(211) Reforma o apostasía –VII. Iglesias arruinadas por la secularización
–El cristiano actual no entiende el lenguaje de lo sagrado.
–Pues habrá que enseñárselo. De otro modo, no puede vivir el cristianismo.
Continúo exponiendo en síntesis mi obra Sacralidad y secularización.
Secularización, entendida en sentido positivo, es una mala palabra, muy de moda por los años 60 y 70, ajena al mundo bíblico y tradicional de la Iglesia; ajena y contraria. También fue, por esos mismos años, una mala palabra la que animaba a los cristianos a encarnarse en las realidades temporales. Son nuevas respecto al lenguaje cristiano, y contrarias a él.
¡Demasiado carnales somos los hombres! Somos carnales ya, y lo somos de sobra: no tenemos ninguna razón para encarnarnos más. Al contrario: lo que tenemos que hacer, por obra del Espíritu Santo, es espiritualizarnos, venir a ser hombres espirituales, no carnales. «Sólo el Espíritu da vida; la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). El Hijo Unigénito, siendo divino, se hizo carne, para que nosotros, siendo carnales, viniéramos a ser espirituales, hijos de Dios, hombres deificados. Así habla la Biblia y la Iglesia.
¡Demasiado seculares somos, cautivos de los pensamientos y caminos del mundo, como para que vengan a hablarnos en un sentido positivo de la palabra secularización! Lo que tenemos que hacer, por obra del Espíritu Santo, es venir a ser «hombres celestiales» (1Cor 15,45-46), nacidos no del Adán terreno, sino del Adán nuevo, de Cristo, que bajó del cielo. Hombres que viven en este mundo «como extranjeros y peregrinos» (1Pe 2,11). Sólo así podremos vivir libres del mundo, con fuerza para transformarlo, introduciendo en él Reino divino.
La teología de la secularización ha tenido tendencias muy diversas (H. Lübbe, La secolarizzazione, storia e analisi di un concetto). Se trata de una tendencia, que según los autores se presenta con premisas ideológicas diversas, y con inclinaciones prácticas moderadas o radicales.
En tres sentidos la secularización puede ser buena, si se aplica con prudencia.
–1. Una sana secularización, que desacraliza lo indebidamente sacralizado, trata al mismo tiempo de purificar lo sagrado de implicaciones seculares indebidas, y de afirmar la justa autonomía secular de las realidades temporales (Vat. II, GS 36).
–2. El rechazo de ciertas formas históricas concretas de lo sagrado, y la promoción de otras formas nuevas que se consideran más adecuadas, también puede ser conveniente y necesaria. Si la cola de las capas cardenalicias se cortan unos metros, salimos ganando.
–3. Una cierta ocultación de los signos sagrados puede ser hoy conveniente en ambientes especialmente adversos al cristianismo. Las circunstancias políticas o culturales pueden aconsejar atenuaciones en la configuración social de lo sagrado. De hecho, cuando la Iglesia en los primeros siglos estaba proscrita en el mundo civil, la expresión social y pública de lo sagrado era muy leve.
Hoy es general la ignorancia del lenguaje de los signos, lo que trae consecuencias muy negativas en la vida de la Iglesia, que es sagrada.Y lo sagrado implica un lenguaje simbólico, no-verbal, hoy casi ignorado por el hombre occidental moderno, analfabeto para este lenguaje. El lenguaje actual del saludo –hola–, del vestido, de los gestos, del luto o de la celebración festiva, no quiere atenerse hoy a formas sociales, y prefiere afirmarse en la arbitrariedad. Es cierto, sin embargo, que el gregarismo imperante no puede evitar un cierto uniformismo, el que viene obligado en cada gremio social por la moda cambiante. De este fenómeno, que afecta sobre todo a los más ilustrados, se libra la gente sencilla, que suele atenerse mucho más a las tradiciones verbales y no-verbales. Y notemos que este analfabetismo de nuestro tiempo para el lenguaje simbólico se refleja también más o menos en los cristianos.
Hoy es posible ver, incluso en buenos cristianos, acciones que en otro tiempo sólo podrían ser realizadas con una intención sacrílega. Durante un concierto dado en una iglesia, no bastaban los asientos para tanto público, y algunos se sentaron en el suelo, en escalones, donde podían; unos jóvenes optaron por estar sentados sobre un altar (!), sin escándalo de nadie. Con ocasión de un retiro a sacerdotes, un cura advirtió que no se había dispuesto mesa y silla para el predicador; despejó la credencia, dejando en el suelo el cáliz, el leccionario, etc. (!), y la puso en el presbiterio con una silla. Un buen cristiano, visitando una iglesia antigua, quiso probar el órgano, y como la banqueta era muy baja, colocó sobre ella una Biblia grande y venerable y, sentado sobre ella (!), alcanzó la altura conveniente. A una señora que había visitado a un enfermo, el capellán del hospital le explicaba dónde se tomaba el autobús en una plaza cercana sirviéndose en su explicación de una cajita redonda (!) que sacó del bolsillo de su bata blanca: una cajita en la que estaba Cristo presente. Otro capellán de Hospital dejaba en la mesilla de los devotos pacientes una cajita con varias formas consagradas (!), para que fueran comulgando una cada día.
Éstas y tantas otras formas de insensibilidad total ante objetos, personas, lugares o gestos sagrados difícilmente pueden recibir una evaluación positiva. No son un adelanto, sino una degradación. Es inevitable que perdiendo el respeto al signo sagrado, no se menosprecie internamente la realidad que significa. O que se pierda la fe.
No pocos parecen ignorar que en ciertas materias –por ejemplo, en los signos de veneración ante la eucaristía– no-significar la fe, omitiendo los gestos sagrados propios, mandados o acostumbrados, puede equivaler en la práctica a significar-que-no hay fe en tal misterio. Equivale a decir en lenguaje no verbal que en el Sagrario no hay nada especial; equivale de hecho, independientemente de lo que crea el sujeto.
¿Esa ignorancia total de lo sagrado de dónde procede, qué importancia tiene? Puede ser falta de fe: a quien nada le dice Dios, nada le dicen los signos sagrados elegidos por Él para manifestarle. Un sacerdote de poca fe pasará una y otra vez ante el sagrario sin hacer ni un mínimo gesto de veneración, como si fuera un armarito sin más. En seguida gran parte de los feligreses seguirán su ejemplo. Casi nunca el desprecio de lo sagrado «se inicia» en los laicos practicantes.
Pero también puede ser, como indicaba antes, una forma de pobreza cultural, un analfabetismo del lenguaje simbólico. El Occidente actual tiende a disociar espíritu y cuerpo, palabra y gesto, condición personal y modos de vestir; en suma, interior y exterior. Si el hombre actual sobrevalora la individualidad en su expresión subjetiva y espontánea, rompe las formas comunitarias objetivas, elaboradas en una tradición social de siglos, y en las que reside precisamente la elocuencia del lenguaje simbólico. Se entiende, pues, que los que son analfabetos para todo lenguaje simbólico son también analfabetos para el lenguaje de lo sagrado.
¿Y cómo se podrá enseñar el lenguaje de lo sagrado?Como se enseña cualquier otra cosa: por la palabra –la catequesis, la predicación, la formación litúrgica (Vat.II, SC 14-20, 35)– y por el ejemplo de quienes han sido puestos sacramentalmente por el Señor como maestros del pueblo cristiano. En todo caso, la sistemática supresión o atenuación de los signos sagrados en la Iglesia no es, ciertamente, la mejor manera de reeducar una sensibilidad simbólica atrofiada.
Por otra parte, los que confían mucho en la modernización de los signos concretos en la Iglesia, tratando de acomodarlos más al hombre actual, por ejemplo, en la liturgia,siguen también caminos mentales falsos. 1-Esa actitud trae consigo una variabilidad y una arbitrariedad que lesiona gravemente la naturaleza ritual de lo sagrado y acaba destruyéndolo. 2-Y se trata de una esperanza harto ingenua, pues para un analfabeto resultan igualmente ilegibles «todos» los estilos de escritura: simplemente, no sabe leer. Habría que enseñarle. Y en esto sucede que la sensibilidad para lo sagrado es mucho más viva en el pueblo sencillo, que en aquellos otros, más ilustrados, a quienes correspondería realizar esta instrucción litúrgica y espiritual.
Pero consideremos la secularización de la Iglesia en sus dos formas principales desacralizantes.
1. Algunos niegan la misma existencia de lo sagrado cristiano, y llevan la secularización y la desacralización a su extremo. Éstos no pretenden una ocultación prudente de lo sagrado, una atenuación o eliminación de sus significaciones sensibles, una renovación oportuna de sus formas históricas concretas. No. Estos simplemente niegan la existencia misma de lo sagrado-cristiano en cuanto tal. Lo que es contrario a la fe católica.
Aparte de expresiones desafortunadas, como las que ya recordé de Congar y Manaranche (210), que, sin pretenderlo, negaban a veces lo sagrado cristiano, otros autores hay que lo han negado y lo niegan abiertamente. En los años de la gran crisis secularista, la Conferencia Episcopal Alemana (1971), por ejemplo, se vió obligada a denunciar esta posición teológica y pastoral: «Dicen que el mundo entero está ya santificado de alguna manera y puesto al servicio de Dios, y que no necesita de un ámbito especialmente santificado y consagrado a Dios» (El ministerio sacerdotal). Según esto, la misma Iglesia, entendida como «sacramento universal de salvación», distinta del mundo, luz, fermento, sal de la humanidad, sería una concepción triunfalista, falsa, inadmisible. No hay propiamente distinción entre Iglesia y mundo, entre sagrado y profano, entre pagano y cristiano, y menos aún entre sacerdote y laico.
La negación sistemática de lo sagrado cristiano arruina a corto plazo la Iglesia local donde prevalece. La Iglesia, ella misma, es sacramento, es sagrada, y en su seno integra todo un conjunto de sacralidades que ya describimos en el artículo anterior. Una Iglesia local que acepta o tolera la negación de lo sagrado, se acaba, se arruina. Podemos afirmarlo a priori y también a posteriori. No habrá vocaciones sacerdotales (donde hubo 500, ahora hay 3): nadie quiere ser ministro sagrado sacerdotal del Señor. Se vaciarán los templos, y la inmensa mayoría de los fieles dejará la Misa dominical (donde había una asistencia del 60%, habrá ahora una del 6%). Et sic de cæteris. Es indescriptible la fuerza destructora de las ideas falsas.
–2. Algunos consideran que, a diferencia de las sacralidades paganas o judías, la sacralidad cristiana es puramente interior. Pero esta posición destruye los signos sagrados, atentando contra su verdadera naturaleza, y a corto plazo arruina también las realidades que ellos significan.
Piensan algunos que la apariencia sensible de lo sagrado debe «asemejarse lo más posible a lo profano», y esto lo mismo en personas, lugares, templos, celebraciones o cosas. La «distinción» sería motivo de «separación». A mayor semejanza en las formas exteriores, mayor unión, mayor facilidad de acceso a los hombres. Lo que es falso. Más aún, debe quitarse de lo sagrado cristiano toda significación sensible peculiar. No un cáliz, sino un vaso. No un templo, sino una sala de reunión. No vestimentas litúrgicas en la iglesia. No hábitos religiosos en la calle. Todo lo sagrado-sensible sería una paganización o judaización del Evangelio genuino. También esta posición mental es falsa. Y contraria, por cierto, a la Tradición y a no pocas normas de la Iglesia actual.
Lo sagrado hace visible lo invisible, y tiene, pues, una tendencia congénita a manifestarse. Pertenece a la naturaleza de lo sagrado hacer visible la gracia invisible, y por eso el creyente procura que lo sagrado se vea, se oiga, se distinga, y sea un signo claro, provocador, atrayente, expresivo. Y así se da al templo una forma peculiar, diversa de las casas seculares. También el sacerdote o el religioso, por su especial consagración, presentan una figura exterior que hace visible su condición de ministros sagrados y testigos del Señor. El toque de las campanas da forma sonora al mundo de la gracia. El canto religioso no es simplemente una melodía secular a la que se ha aplicado una letra piadosa, sino que es una musica sacra, que posee una expresividad religiosa especial. Las fiestas colectivas o familiares, bautizos y bodas, comuniones y funerales, que jalonan la vida humana, tienen también en el mundo cristiano formas propiamente cristianas, en cierto modo sagradas.
La religiosidad católica, popular y tradicional, tanto en Oriente como en Occidente, ha generado siempre formas visibles para el mundo invisible de la gracia, no solo en la liturgia, sino también en las formas de la vida ordinaria. Contraponiéndose en esto al protestantismo, resulta así el catolicismo, tanto en lo psicológico como en lo estrictamente religioso, sumamente conforme a la naturaleza humana, y por eso es un cristianismo sano, vital y eficaz, hermoso y elocuente.
El Catolicismo es, con la Ortodoxia, la forma de cristianismo más próxima a las religiosidades naturales, marcadas todas ellas por un profundo sentido de lo sagrado. La religiosidad sagrada corresponde a la misma naturaleza del hombre, que por los sentidos llega al conocimiento intelectual, y que tiende siempre a expresar una interioridad nueva en formas exteriores nuevas, propias, peculiares: «a vino nuevo, odres nuevos» (Mc 2,22). En efecto, las formas sagradas del mundo cristiano deben afirmarse con fidelidad, sabiendo que todas ellas al mismo tiempo que expresan el mundo de la fe, lo inducen muy eficazmente en las personas y pueblos.
Una cierta disociación entre interioridad y exterioridad es hoy en muchas partes de Occidente síntoma y causa de una grave enfermedad mental colectiva. Y donde causa más graves daños es en la vida religiosa. Pero la misma ciencia moderna de Occidente confirma hoy las antiguas intuiciones religiosas sobre la profunda relación entre alma y cuerpo. Los avances de la psicología social, de la psicología profunda, de la fenomenología religiosa, así como el yoga y otras técnicas humanistas orientales, no hacen sino afirmar de modo convergente la íntima unión que debe haber entre la interioridad y la exterioridad del hombre.
Se puede orar con las manos en los bolsillos, evidentemente, pero es significativo que en casi todas las religiones los orantes juntan sus manos o las elevan, de tal modo que lo exterior expresa lo interior y lo ayuda, condicionándolo favorablemente. Hoy nadie puede afirmar seriamente que «da lo mismo» orar en una u otra postura. ¿Qué más da?… Nadie puede decir seriamente que para la vida y la actividad de sacerdotes, religiosos y religiosas «da lo mismo» que vistan significando especialmente su condición personal, especialmente sagrada, o que asimilen los modos profanos de vestir. Nadie puede estimar con verdad que la eliminación sistemática de la genuflexión, en cuanto gesto reservado exclusivamente a Dios, puede darse sin que ello traiga una disminución o una pérdida del sentido interior de la adoración. Nadie puede pretender en serio que eliminar en cuanto tal la musica sacra, asimilándola a las formas musicales profanas, en nada va a disminuir la fuerza espiritual ascendente del culto cristiano, deseoso de glorificar al Santo y de levantar hacia Él los corazones. Sin engañarse a sí mismo, nadie puede pensar que la forma de los templos no debe tener una expresividad propia y religiosa, sino que sirve mejor a la fe acomodándose a las formas civiles de la arquitectura moderna.
La secularización es una variante de la herejía iconoclasta, contra la cual la Iglesia hubo de pronunciarse enérgicamente (Niceno II, 787; Trento 1563; Prof. fidei 1743: Dz 600, 1823, 2532). El iconoclasta es hostil a toda representación visible del invisible mundo de la gracia. Hoy la Iglesia, ante el ataque de la secularización, reacciona igualmente, como lo hizo en el concilio Vaticano II (SC). El Papa Pablo VI señaló en varias ocasiones el error de quienes pretenden, «contra la tradición bimilenaria de la Iglesia, la desaparición del carácter sagrado de lugares, tiempos y personas» (15-10-1967). Y años más tarde, el Sínodo Episcopal de 1985 apreciaba que, «no obstante el secularismo, existen signos de una vuelta a lo sagrado».
No podría ser de otro modo, pues lo sagrado pertenece en modo profundo y universal a la naturaleza humana y a la economía eclesial de la gracia. Como ya he señalado, frente a otras confesiones cristianas, la Iglesia Católica es la que da más forma visible, social, sagrada, al mundo invisible de lo divino. Ella es así la que más asume las formas religiosas naturales, la que más seriamente vive la ley fundamental de la encarnación. Y lo hace con toda conciencia, para que «conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible» (Pref. Iº Navidad). Por eso la Iglesia Católica, bajo el impulso del Espíritu Santo, es la más fuerte a la hora de evangelizar a todos los pueblos.
La ocultación o atenuación de lo sagrado puede ser prudente en algunas circunstancias. Y esto no solamente en guerras o persecuciones, sino también en ciertas situaciones sociales o culturales. Sin embargo, la ocultación de lo sagrado puede tener consecuencias tan importantes –favorables o dañinas– para la evangelización del mundo y para la vida espiritual de los cristianos, que habrá de ser determinada con sumo cuidado y medida:
–La autorización de la Jerarquía apostólica, en ciertos casos requerida por la ley, vendrá aconsejada por la prudencia cuando se trate de velar durablemente signos sagrados importantes.
–Si hay peligro para las cosas o las personas puede ser necesaria la ocultación mayor o menor de lo sagrado: «No déis lo sagrado a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen, y además se vuelvan y os destrocen» (Mt 7,6).
–La caridad pastoral puede atenuar ocasionalmente ciertas formas sagradas, como cuando un sacerdote confiesa a un cristiano alejado paseando por una plaza. Pero cuando la excepción se hace norma, contra la ley de la Iglesia, esa costumbre es un abuso inadmisible. Quita por principio al sacramento de la penitencia el marco sagrado que le es propio. Lo que trae consigo la casi desaparición de este sacramento en no pocas Iglesias.
–La prudencia puede conducir a suprimir ciertos signos de sacralidad. Por ejemplo, en un barrio anticristiano la parroquia suspende una procesión tradicional porque, de hecho, va siendo entendida como una provocación.
–La obediencia a las normas de la Iglesia sobre lo sagrado ha de ser perfecta; pero no sería perfecta sin la virtud de la epiqueya, que nos inclina en ocasiones a apartarnos prudentemente de la letra de la ley, para mejor cumplir su espiritu (STh II-II,120). Los cristianos respetamos las normas eclesiales, pero no somos siervos, somos hijos, y sabemos que «el sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27).
Muchas veces, sin embargo, la disminución o supresión de los signos sagrados es inadmisible. Es inadmisible cuando es arbitraria; cuando parte de premisas ideológicas falsas; cuando incumple sin razón suficiente las normas positivas de la Iglesia; cuando da por supuesto y probado que el hombre moderno se ve afectado por un analfabetismo para el lenguaje de los signos que no es superable; y en fin, cuando es una forma de cobardía para «confesar a Cristo ante los hombres» (Mt 10,33).
Cuidemos, pues, con toda solicitud los caminos sagrados por los que el Espíritu se nos manifiesta y comunica, y por los que nosotros salimos a su encuentro. Son avenidas de gracia. Que no se obstruyan esos caminos, que no se cierren, invadidos por la maleza. Con toda la razón el cardenal Daniélou afirmaba en su obra ¿Desacralización o evangelización? que «una cierta resacralización es indispensable para que haya un cristianismo popular».
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
8 comentarios
Cuando más me concentro en la oración, más me pide mi cuerpo adoptar una postura adecuada. También es cierto que adoptar tal postura ayuda bastante en la concentración.
Así lo han entendido al menos dos flamantes y florecientes congregaciones de origen argentino (Miles Christi y Verbo Encarnado), las cuales preparan a sus miembros con excelentes armas para batallar en ese difícil campo, tan minado y tan contaminado.
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JMI.-Conozco y estimo mucho al P. Roberto Jannuzzi y a su buena gente.
Y a los IVE les conocí en San Rafael.
Dios les bendiga y ayude en sus trabajos apostólicos.
Dos ideas que me han llamado la atención por lo acertado de su contenido y su novedad (al menos para mí):
-Casi nunca el desprecio de lo sagrado «se inicia» en los laicos practicantes.
-La secularización es una variante de la herejía iconoclasta
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JMI.-Gracias, Pedro.
La vida me ha enseñado, P. Iraburu, que mucho más importante que mejorar nuestras condiciones temporales de existencia, lo esencial es enaltecernos por encima del tiempo y elevarnos hacia la eternidad. No existe, por tanto, en la historia más que un solo progreso irrefutable, y este progreso es tan poco temporal que se mide, para cada uno de nosotros, en la liberación de los lazos del tiempo. Así, lo divino se inserta en el tiempo como un acontecimiento, pero escapa al tiempo por su naturaleza. Como la luz solar, que entra y se difunde en la órbita terrestre, pero que no es de la tierra. Lejos de testimoniar a favor del 'sentido de la historia', como hacen los adoradores del progreso, la pedagogía divina nos descubre más bien que la historia, sometida a sí misma, no tiene sentido ("una historia contada por un idiota que nada significa", decía Shakespeare). Y que el verdadero progreso del hombre no depende ni mucho menos de sus adquisiciones temporales -prosperidad material, facilidades técnicas, desarrollo de la instrucción…-, sino de su manera de usar esas cosas en orden a su fin eterno….
Por eso dice San Pablo que nunca hemos de conformarnos al siglo, sino que nuestra tarea fundamental en la vida ha de ser la consecución de la metânoia, la transformación de la consciencia. Esta es la gran novedad, la única novedad digna de ese nombre, la que versa no sobre el tener, sino sobre el ser: el despojamiento del hombre viejo y el nacimiento del hombre nuevo. No es una cosa que el tiempo aporta, sino algo que se conquista contra el tiempo y los ídolos de este mundo. "Mi alma ha abandonado mi historia" cantaba Catalina Pozzi. Y Lanza del Vasto, comentando a San Pablo, escribía: "¿Qué puede acontecerle de nuevo al hombre viejo?"
Sí, P. Iraburu. Lo más puro que la tierra me ha dado es lo que me venía de más allá de la tierra (algo así como la conmoción de los dedos del escultor sobre el mármol de la estatua…) y que era, no un bosquejo del porvenir, sino una llamada hacia la perfección inmortal que, aunque inalcanzable, es aquello a lo que siempre debemos tender. Lo que me atrae más allá de la vida temporal son esos fulgores de eternidad que la atraviesan y que no es capaz de retener. Tengo sed de la luz inmarcesible de la que proceden esos fulgores efímeros… Y esto es algo que nunca, nunca, nunca nos podrá entregar la secularización en la que está el mundo enjaulado, sino únicamente Jesucristo Nuestro Señor. Soli Deo honor et gloria.
Por eso estoy muy agradecido a ustedes, los nuevos evangelizadores. Su trabajo da fruto, doy fe con mi experiencia.
Y por eso al leer el amable comentario de Gonzalo,Chile me siento en la necesidad darle otra vez las gracias y de pedirle que no tenga miedo a reiterarse, que si le leemos es porque nos gusta. Yo también me repito mucho educando a mis hijos en las cosas que importan.
Atentamente de un hombre ex-secularizado, con la gracia de Dios
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JMI.-Demos gracias a Dios, que nos libra de las tinieblas del error y nos guarda en el esplendor de la verdad.
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JMI.-Mucha gente santa, por obra del Espíritu Santo, ha dado México a la Iglesia. Y entre ellos, muchos mártires, desde los niños de Tlaxcala hasta los mártires de la Cristiada. Todos los santos mexicanos, canonizados o no, intercedan por esa amadísima Iglesia local, la de la Virgen de Guadalupe y San Juan Diego.
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