(174) De Cristo o del mundo -XVI. Laicos y monjes. 2

–O sea que si quiero ser santo, tengo que salirme del mundo y hacerme monje.

–Si usted quiere ser santo, tiene que vivir la vida que Dios quiera darle, laico, monje o lo que sea.

La justificación teológica del monacato, o como se llamaría más tarde, la fuga mundi, se hace necesaria en el siglo IV, precisamente cuando en las ciudades y pueblos se produce una cierta relajación de la vida cristiana, y una buena parte de los más fieles discípulos de Cristo abandonan la sociedad del mundo y se retiran solos o en comunidades al desierto. Para no pocos cristianos esta salida es un escándalo, o al menos un error: una huída de la batalla, una derrota, y también un abandono de la caridad fraterna eclesial: «ahí se quedan ustedes». Muy pronto los Padres dan respuesta a estas graves objeciones, apoyando el gran valor del monacato. Los monjes, como los Apóstoles, no hacen sino cumplir, por especial gracia de Dios, el consejo de Cristo (Mt 19,16-26; Lc 18,18-22; Mc 10,17-21): «nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Lc 18,28).

–«Déjalo todo», motivación negativa del monacato. Los monjes buscan la per­fección evangélica mediante el abandono del mundo secular, siguiendo confiadamente el consejo de Cristo: «si quieres ser perfecto, véndelo todo y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Ven y sígueme» (Mt 19,21). El monacato, pues, para seguir a Cristo más de cerca, con más seguridad y certeza, deja «casa, mujer, hermanos, padres, hijos por causa del reino de Dios» (Lc 18,29). Tiene gloriosos antecedentes en la misma vida de Cristo y de los Apóstoles, y también en el modo de vida de los primeros asceti y de virgines. Por tanto, siem­pre ha tenido enla Iglesia, desde su inicio, suma estimación y prestigio.

Parece indudable, sin embargo, como ya señalé, que la vida monástica surge históricamente como reacción a un cierto relajamiento del pueblo cristiano al cesar las persecuciones. Eso explica que, en un primer momento, el monacato hallara una oposición bastante fuerte, y com­prensible, y precisamente en ambientes cristianos fervorosos. Y por eso los Padres explicaron su valor a la luz del Evangelio.

—En el Oriente cristiano, San Juan Crisóstomo (+407), en su obra Contra los im­pugnadores de la vida monástica, nos informa de las objeciones y defensas producidas ante el monacato naciente:


«¿Pues qué? –me dirá alguno–, ¿los que se quedan en sus casas no pueden practicar esas virtudes, cuya falta acarrea tan graves castigos? Tam­bién yo quisiera y no menos, sino mucho más que vosotros, y muchas ve­ces he hecho votos por que desapareciera la necesidad de los monasterios. ¡Ojalá fuera tanta la disciplina de las ciudades que nadie tuviera jamás necesidad de buscar refugio en el desierto! Pero como todo anda cabeza abajo, y las ciudades en que se establecen tri­bunales y leyes están llenas de iniquidad e injusticia, y el desierto produce copiosos frutos de sa­biduría, no es justo que culpéis a quienes tratan de sacar de entre esta tormenta y confusión a quienes desean salvarse, y los conducen al puerto de calma, sino a quienes han convertido las ciudades en parajes tan intran­sitables y tan nada propicios a la sabiduría, que fuerzan a quien quiera salvarse a huir a los desiertos. Y si no, dime: Si uno tomara a media noche una tea y pegara fuego a una gran casa poblada de mucha gente con inten­ción de abrasar a los que duermen dentro, ¿quién di­ríamos que es el malvado: el que despertó a los que dor­mían y les hizo salir de aquella casa o el que em­pezó por pegar fuego y puso en semejante trance a los de la casa y al que los sacó de ella? Y si, viendo uno una ciudad bajo la tiranía o atacada de peste o en plena sedi­ción, persuadiera a quienes pudiera de entre sus habitantes a escapar a las cimas de los montes y, después de persuadirlos, les ayudara tam­bién en su retirada ¿a quién habría que culpar: al que saca a los hombres de esta deshecha tormenta en que andan revueltos o al que fue causa de estos naufra­gios?» (I,7).

En el Occidente cristiano, un texto de San Jeró­nimo (+420), por esos mismos años, nos refleja un modo seme­jante de considerar la cuestión:

«“Ved qué dul­zura, qué delicia, convivir los hermanos unidos”. Este salmo se acomoda perfectamente a cenobios y monasterios. También puede entenderse de las comu­nidades eclesiales, pero no se ve en ellas, a causa de la diversidad de designios, concordia tan grande. ¿Qué fraternidad existe en ellas? Uno se apresura a ir a su casa, otro al circo, otro está pensando en usuras hallándose aún en la iglesia. En el monasterio, por el contrario, como existe un solo propósito, hay tam­bién una sola alma… Dejamos a un hermano, y ¡ved cuántos hemos hallado! Mi hermano seglar –y lo que digo de mí, lo digo de cada uno– no me ama tanto a mí como a mis bienes. Pero los hermanos espiritua­les, que dejan sus propias posesiones, no ambi­cionan las ajenas. Es lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles: “la muchedumbre de los que habían creído tenía un corazón y un alma sola”. Y se dice que “todo lo tenían en común”. Con razón lo tenían todo en co­mún, pues en común poseían a Cristo» (Tractatus in Ps. 132,1).

«Y sígueme», motivación positiva del monacato. Pasar del mundo al desierto es para los monjes pasar de la mentira a la verdad, del caos al orden, del cristianismo rebajado o altamente difi­cultado a una verdadera Escuela de Cristo, en la que se vive con Él y para Él. Los ejercicios religiosos, comunes a toda vida cris­tiana, que en el mundo apenas con gra­ves dificultades pueden cumplirse, en la vida monás­tica se ven grande­mente facilitados y estimulados: oración unida al trabajo, meditación de las Escrituras, sa­cramentos, ayunos y limosnas, obras de caridad, co­municación de bienes materiales, aparta­miento de las ocasiones próximas de pe­car. Con toda facilidad y seguridad los monjes viven, pues, aquello que a muchos pa­rece imposible: aquella feliz koinonía que vivieron los cristianos primeros dela Iglesia en Jerusalén, fieles a la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles.

«Ellos –sigue diciendo el Crisóstomo– han elegido un género de vida que conviene al cielo y en nada es inferior al de los ángeles… Desterradas están entre ellos las palabras tuyo y mío, que todo lo trastornan y confunden, y todo lo tienen en común. ¿Y qué hay en esto de maravilloso, cuando entre ellos el alma es tam­bién la misma y una sola en todos?… Todo está perfectamente ordenado como por regla y escuadra. No hay allí desorden al­guno. Todo es orden, ritmo y armonía, concordia perfecta, y motivo constante de alegría. Por eso to­dos lo hacen y sufren todo para que todos vivan ale­gres y contentos. Y es así que sólo entre los monjes se puede ver esa pura alegría que no se da en nin­guna otra parte… Siendo así la cosas, ¿cómo afirmar que va a perderse todo si todos imitamos a hombres de este temple? Ahora sí que está todo perdido y co­rrompido, por culpa de quienes tan lejos están de ejercitarse en este género de vida» (Contra impugna­dores III,11).

–Los valores monásticos son valores evangélicos. La vocación de los monjes –dejarlo todo, seguir a Cristo– es como un cable formado por muchos hilos: las intenciones negativas son fuertes, pero aún más fuertes son las positivas. Y unas y otras se exigen y potencia mutuamente: no se puede entrar en la Tierra Prometida sin salir de Egipto. Por otra parte, las diversas motivaciones positivas de la vida monástica se van ha­ciendo cada vez más conscientes y plenas, y los escritos de la época reflejan cada vez mejor la profunda ra­zón positiva de los monjes dentro del misterio dela Iglesia. Destacaré aquí algunos de estos valores espirituales.

El Evangelio, la Palabra divina. Los monjes viven de toda Palabra salida de la boca de Dios: éste es su alimento, su pan de cada día. La ruminatio de la Palabra divina, la lectio divina, leída o escuchada –muchos son analfabetos–, es la forma vital de los monjes, lo que ocupa su mente y corazón.

No es fácil, sin embargo, para el cristiano de hoy imaginar la actitud espiritual de aquellos hom­bres del desierto hacia la sagrada Escritura. Los monjes, como tierra buena, tratan de acoger la semilla de la Palabraen su corazón no como lo que habría que hacer, sino como lo que hay que hacer, con un literalismo entu­siasta, con una confiada obstinación, con una ingenua audacia. «Ellos, dice el Crisóstomo, se ali­mentan de una comida excelente, de las palabras de Dios, superiores al panal de miel, miel maravillosa y mucho mejor que la que comía Juan Bautista en el desierto. Esta miel, en efecto, está preparada por la gracia del Espíritu, que la infunde en las almas de los santos» (Hom. 68 in Matth. 4-5).

Laus perennis. Es muy simple: el Señor dijo «orad sin cesar», y los monjes tratan de «orar sin cesar». He aquí un ejem­plo de la exégesis monástica: una aplicación directa dela Palabra divina a la vida concreta habitual. Ellos, pues, quie­ren ser, para la gloria de Dios y para la salvación del mundo, llamas que no se apagan nunca, que siempre están ar­diendo en oraciones de alabanza y de súplica.

De San Arsenio se cuenta en los Apotegmas que la tarde del sábado «volvía la espalda al sol y tendía sus ma­nos al cielo en oración hasta que el sol iluminara de nuevo su rostro. Entonces se sentaba» (Arsenio 28). Los monjes quieren suplicar por el mundo y dar gracias al Padre «siempre y en todo lugar».

Martirio. El monacato, pasadas las persecuciones, viene a ser en la Iglesia el martirio antiguo, configurado en una forma nueva. San Atanasio (+373) escribe que San Antonio abad se retira del mundo a la soledad «para ser allí mártir to­dos los días» (Vita 47). Los Padres antiguos entienden la conversión mo­nástica como un «quotidianum marty­rium», que igual que el martirio sangriento, conduce con toda seguri­dad al Reino ce­leste.

Mediación sacerdotal en favor de los hombres. Muy pronto los monjes tienen concien­cia de ser «corderos de Dios», por cuya inmolación en Cristo se quita el pe­cado del mundo. «Es del todo evidente que gracias a ellos el mundo se sostiene, y que por causa de ellos el género humano subsiste y mantiene su valor a los ojos de Dios» (Historia de los monjes de Egipto, pról. 9). Aquello que la Carta a Diogneto, en la época martirial, de­cía de todos los cristianos –que son alma del mundo, manteniéndolo trabado e impidiendo su ruina, ahora, y es muy significativo, se dice más bien de los monjes. Ellos son el alma del mundo y también del pueblo cristiano.

Aunque normalmente los monjes no eran ordenados sacerdotes, Eusebio de Cesarea (+339), por ejemplo, los ve cumpliendo una misión sacerdotal: son «aquellos que, por el bien de todo el gé­nero humano, se han consagrado a Dios, que está por en­cima de todo…; por lo mismo que ellos se mantienen en la sana doctrina, la verdadera piedad, la pureza de alma, las palabras y obras conformes a la virtud, agradan a la Divinidad y cumplen una función sacer­dotal para su propio bien y el de todos» (Demonstratio evangelica I,8).

El monacato realiza plenamente la koinonía primitiva, la vita apostolica, aquella propia de la comunidad apostólica de Jerusalén: comunión de espíritus y comuni­cación de bienes; un solo corazón y una sola alma, teniéndolo todo en común.

En la antigua literatura monástica, los textos de la koinonía apostólica ofrecidos en los Hechos de los Apóstoles son muy frecuen­temente aludidos como ideal supremo. El solitario San Antonio (+356) reconoce el ideal comunitario iniciado en los cenobios por San Pacomio (+346) como el renacimiento de «la vida apostólica» (Vies coptes 269; cf. 323). En efecto, la Regla pacomiana pretende reproducir la comunidad primera apostólica, «la santa koinonía, preestablecida por nuestros padres, los santos apóstoles» (ib. 186; cf. 3). Igual empeño se aprecia en las Reglas de San Basilio. Y en este sentido, el constantino-politano Sócrates (+439), por ejemplo, nos habla de «la vida apostólica» de los padres del desierto (Historia ecclesias­tica 4,23).

San Agustín (354-430) pretende igual­mente que, ya que el pueblo cristiano ha relajado en gran parte su vida, acomodán­dola a los usos del mundo, es necesario que al menos en las comunidades mo­násticas se viva, como un reproche y como un estímulo para todos, el ideal perfecto del Evangelio, la vita apostolica, tal como la describe San Lucas en los Hechos.

«Hay, en efecto, algunos perfectos que viven en comunidad, y digo algunos porque no a todos los cristianos se refiere esta bendición, sino sólo a unos pocos que deben hacer sentir sus buenos efectos a to­dos los demás». Los ciento veinte del Cenáculo en Pentecostés y los quinientos que men­ciona San Pablo «fueron los pri­meros que vivieron en comunidad, pues vendieron todos sus bienes y entrega­ron el importe a los após­toles, y se daba a cada uno según su necesidad, y na­die poseía cosa alguna como pro­pia, sino que todo era de todos. Además, todos tenían una sola alma y un solo corazón orientados hacia Dios». Y «no se li­mitó a ellos este amor y unión fraterna, sino que se propagó a los posteriores el mismo entusiasmo de vi­vir la caridad y el mismo anhelo de consagrarse a Dios». Fueron perseguidos, y si no fuera por los márti­res, «no tendríamos hoy los monasterios». Y ahora, «cosa buena es querer vivir en compañía de los que han elegido una vida retirada, lejos del mun­danal barullo, fuera del alboroto de las muchedumbres, a salvo de las tormentas del siglo. Los que así hicie­ron viven ya como en el puerto», aunque también llegan hasta ellos, allgo atenuados, los oleajes del mundo (In Ps. 99,10-12).

También Casiano (360-435) describe el ce­nobitismo que florecía en Egipto como una continuación de la admirable koinonía cris­tiana que se vivía en Jerusalén bajo la guía de los Apóstoles. Cuando los gentiles, dice, al terminarse las persecuciones, invadieronla Igle­sia, bajó considerablemente el nivel espiritual entre los fieles, pero esta mundanización, o al menos esta tibieza en la profesión evangé­lica, no fue aceptada por todos.

En efecto, «aquéllos en quienes se mantenía vivo el fervor de los apóstoles, acordándose de aquella per­fección primera, abandonaron las ciudades y el con­sorcio de los que creían lícita para sí y para la Iglesiade Dios una vida más relajada. Estableciéndose en los alrededores de las ciudades y en lugares apartados, se pu­sieron a practicar privadamente y por su propia cuenta las instituciones que habían sido establecidas por los apóstoles para toda la Iglesia. De esta suerte se formó la observancia peculiar de los discípulos que se habían separado del trato de los demás. Poco a poco, con el fluir del tiempo, se estableció una cate­goría separada de los demás fieles. Como se abste­nían del matrimonio y de la compañía de sus padres y del estilo de vida que se lleva en el mundo, en razón de esta vida singular y solitaria fueron llamados monjes. Y como se agrupaban en co­munidades, se les llamó cenobitas, y sus celdas y moradas se llamaron cenobios. Éste fue el único gé­nero de monjes en los tiempos más antiguos, el pri­mero en cuanto a la cronología y a la gracia, y se conservó inviola­ble durante muchos años, hasta la época de los abades Pablo y Antonio [250-356]. Sus vestigos perduran aún hoy día en los cenobios bien reglados» (Colaciones 18,5).

Lo mejor y lo peor. En todo caso, también a los monasterios llegan, más o menos, las oscuras nieblas del mundo. Y también allí persisten los ataques del demonio y de la carne. La Iglesia entendió ya desde el principio que una cosa es llevar camino de perfección y otra ser perfecto. La vida monás­tica no asegura la vida per­fecta; la facilita y libera de muchos obstáculos, pero no santifica si no se vive con fi­delidad.

En este sentido, dice San Agustín,«confieso con toda la since­ridad de mi alma… que no he encontrado gente mejor que la que vive fervorosamente en los monasterios; pero tampoco he encontrado gente peor que la que ha prevaricado en la casa del Señor» (In Ps. 75,16).Es lo de siempre: corruptio optimi pessima.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

5 comentarios

  
Maricruz Tasies
Gracias, padre I.
Aprendo mucho.
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JMI.-Los grados son: bachiller, licenciada, doctora.
Ánimo.
23/03/12 11:54 AM
  
José Luis
En 1Cor 5, 10: «De ser así, tendríais que salir del mundo.» es lo que me acordé cuando me comentó el P. José María, que, que si salimos del mundo nos perdemos. Pero ya Cristo nos ha sacado en este sentido que nos explica con verdad el P. José María Iraburu: En el capítulo: (168) De Cristo o del mundo -X. Caminos de perfección en el N. T. -dice-: «El evangelio de San Juan lo afirma con especial fuerza. El «Salvador del mundo» (Jn 4,42) se refiere a los cristianos como «los hombres que tú [Padre] me has dado, tomándolos del mundo» (17,6). Por tanto, los cristianos «no son del mundo, como Yo no soy del mundo» (17,14.16). El mundo amaría a los cristianos si los considerase suyos; pero como ve que Cristo les ha sacado del mundo, por eso los odia, como le odia a Él (15,19). Cristo no ha retirado a los suyos físicamente del mundo (17,15), pero los ha sacado de él espiritualmente, y así han «vencido al mundo» (1Jn 4,4; 5,4), participando por la gracia de la victoria del Salvador: «yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Tengamos, pues, los cristianos paz y gran confianza, pues como nos dice San Juan, «mayor es el que está en vosotros que quien está en el mundo. Ellos son del mundo; por eso hablan el lenguaje del mundo y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios. El que conoce a Dios nos escucha; el que no es de Dios no nos escucha. Por aquí conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error» (1Jn 4,4-6).»

Aunque los que no estamos en monasterios, siempre hemos de aprovechar las ocasiones, fines de semana, vacaciones, retirarnos para vivir en la soledad. Existe hospederías que llevan religiosos para pasar tiempos de paz y retiro espiritual, son regalos que el Señor nos ofrece.

Necesitamos seguir trabajando con temor y temblor por nuestra salvación: (cfr Flp 2, 12), no estamos en este mundo para pasarlo aparentemente bien, pues la apariencia de este mundo, no lleva al bien verdadero, sino a la tristeza y oscuridades del alma, por el contrario, cuando trabajamos en orden al corazón de Jesús, estando en el mundo, pero claramente no lo somos en el espíritu, pues entonces, incluso en el hogar bien podría parecerse como en un monasterio, y si no es posible, tenemos esa libertar para retirarnos en esos sitios ya dichos, hospedería monásticas, y participar incluso, de la Eucaristía, el recogimiento que no debe faltar, la meditación.

En Cristo también hemos vencido al mundo, pero permanecer en el mundo, es renunciar a Cristo que nos ha sacado, y hemos de seguir examinando todas aquellas cosas, juegos, diversiones, y tantas otras cosas que no proceden del Espíritu Santo, pero que no se da demasiada importancia. Pues en otro lugar: (168) De Cristo o del mundo -X. Caminos de perfección en el N. T. ...«Os digo, hermanos, que el tiempo es corto. Sólo queda, pues, que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyesen; y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen; porque pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,29-32). El Apóstol afirma con eso que el cristiano que tiene esposa y bienes de este mundo ha de tenerlos de tal modo que encuentre en esas posesiones ayuda y estímulo para crecer en el amor a Dios y al prójimo, y no sean para él un lastre y obstáculo para la perfección evangélica y la plena santificación.


Reflexionar estos temas espirituales nos ayuda mucho, lo que no podemos hacer, que si leemos estos temas, luego lo echemos a perder, cuando el corazón inclina hacia los deportes por ejemplo, en la televisión. Porque las cosas del mundo es como un ladrón, que viene el diablo, y nos arrebata de nuestro corazón, los frutos del que podríamos sacar provechos espirituales.

Si se tiene una impresora, pero con permiso del autor, hacer copias para sí mismo, y en el retiro, poder meditar, y entre lectura y lectura, tiempo para la oración y la Eucaristía, que siempre será mejor que poner el corazón y la mirada a lo mundano.

Así que con su permiso, cuando ya tenga la impresora a punto, pues de momento no me funciona, pues no sé si es problema del portátil o de la impresora, pues la impresora nueva está sin estrenar, pero el portatil me ha causado problemas varias veces.


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JMI.-Seguro que la impresora, aunque se resista, acabará por convertirse y aceptará la humildad de su misión: servir.
Y por supuesto tiene permiso para imprimir de mis textos todo lo que le pueda convenir.
23/03/12 12:05 PM
  
Maricruz Tasies
Oh, cielos! Me examinará usted? :)

Despreocúpese, me conformo con que lo que me enseña me sirva para llegar al cielo.
Ánimo, siga enseñándome.
Un abrazo,
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JMI.-Y si no apruebas en junio... en septiembre.
Bendición +
23/03/12 2:26 PM
  
Javiergo
P. José María, no se puede ni imaginar el bien que hace con sus escritos. Le he hecho publicidad :), y vienen a leerle con frecuencia hermanos y hermanas que me comentan que aprenden mucho de sus enseñanzas. En verdad, nos edifica a todos los que le leemos. Que Dios le bendiga. Gracias de todo corazón por su esfuerzo y por dedicarnos su tiempo.
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JMI.-El Señor está con vosotros.
Bendición +
24/03/12 1:10 AM
  
María
Imitar a CRISTO ,hacer lo que EL hizo, vivir lo que el vivió...se convierte en el anhelo de aquellos a quienes DIOS atrae cerca de SÍ.



Saludos
24/03/12 10:53 AM

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