad responsable, porque son buenos; pero que, al permanecer en la mentalidad tradicional, anterior al descubrimiento de los métodos naturales y a la enseñanza de la Iglesia sobre la paternidad responsable, de hecho, o malinterpretan la doctrina acatólica, o al menos se resisten a ponerla en práctica.En este último esfuerzo, trataré de resolver sus dificultades reiterando las enseñanzas y consejos de la Santa Madre Iglesia.

–Uno. «Hoy los mundanos no quieren tener hijos. Por eso mismo los cristianos debemos tener todos los que podamos».

 Efectivamente, como ya expuse (261), la mundana mentalidad anti-vida hace estragos en nuestro tiempo por la anticoncepción y por el aborto. Los hijos son vistos muchas veces como una amenaza grave para la felicidad del matrimonio y de la familia, y son evitados por la perversidad de una anticoncepción sistemática, que corrompe el matrimonio, que empobrece la vida familiar y social, y que lleva a las sociedades modernas a un suicidio demográfico, cuando los índices de natalidad son tan bajos que no aseguran, ni con mucho, el relevo generacional. Esa actitud ha infectado a no poca parte de los matrimonios cristianos, sobre todo en las naciones que apostataron del cristianismo. Fácilmente consideran retrógradas, primitivas y nocivas las familias numerosas ¡entendiendo por numerosas las que exceden de dos o tres hijos!

La mentalidad pro-vida cristiana, por el contrario, está claramente expresada en la tradición y la doctrina de la Iglesia. De aquí su gran aprecio por la familia numerosa (Vat. II, GS 50). Ahora bien, los esposos cristianos, como dice el Vaticano II, deben colaborar con el Creador en la procreación de hijos «con responsabilidad humana y cristiana», y uno de los datos que deben tener en cuenta es precisamente «el bien de la sociedad temporal y de la propia Iglesia» (GS 50; HV 10). El bien de las sociedades extremadamente insuficientes en los niveles de natalidad está pidiendo a gritos las familias numerosas, hoy tan escasas por la mentalidad anti-vida. Pero ése es uno de los varios datos que los cónyuges debe tener en cuenta. No el único. No puede ser el decisivo. De modo semejante, podríamos decir, la escasez extrema de vocaciones sacerdotales y religiosas no es por sí sola razón suficiente para que un cristiano de buena voluntad se determine a ingresar en un seminario o noviciado. Si Dios no le da la vocación sacerdotal o religiosa, un tiempo después tendrá que volverse a su casa.

–Otro. «Ese texto que acaba de citar, “son dignos de mención especial… quienes aceptan con generosidad una prole más numerosa” (GS 50)… significa que la Iglesia recomienda a los matrimonios el ideal de la familia numerosa».

No exactamente. Ya he recordado que la Iglesia tieneun gran aprecio por la familia numerosa (GS. 50): «la sagrada Escritura y la práctica tradicional de la Iglesia ven en las familias numerosas un signo de la bendición divina y de la generosidad de los padres» (Catecismo 2373). Pero una cosa es que la Iglesia aprecie la familia numerosa como un gran don de Dios, y otra distinta que la Iglesia recomiende a los matrimonios que tengan muchos hijos. La Iglesia propone como ideal que los matrimonios tengan los hijos que Dios quiera darles. La Iglesia no puede proponer como ideal a los matrimonios la familia numerosa cuando no quiere Dios concederla a muchos de ellos. La Iglesia propone a los esposos como un ideal que sean santos, que se mantengan unidos siempre en el amor, que eduquen cristianamente a sus hijos, que cumplan su misión procreadora en perfecto acuerdo con la voluntad del Creador, etc. Lo hace porque sabe que la gracia de Dios asiste ciertamente a todos los matrimonios para que vivan siempre orientados hacia esos ideales. Pero el Señor no llama a todos en su providencia a tener familia numerosa. No es, por tanto, un ideal para todos los matrimonios.

El criterio cuantitativo nunca es válido en los discernimientos acerca de cosas contingentes. Podrá uno decirse: «la oración y el ayuno son muy buenos: muy gratos a Dios. Por tanto, cuanto más oración y ayuno tenga yo, tanto mejor». No es cierto… Debemos ajustar nuestra vida de oración y de ayuno a lo que Dios nos vaya dando. «La limosna está sumamente recomendada en la Biblia y por la Iglesia. Consecuentemente, cuanto más limosna dé yo, mejor será». No; no es así. De modo semejante, gran cosas es tener hijos; pero de ahí no se deriva una norma: «cuantos más hijos tengamos, mejor». Obviamente no. Debemos tener los hijos que Dios nos quiera dar, como administradores fieles del don de la vida.

–Otra. «Pero si la familia numerosa es más excelente que la reducida, es lógico que los matrimonios cristianos más fervorosos quieran lograrla».

Tampoco es determinante el criterio cualitativo. Si uno argumentara simplemente: «la virginidad es un estado de vida mejor que el matrimonio: me voy al seminario o al noviciado», no tendría un discernimiento válido. Si no tiene vocación-llamada de Dios, no podrá perseverar en su intento. Es Dios quien llama a quien elige. Sus dones son gratuitos. De modo semejante sucede en cuanto al número de hijos. No es cuestión de decirse: «si la familia numerosa es en principio más excelente, los matrimonios que tiendan de verdad a la santidad deberán pretenderla». Podrán pedirla a Dios, y esa oración le será grata, porque piden algo muy bueno. Pero no necesariamente les concederá lo que piden. Los esposos deben ir recibiendo los hijos que Dios en su bondad providente decida darles. Y el número lo irán conociendo al paso de los años. Es Dios quien, concediendo su gracia libre y gratuita, ha de llevar la iniciativa en todos los aspectos de la vida del cristiano.  

–La misma. «Pues yo creo que los esposos, en principio, deben “querer” tener una familia numerosa; conformándose, por supuesto, si Dios no la da, con no tenerla. Es cuestión de generosidad. Y Dios no se deja ganar en generosidad».

Hay un buen espíritu en el fondo de lo que usted dice; pero hay también un parte de semipelagianismo, que quizá influya en usted sólo en este asunto. No es el hombre quien decide el número de sus hijos –«es cuestión de generosidad»–, y Dios –que «no se deja ganar en generosidad»– quien hace posibles sus generosos deseos. Eso es semipelagianismo. Es Dios quien decide, y el hombre quien, con su gracia, cumple fielmente sus designios, que, por cierto, son eternos, como bien lo expresa un poeta cristiano en una oración: «te ruego por los hijos / que me has regalado. / Tú, que ya pensaste en ellos / antes de la creación del mundo».

Ésta es la verdadera doctrina de la gracia. Dios distribuye desigualmente el don de los hijos a los diversos matrimonios, como podemos verlo significado en la parábola de los talentos: a unos da cinco, a otros dos, a otros uno (Mt 25,15), o a otro doce o dieciséis. No es bueno querer lo que quizá Dios no quiera darnos. Podrá un buen esposo pensar-decir: «yo quisiera tener muchos hijos»; pero ésa , por ser condicional, como debe ser, es una voluntad irreal, pues está dependiente de la disposición de Dios. Más bien debe pensar-decir con plena voluntad real: «yo quiero tener todos los hijos que el Señor quiera darme».

Piense un poco: ¿quién le manda a usted querer esto o lo otro, tratándose de opciones contingentes? La voluntad humana no está creada para querer nada por sí misma. Está creada para querer lo que Dios quiera. La voluntad del hombre está hecha para moverse-movida por la voluntad de Dios, es decir, por su gracia. Sólo así puede queda libre de todo apego carnal, y sólo así vive en paz perfecta, sin inquietudes ni vanas decepciones.

–Otro. «No lo entiendo. Pareciera que usted trata del tema del número de hijos con una extraña neutralidad, como si la posibilidad de evitar los nacimientos y la de acogerlos con generosidad fueran equivalentes; como si no hubiera diferencia entre aceptar los hijos que Dios vaya mandando y evitar o demorar los nacimientos. Y sin embargo la diferencia es muy clara: para lo segundo hacen falta motivos graves, para lo primero no».

Creo que de esa manera la cuestión está mal planteada. Cuando la Iglesia recomienda a los esposos la paternidad responsable, les exhorta a hacer un discernimiento que, teniendo en cuenta una serie de factores que ella señala, dé lugar a lo largo de la vida conyugal a juicios rectos y prudentes. Les dice, pues, que traten de conocer la voluntad concreta de Dios sobre el desarrollo de su fertilidad en el momento presente de su vida. Por tanto, los esposos propiamente no eligen en sus discernimientos entre tener hijos o evitarlos; en realidad lo esposos disciernen cuál es en el presente la voluntad de Dios sobre ellos. Lo que es muy distinto. Y Dios puede «decirles», a través de los signos aludidos, que tengan ya un hijo o que lo demoren o simplemente que vivan su amor conyugal, conscientes de la posibilidad de un embarazo y dispuestos a recibir el niño.

La voluntad de los esposos, bajo el influjo de la gracia de Dios, debe hacer un juego perfectamente libre de todo apego desordenado, de tal modo que sea como una balanza que oscila en total libertad. Lo que la Iglesia enseña al hablar de la paternidad responsable equivale a lo que tradicionalmente ha venido a llamarse la «santa indiferencia». Ésta no es una extraña neutralidad, sino un centramiento exclusivo en la voluntad libre de Dios providente.

–Vemos ese espíritu en la Virgen: «hágase en mí» lo que Dios quiera (Lc 1,38). Ella no quiere más, ni quiere menos, no elige  esto o lo otro entre posible objetos morales buenos. Su generosidad está en decir que a la voluntad de Dios incondicionalmente. –Lo vemos en Jesús: «yo no puedo hacer [ni querer] nada por mí mismo; según le oigo [al Padre], juzgo, y mi juicio es justo porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,30; cf. 19). «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (4,34). «Yo no he bajado del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (6,38). «El que me envió está conmigo, y no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que es de su agrado» (8,29). Cualquier voluntad humana concreta, por muy bueno que sea su objeto, es mala o al menos es vana, si no obra «inspirada y acompañada» por la gracia de Dios, es decir, si no es conforme a la voluntad de Dios providente. Lo enseña el Bautista: «no conviene que el hombre se tome nada si no le fuere dado del cielo» (3,27).

–El mismo. «Pues yo sigo pensando que la Iglesia exhorta a los matrimonios a estar en su vida sexual siempre abiertos a la vida, y que eso significa que deben dejarse de egoísmos y atreverse a ser generosos y a fiarse de Dios teniendo una familia numerosa».

Lo que usted dice es verdad en un cierto sentido, pero en otro es falso. La Iglesia enseña, por supuesto, que «cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (HV 11), y que lo contrario es intrínseca y gravemente pecaminoso. Pero estar abierto al Autor de la vida (Hch 3,15) significa que los esposos, con santa indiferencia ante la providencia de Dios, en la regulación de su fertilidad, han de esforzarse en discernir cuál es su voluntad concreta, para cumplirla exactamente bajo el impulso de su gracia, siempre absolutamente decididos a no desnaturalizar el acto conyugal por medio de anticonceptivos.

Éste es el ideal de la «santa indiferencia» enseñada por todos los Maestros espirituales cristianos, con unos u otros términos. En la vida conyugal, concretamente, la voluntad de los esposos es plenamente fiel a Dios cuando no quiere nada por sí misma y sólo quiere lo que quiera Dios: «hágase tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo». Señor, «danos luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla» (Or. dom. I sem. T. Ordinario). Así respetan el orden amoroso del Creador, con quien colaboran como administradores del don de la vida, no como sus dueños.


Poco antes de morir, estando Santa Teresa del Niño Jesús en la enfermería, le preguntó una Hermana qué prefería, si descansar ya en el Señor muriéndose o seguir viviendo. Santa Teresita le miró con cara de gran extrañeza, como sin entender que la Hermana pudiera pensar que ella «prefería», es decir, podía todavía «querer» algo por su cuenta. Ella, como dice en sus Escritos autobiográficos, ya dejó atrás todos sus «deseos infantiles», y no tenía ya capacidad de querer nada por sí misma. Si Dios quería su muerte, eso quería ella; y si quería sanarla, estaba conforme. No quería nada. «Sólo el abandono es mi guía, no tengo otra brújula. Ya no me es posible pedir nada con ardor, excepto el cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios sobre mi alma» (VIII,20; A83r).

Enseña Tomás de Kempis que cuando el cristiano «no busca su consolación en ninguna criatura, entonces le comienza a saber bien Dios, y se contenta también con todo lo que sucede. Entonces ni se alegra en lo mucho ni se entristece por lo poco; mas se pone entera y fielmente en Dios, el cual le es todo en todas las cosas (cf. Col, 3,11)» (Imitación I,25). Pensemos que lo que son los hijos para un matrimonio cristiano, algo absolutamente central, eso es la oración en una comunidad contemplativa. Pues bien, Santa Teresa, religiosa contemplativa, reza: «Vuestra soy, para Vos nací. / ¿Qué mandáis hacer de mí? / Si queréis, dadme oración, / si no, dadme sequedad, / si abundancia y devoción, / y, si no, esterilidad. / Soberana Majestad, sólo hallo paz aquí. / ¿Qué mandáis hacer de mí?». Es la doctrina de San Juan de la Cruz, igualmente celoso por sujetar totalmente la voluntad humana a la Voluntad divina: «También es vana cosa desear [desordenadamente] tener hijos, como hacen algunos que hunden y alborotan el mundo con deseo de ellos, pues que no saben si serán buenos y servirán a Dios, y si el contento que de ellos esperan será dolor» (3Subida 18,4). Alegará quizá alguno que es ésta una mística excesiva para el común de los matrimonios cristianos; pero no es verdad. Los esposos están llamados a la perfecta santidad, y ésta implica necesariamente ese rendimiento total de la voluntad propia a la voluntad de Dios providente.

–Otro. «Exhorta la Iglesia a que los esposos obren en la procreación con “generosidad”, con “magnanimidad», como dice el Vaticano II (GS 50). O en palabras de la Humanæ vitæ(10): “con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa”»…

Para que se entienda mejor el número citado de la Humanæ vitæ, lo copio entero. Y una vez más le pido a Dios que lo interpreten los lectores no según su propio criterio, sino según el pensamiento del Magisterio apostólico: «El amor conyugal exige a los esposos una conciencia de su misión de “paternidad responsable”… que hay que considerar bajo diversos aspectos legítimos y relacionados entre sí. –En relación con los procesos biológicos, paternidad responsable significa conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana. –En relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la voluntad. –En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido».

Hagamos lo que Dios quiera, recibiendo lo que Él nos quiera dar. Entre un «ya sea» y el otro «ya sea» se abre un amplio abanico de posibilidades; yla paternidad responsable es precisamente aquella que, con «una generosidad deliberada y ponderada», ejercitan los esposos al regular su fertilidad por medio de sucesivos discernimientos prudentes, que tienen en cuenta todos los factores que indican la Gaudium et spes (50) y la Humanæ vitæ (10), ya que por ellos se expresa la voluntad de Dios providente. De este modo, los esposos no obran a ciegas en el curso de su vida sexual, sino con los ojos abiertos, conociendo los estados biológicos del momento y sujetando siempre el impulso de los instintos y pasiones a razón consciente y voluntad libre. El resultado será así, al paso de los años, una familia numerosa, media o reducida: la que Dios quiera conceder en la libre y gratuita distribución de sus dones. «Cada uno ande según el Señor le dió y según le llamó» (1Cor 7). Y el don de Dios es muy diverso en unos y en otros.

Santa Teresa, gran Doctora de la gracia, alejada de todo voluntarismo, dice siempre que «en todo es menestar la discreción» (Vida 13,1). «Dije con discreción… [que] suave es Su yugo, y es gran negocio no traer el alma arrastrada, sino llevarla con Su suavidad para su mayor aprovechamiento» (11,16-17). Obrar en la vida sexual del matrimonio a ciegas en modo alguno significa un mayor abandono confiado en la providencia de Dios, que obrar con los ojos abiertos, con discernimiento, con paternidad responsable, considerando los datos reales que la Iglesia dice que se deben considerar.

–El mismo. «Pues yo creo que el matrimonio, cuando realiza las uniones conyugales libre y confiadamente, vive el abandono confiado en la Providencia divina, y deja que Dios sea quien disponga los hijos que debe traer al mundo».

Suena bien lo que dice, pero no es exacto. La Iglesia enseña quela mejor manera de vivir el abandono confiado en la Providencia divina es la paternidad responsable. En ella los esposos consideran los datos personales, biológicos, económicos, familiares y sociales que la Iglesia quiere que se consideren (GS 50; HV 10), y buscan incondicionalmente la voluntad de Dios según juicios prudentes de la razón y de la voluntad, que toman de acuerdo y en conciencia. De esta manera, bajo la acción de la gracia, conducen la vida conyugal en dócil reverencia al Creador, que distribuye libre y desigualmente el número de los hijos.

Como ya dije (262), no hay por qué pensar «que los esposos, si se guían en su vida sexual por su propio impulso, libre y confiadamente, acierten mejor así para interpretar la voluntad de Dios Creador sobre ellos. San Pablo no se lo creería. Menearía la cabeza y diría: “la carne tiene tendencias contrarias al espíritu, uno y otro se oponen, así que no hagáis lo que queréis” (Gál 5,16-17). Normalmente, lo que le sale al hombre por su propio impulso, “libre y confiadamente”, está torcido, no coincide ni de lejos con la voluntad de Dios. Y en el curso de la vida sexual, quizá más todavía. Por eso, si todas las cosas de la vida hay que conducirlas con juicios prudentes, bien elaborados a la luz de Dios, tratando de conocer y practicar su voluntad, aún más ha de aplicarse este empeño a la transmisión de la vida humana, causa tan alta y transcendente. Si cualquier opción importante no debe ser dejada a la mera inclinación afectiva, temperamental o sensual, “libre y confiadamente”, mucho menos la referente a la concepción de más o de menos hijos». La Humanæ vitæ enseña que «la paternidad responsable, en relación a las tendencias del instinto y de las pasiones, comporta el dominio necesario que sobre aquéllas [por el discernimiento y la castidad] han de ejercer la razón y la voluntad» (10).

Otra. «La Iglesia tiene toda la razón cuando enseña la paternidad responsable, recomendando para vivirla los métodos naturales. Pero mi marido no quiere saber nada de ellos. Dice que se reserva “el derecho a ignorarlos”, como sus padres y antepasados los ignoraron, y formaron grandes y santas familias. Pero ya nos han dicho que los métodos naturales no pueden funcionar si los dos esposos no los conocen, aprecian y practican. Me pregunto entonces qué debo hacer.

Si uno de los cónyuges no quiere saber nada de los métodos naturales, no se le puede obligar a aprenderlos y practicarlos, por mucho que la Iglesia los recomiende. Y en tal circunstancia tendrá, pues, el matrimonio que ir adelante en su misión procreativa como pueda. Y si llegan a situaciones graves –a las que quizá no hubieran llegado en una paternidad más responsable y prudente–, en las que se ve como una necesidad limitar o demorar los embarazos, hagan lo que puedan, respetando siempre las leyes morales. En estos casos, desde luego, la parte que suele salir perdiendo finalmente es casi siempre la esposa, que sólo es perfectamente considerada y respetada cuando el matrimonio vive la paternidad responsable.

Esto nos muestra hasta qué punto es importante que ya en el noviazgo consideren claramente los novios cuál es su actitud ante Dios respecto de la transmisión de la vida y la regulación de la fertilidad, pues esa actitud va a condicionar positiva o negativamente toda su futura vida conyugal.

Otro. «Normalmente no hay para qué usar los métodos naturales. Habrá que aplicarlos cuando hay graves razones “para evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido” (HV 10)».

La Iglesia, al educar a los matrimonios en la paternidad responsable, les recomienda el conocimiento de alguno de los métodos naturales. Por eso, en Polonia, por ejemplo, como en otras Iglesias locales, la enseñanza de los métodos naturales se incluye en los cursillos prematrimoniales.

Ya en la Humanæ vitæ presenta Pablo VI la paternidad responsable, que tiene en cuenta los métodos naturales, como una forma continua de vivir el matrimonio: «Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo» (21). Y Juan Pablo II enseña, como ya vimos, que, «el hombre, como ser racional y libre, puede y debe releer con perspicacia el ritmo biológico que pertenece al orden natural. Puede y debe adecuarse a él para ejercer esa “paternidad-maternidad” responsable que, de acuerdo con el designio del Creador, está inscrita en el orden natural de la fecundidad humana» (Catequesis 121: 5-IX-1984).

Es, por tanto, un grave error entender los métodos naturales como unos métodos anticonceptivos lícitos. Quien así piensa, ciertamente no los ha entendido. Hay una diferencia esencial entre la anticoncepción ilícita y el uso de los métodos naturales (HU 16; Catecismo 2370). Estos métodos, por otra parte, no se emplean solamente para reducir la frecuencia de embarazos o evitarlos, sino para regular con orden y prudencia, a lo largo de la vida matrimonial, la transmisión de la vida humana, de modo que los esposos colaboren con el Creador «con responsabilidad humana y cristiana» (GS 50), guiando siempre «las tendencias del instinto y de las pasiones… [por] el dominio de la razón y de la voluntad» (HV 10). Esto implica, por supuesto, el ejercicio cuidadoso de la castidad, de tal modo que nunca un cónyuge abuse del otro, sino que lo trate siempre con suma caridad y respeto. Por eso el uso de los métodos naturales ayuda mucho a perfeccionar la caridad conyugal, y con frecuencia es la esposa, en lo referente a la vida sexual, la que más beneficios experimenta. Identificar, pues, métodos naturales y métodos anticonceptivos lícitos es una gran falsificación de la doctrina de la Iglesia sobre la paternidad responsable.

Por ejemplo, un marido que por obligaciones de trabajo tiene que pasar fuera un tiempo relativamente largo, durante el cual viene al hogar de vez en cuando, podrá organizar su calendario de viajes, según convenga, para estar con su esposa en días fértiles, o por el contrario, en días infértiles, si hay graves razones para ello. La paternidad responsable permite a los esposos colaborar con la voluntad de Dios ejercitando su razón y voluntad de modo consciente y libre, inteligente y prudente. Enseña Pablo VI que «la paternidad responsable, en relación con los procesos biológicos, significa conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona. Y en relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquéllas han de ejercer la razón y la voluntad» (HU 10). Como Juan Pablo II enseña con insistencia, eso implica un ejercicio continuo de la castidad conyugal, a veces en forma de continencia.

 –Otro. «En condiciones normales, si no hay graves obstáculos para ello, los padres deben ejercitar su misión procreativa ordenándola hacia una familia numerosa».

Después del pecado original, no se dan ya «condiciones normales» ni en la persona humana, trastornada en alma y cuerpo, ni en la sociedad, pues el mundo entero, universalmente deteriorado a consecuencia de los pecados de la humanidad, «gime y siente dolores de parto» (Rm 8,22), infestado por la triple concupiscencia (1Jn 2,16). Muy especialmente las naciones apóstatas, las que abandonaron el cristianismo, forman un mundo mucho más corrompido que el mundo pagano, pues en éste se guardan mejor ciertos aspectos de las leyes naturales.

En referencia, concretamente, a los hijos, las sociedades modernas laicas establecen graves obstáculos para la vida de las familias: hacen prácticamente necesario que trabajen el padre y la madre fuera del hogar, promocionan cultural y materialmente la anticoncepción, establecen viviendas mínimas, no favorecen ni subvencionan el trabajo de la esposa y madre en el hogar, como si no fuera trabajo; no posibilitan con leyes adecuadas las familias numerosas, sino que las impiden, etc. Si lo normal es lo conforme a la norma, la sociedad actual es profundamente a-normal y anti-vida. Estos «graves obstáculos», según enseña Juan Pablo II en la Familiaris consortio, se dan «hoy en muchos países» (31). Ya nos enseña claramente la fe, sin embargo, que lo que resulta imposible para los hombres, «no lo es para Dios, porque a Dios todo le es posible» (Mc 10,27). El Espíritu Santo, que renueva la faz de la tierra, cuando quiere que un matrimonio tenga una familia numerosa, aunque las circunstancias sean muy adversas, lo asiste con gracias especiales para que pueda recibir este inmenso don de Dios. Bendigamos al Señor.

–El mismo. «Pues si el mundo odia la familia numerosa y la dificulta al máximo, más razón para que los padres cristianos la procuren con todas sus fuerzas. Agere contra».

Los esposos, ciertamente, deben reaccionar con fuerza contra la mentalidad mundana anti-vida, que no solamente dificulta por todos los medios la posibilidad de tener una familia numerosa, sino que suscita contra ella un gran menosprecio, casi se diría un odio. Cuántas veces los padres de familia numerosa sufren de personas extrañas, en la calle, en una reunión, reproches que nunca reciben de ellos sobre cualquier otro asunto de su vida. Hasta los mismos familiares los presionan tantas veces con injerencias realmente dolorosas que no se permiten en otras cuestiones. Desde luego, si los esposos no aman la cruz, si no están muy dispuestos a tomarla para poder seguir a Cristo, serán incapaces de discernir la voluntad de Dios cuando quiera darles una familia numerosa. Se resistirán a caer en la ignominia, según el mundo, de tener muchos hijos. Será imposible que lleguen a «cumplir» la voluntad de Dios, e incluso que lleguen «conocerla». Sin amor a la Cruz es imposible hacer discernimientos espirituales verdaderos.

Pero, obviamente, el odio del mundo no ha de ser un dato determinante en el ejercicio de una paternidad responsable. Y de modo semejante, tampoco los esposos, en sus discernimientos para regular su fertilidad con toda reverencia ante Dios, deben dejarse llevar por el ambiente favorable de su familia y de su grupo  hacia la familia numerosa. En estos casos, ésta es la verdad, el discernimiento justo de los esposos puede verse más alterado y presionado por los ambientes buenos en que viven –porque son para ellos los más amados y fidedignos–, que por los ambientes malos del mundo, hostiles y menospreciables. Pues bien, ellos, con toda libertad, han de procurar, tener y recibir todos los hijos que Dios quiera darles: diga lo que quiera el mundo, y diga lo que quiera su grupo. Deben atender solamente a la voluntad de Dios, que distribuye sus dones en medidas diversas. El «agere contra», aplicado sin más, lleva a discernimientos falsos.

–Otro. «Me parece que enreda usted mucho su argumentación, y que en la vida de los matrimonios la vida sexual ha de ser mucho más simple, libre y confiada».

En realidad son ustedes los que presentan argumentos muy enredados, que yo, con gran paciencia, desenredo, reiterando la doctrina de la Iglesia sobre la paternidad responsable, que es una doctrina muy clara y sencilla. Los cabellos de sus cabezas, en este asunto, son los que están un poco revueltos, y yo trato de peinar bien sus cabezas, de modo que cada pelo quede en su sitio. Lo que les digo yo de parte de la Iglesia es sumamente sencillo. Puede expresarse en una sola frase del Padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». La paternidad responsable enseña en la doctrina de la Iglesia una simple aplicación de la teología de la providencia, de la gracia, de la libre distribución que Dios hace de sus dones.

1. La providencia de Dios dispone planes propios para cada persona. Siempre. Según esto, cuando se trata de cosas contingentes, no tiene sentido decir que «en principio, Dios quiere» tal cosa; «en condiciones normales, hay que pensar que Dios quiere»… Dios providente produce siempre actos divinos personales que terminan en las personas: «hasta nuestros cabellos están contados» (Mt 10,30). Por tanto, los cristianos fieles que quieren conocer y cumplir la concreta voluntad de Dios sobre ellos están en conciencia obligados a ejercitar el discernimiento, pidiéndolo a Dios y procurándolo prudentemente. Haya en todo discreción. Y del mismo modo:

2. La gracia es gratuita, imprevisible: Dios la da como quiere, cuando quiere y a quien quiere. Ella ha de ser la que «inspire, acompañe y perfeccione» todos nuestros actos (Or. laudes I sem.). Por eso, en un matrimonio, todo el empeño de los esposos ha de ponerse en dirigir su vida, día a día, en una fidelidad incondicional a la inspiración y a la moción de la gracia divina. De este modo, colaborando el matrimonio con Dios en una paternidad verdaderamente responsable, vendrán a tener 3 o 6 o 12 hijos, o ninguno, los que Dios quiera darles. El Señor tiene modos suficientísimos para irles expresando su voluntad a lo largo de sus vidas, día a día. Y quien busca a Dios con sincero corazón y pide su luz y vive en gracia y frecuenta los sacramentos y ama la cruz, sabiendo que ella es la que permite seguir a Cristo, sabe ir conociendo e interpretando día a día, en las diversas fases de su vida conyugal, la voluntad de Dios, qué es lo que Él quiere darle o no-darle.

«El que pueda entender, que entienda» (Mt 19,12).

José María Iraburu, sacerdote

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